No sólo Franco.
Conversación entre Julián Casanova y Justo Serna
Anatomía de la Historia.4 nov, 2015 por Justo Serna y Julián
Casanova
Con motivo de los cuarenta años que se cumplen de la muerte
de Francisco Franco Bahamonde, dos historiadores conversan, se extienden.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de
Zaragoza y Justo Serna lo es también en la de Valencia.
En esta conversación no se interrumpen, sino que se explayan
para argumentar mejor. Guardan silencio cuando el interlocutor se expresa sin
cortes ni autocensuras. No hay grandes discrepancias entre ambos. De hecho, sus
reflexiones se complementan.
Julián Casanova es un acreditado investigador sobre la Guerra
Civil y el Franquismo. Tiene numerosas publicaciones dedicadas a estos temas y
es, sin duda, un historiador de referencia internacional. Su último libro es 40
años con Franco (Barcelona, Crítica, 2015), en el que reúne la aportación de
diferentes expertos. Ha sido también el comisario de la única Exposición que se
ha dedicado al franquismo en el año en que se cumplen cuatro décadas de la
muerte del dictador.
Por su parte, Justo Serna, experto en historia cultural, se
ha dedicado a investigar otros asuntos menos recientes. También las directrices
de la historiografía. Pero en su último libro, Españoles, Franco ha muerto
(Madrid, Punto de Vista en coedición con Sílex ediciones, 2015) se aproxima al
objeto que abordan en esta conversación. No es una historia del franquismo;
tampoco es un estudio sobre la transición democrática. Pero tiene algo o
bastante de esos períodos y tiene mucho de ensayo. Un ensayo no es el género de
la arbitrariedad. Es, por el contrario, la escritura del rigor, justo cuando no
contamos con todos los medios para liquidar un objeto.
El franquismo no podemos liquidarlo, si por tal se entiende
su olvido o mero entierro. ¿Acaso se trata de ganar una guerra cuarenta años
después? No. Esta conversación está concebida como una reflexión tranquila para
lectores interesados o incluso desinteresados. Para quienes ignoran el avatar y
su entorno. Franco fue realmente ofensivo. Interesa ver su manera de obrar, de
conducirse, de tratar a los demás. Interesa averiguar cuáles eran sus
principales carencias psicológicas, sus astucias más sombrías, el Régimen que
le sostuvo.
El franquismo y nosotros
Justo Serna
Cuando el Generalísimo Francisco Franco muere el 20 de
noviembre de 1975, tanto tú como yo somos jóvenes, bachilleres o ya
universitarios que están descubriendo el mundo: el contraste de la España franquista
con la Europa democrática. Apenas tenemos edad para analizar con rigor los
hechos precedentes o para vislumbrar el porvenir con alguna claridad. Hemos
nacido en el seno de familias políticamente tibias, adheridas a un régimen
dictatorial surgido de una Guerra Civil.
Nos guste o no, Julián, por aquel entonces formábamos parte
de lo que se llamó el franquismo sociológico: gentes, familias que se adaptan a
una tiranía que ven eterna, inevitable y represora, claro. En nuestros hogares
no se habla abiertamente de la guerra, de los muertos, de los represaliados.
Somos educandos del franquismo que han de descubrir por su cuenta la idea de
democracia y la cultura de la libertad.
Por mi parte, a los 8 o 9 años advierto que he nacido en Zona
Roja, que Valencia había sido vanguardia del primer antifranquismo. No lo llevo
bien. Me resulta decepcionante que mi patria chica haya sido avanzadilla del
republicanismo. Muchos crecemos en la ignorancia y en el convencimiento de que
un jefe de Estado es una figura irrevocable, de que don Francisco Franco
Bahamonde es vitalicio, feliz o fatalmente vitalicio. En mi familia, en
nuestras familias no nos han alertado de ese error perceptivo. Yo, al menos, no
sé ver o interpretar lo que se observa en mi entorno o en la televisión, TVE,
tan clerical, tan marcial, tan rotunda.
