En 1992, cuando su porvenir político en el Partido Socialista Obrero Español estaba intacto, Joaquín Leguina escribió una novela sobre la Guerra civil, titulada Tu nombre envenena mis sueños. Aquel libro arrancaba de la actuación de la quinta columna, los fascistas emboscados que se dedicaban a sabotear la retaguardia republicana en la capital, y en concreto, de los llamados “coches fantasma”, que circulaban por la noche con las luces apagadas, recorriendo las calles hasta encontrar un objetivo apetecible, una terraza llena de soldados del Ejército Popular, por ejemplo, a los que ametrallaban mientras estaban tomando tranquilamente el fresco, antes de darse a la fuga.
En aquella novela, como en la inmensa mayoría de las obras de ficción escritas a favor de la causa de la legitimidad republicana, desde Max Aub en adelante –incluidos el propio Leguina de 1992 y la autora de este artículo–, se recogían también los crímenes propios. Ningún autor republicano español ha dejado de acusar la vergüenza de las checas y las patrullas de limpieza que –siempre por su cuenta y nunca jamás, es importante recordarlo, bajo mandato gubernamental– desataron el terror, aprovechando el caos que supuso un golpe de Estado que diezmó casi por completo las escalas de mando de las fuerzas de orden público de la República. La mayoría de los oficiales del Ejército, la Policía y la Guardia Civil apoyaron ese golpe, y pasaron unos cuantos meses antes de que el Gobierno pudiese reestructurar dichos cuerpos. Cuando lo consiguió, las checas se cerraron y las patrullas pasaron a ser, al menos oficialmente, perseguidas por la ley. Esto es tan bien conocido, está tan exhaustivamente documentado y explicado, tantos historiadores lo han dado ya por tema concluido, que no debería ser necesario mencionarlo una vez más.
Sin embargo, Joaquín Leguina escogió el 24 de abril de 2010, fecha en la que se habían convocado las primeras manifestaciones en democracia contra la impunidad del franquismo, para publicar una tribuna en la edición diaria de este mismo periódico, trayendo de nuevo a primer término el tema de la represión republicana. Centró su discurso en un criminal –Agapito García Atadell– a quien el Gobierno de la República consideró como un simple delincuente común al ponerlo en busca y captura, y en una novela de 1977 titulada Días de llamas, cuya lectura produjo una inconmensurable inquietud en la autora de estas líneas. Tan inconmensurable, que desde hace ocho años, por lo menos, ha buscado en todos los libros que están a su alcance, un solo ejemplo real en el que pueda basarse la experiencia del protagonista de esta novela, un juez republicano de simpatías socialistas, con un cuñado oficial del Ejército Popular, un maestro tras el que se puede vislumbrar la figura de Julián Besteiro, y una amante comunista –o sea, el Frente Popular al completo–, detenido ilegalmente en una checa de Madrid en una época que parece posterior a enero de 1937, y al que nadie, ni su partido, ni su cuñado, ni su maestro, ni su amante, consigue sacar de allí. Hasta la fecha, ella no ha encontrado a nadie que, en una situación parecida, sufriera una experiencia semejante. Si Joaquín Leguina puede aportar una identidad concreta, con nombre y apellidos, que avale el argumento de esa obra de ficción, esta autora le estará eternamente agradecida.
Dejando a un lado esta cuestión personal, hay que celebrar que Luis Cernuda no haya vivido para leer la tribuna que firmó Joaquín Leguina. Él, que escribió en aquel poema memorable que un solo hombre basta como testigo irrefutable de toda la nobleza humana, se habría estremecido al comprobar que un solo hombre basta también para expresar todo lo contrario. Entre 1992 y 2010 caben 18 años, sucesivas derrotas políticas y la gratitud a una presidenta autonómica, Esperanza Aguirre, que le ha arreglado un puestecito. Cabe, también, la traición a un poeta, a su causa y a su espíritu.
Porque Tu nombre envenena mis sueños, antes de ser el título de una novela de Joaquín Leguina, fue un verso. ¿Y saben de quién? De Luis Cernuda.
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