Todo conspira contra la claridad. Nuestra madurez, nuestra
única madurez, será aprender la cultura de la democracia, la lección de las
libertades. Estudiamos historia y aprendemos realismo y análisis. Y muchos
descubrimos que la política no siempre es un juego de suma cero. A veces
ganamos todos; a veces vemos cómo se hunden nuestros ideales. Pero los ideales
no son necesariamente mejores que la realidad más basta. Las convicciones
pueden ser letales, los principios pueden arruinar el curso normal tolerable y
deseable de las cosas.
La vida política es sumamente imperfecta, pero quienes han
vivido lo peor o lo más triste, la represión, el exilio…, saben qué es lo
aceptable, lo medianamente adecuado. Quizá ése sea el germen de la transición.
Años de ostracismo, de cárcel, de persecución enseñan a aguantar. A padecer y a
aspirar.
Cuando muere Franco, todo se abre, todo es posible, todo es
factible, en un país, España, aún rezagado, cuyos habitantes protestan y se
aúpan. Al menos una parte ya significativa. De repente muchos descubrimos que
la vida es algo más que este Régimen agonizante, un sistema político que
flirteó y colaboró con los fascismos y que luego se adaptó a la Guerra Fría,
una dictadura que ha sobrevivido gracias al apoyo norteamericano y
anticomunista.
Julián Casanova
Cuando Franco murió, yo había cumplido 19 años, estudiaba
segundo curso de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Zaragoza, y estaba en plena formación, recogiendo estímulos
desde muchos frentes, desordenados, pero que influyeron mucho en mis intereses
personales.
Desde octubre de 1974 a junio de 1979 estuve matriculado como
estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza.
Aunque se llamaba Geografía e Historia, lo que había en el plan de estudios de
aquella licenciatura era una mezcolanza de filosofía, literatura, arte,
geografía e historia. La mayoría de las asignaturas no tenían programa ni
bibliografía y en más de la mitad de ellas bastaban unos cuantos apuntes y un
manual para aprobarlas holgadamente. Nadie nos dio unas normas básicas sobre la
escritura de la historia, la exposición oral o el oficio del historiador. Uno
llegaba a la Facultad y empezaba a estudiar historia, filosofía, arte y
literatura por orden cronológico, además de mucha geografía sin ningún orden.
No había seminarios ni discusiones. Y la biblioteca se utilizaba para estudiar
apuntes y, como mucho, para consultar obras de referencia o libros caros para
aprobar los exámenes de arte.
Allí no abundaban los maestros, profesores que dejaran en sus
explicaciones alguna huella, y menos aún los tutores, esos profesores con los
que puedes consultar dudas o a los que puedes pedir orientaciones. En esas
circunstancias, mi aprendizaje tuvo mucho de autodidacta. Formé parte de un
grupo de chicas y chicos que compartíamos pisos, compromisos políticos,
lecturas y trabajos, algo que nos permitía comprar libros. Libros de Siglo XXI,
Crítica, Ariel, Alianza o de Fondo de Cultura Económica. Creo que el buen
estado de las editoriales de historia, que traducían muchas cosas y empezaban a
publicar las obras de historiadores españoles que abrían en aquellos años
caminos de renovación, compensaba el estado deplorable de la enseñanza en la
universidad. Las lecturas fueron para mí mucho más importantes que las
enseñanzas.
En el verano de 1974, al acabar COU y antes de comenzar la
carrera universitaria, me había ido a trabajar a Ginebra, mi primer contacto
con el extranjero, una ciudad en la que había bastantes emigrantes españoles y
portugueses (que veían en ese momento desde la distancia el período
revolucionario que siguió a la caída de la larga dictadura de Salazar-Caetano).
Sentí envidia y fascinación por ese mundo tan moderno y libre, tan capitalista,
donde los coches cedían el paso a los peatones y subía uno en los autobuses sin
control de billete, sabiendo que los civilizados suizos siempre pagaban.
Yo había nacido en un pueblo muy católico, en el seno de una
familia católica, aunque había también una parte republicana, de exilio y
silencio, donde no se hablaba abiertamente de la Guerra Civil, pero siempre
estaba presente el recuerdo del anticlericalismo, de los curas asesinados por
los rojos, que fueron varios, que a uno le transmitían y le enseñaban en los
varios lugares de memoria –grandes cruces– que había en la plaza de entrada al
pueblo, en el cementerio, en la carretera donde los mataron….
Pero desde los dos últimos años del Bachillerato, un grupo de
amigos habíamos comenzado ya, bajo la influencia de varios curas obreros, de
aquellos que estaban rompiendo por primera vez durante la dictadura con la
Iglesia de la Cruzada, una clandestina, así tenía que ser, militancia
antifranquista y, de paso, anticapitalista. Mucha ideología, alguna reflexión y
bastantes lecturas, pero la imagen de la dictadura en la que habíamos ido
educados saltó por los aires. Y recuerdo el miedo, a ser cogido por la policía,
la tensión cuando tiraba panfletos o asistía a manifestaciones prohibidas.
Franco murió, la militancia pasó –incluidas las decenas de
horas que a ella le dedicaba– y los dos últimos años de la carrera me dediqué a
estudiar, a leer historia social, que fue mi gran descubrimiento a través de la
colección de Historia de los Movimientos Sociales de Siglo XXI. Lo que vino
después, con la mili por el medio, fue un interés por la investigación del
anarquismo, un encuentro con José Álvarez Junco que marcó mis años posteriores
y muchas ganas de salir de la mediocridad que había visto y sufrido en la
Universidad de Zaragoza.
Y es verdad lo que tú dices, Justo, Franco pasó pronto, pese
a la incertidumbre y sombras autoritarias de los primeros años de la
transición, y me di cuenta que el futuro iba a ser diferente, que quería salir
fuera a buscar lo que no encontraba dentro, que, en el fondo, en comparación
con la generación de nuestros padres y de muchos compañeros que se habían
quedado en el pueblo sin poder estudiar, era un privilegiado. Nunca fue fácil
olvidar la dictadura, la vida cotidiana gris, la falta de libertades… Pero no
me sentí parte, sin embargo, de esa generación del desencanto. Para mí, todo lo
que vino después, sobre todo en mi elección de hacer carrera en la
investigación y enseñanza en la universidad, de estudiar e investigar historia
en profundidad, fue mucho mejor. Y mis intereses intelectuales comenzaron a
girar en torno a los movimientos sociales, las teorías que procedían de las
ciencias sociales, los períodos revolucionarios y contrarrevolucionarios. No
era una forma de escape a través del pasado, sino la búsqueda del pasado para
comprender mejor el presente. O eso creía yo.
Justo Serna
Con las diferencias de edad y de localidad, Julián, nuestras
experiencias son muy parecidas, al menos veo en ambos la voluntad y la
necesidad de auparse, de escapar de las fatalidades y mediocridades del
Régimen, las ganas de leer, de aprender. Si no tuvimos maestros, grandes
maestros, al menos dispusimos de libros en los que fijarnos. En mi caso, mi
asignación semanal era tan menguada que me veía forzado habitualmente a hacer
de “lector gorrón” en librerías (le debo esta expresión a Groucho Marx) y a
cartearme con los editores pidiendo catálogos. Hasta con el distribuidor de la
Enciclopedia Británica hablé haciéndome el maduro y el solvente. En realidad,
mi asignación no era tan menguada: era mi alocada voracidad lo que hacía escaso
todo presupuesto. En fin, cuando hablamos de la penuria cultural del franquismo
sabemos a qué nos referimos. Yo, además, aludo a estas picardías inocentes de
que me servía para poder leer lo que las circunstancias generales o familiares
no me permitían. Por supuesto, algún librero amigo (que además era profesor) me
franqueaba el paso a la trastienda de su establecimiento. Allí había libros
prohibidos, volúmenes que la censura había ordenado secuestrar.
¿Quién fue Francisco
Franco? ¿Qué es un caudillo?
Un caudillo es un soldado, un militar, un hombre que se sabe
providencial, prácticamente milagroso, poseedor de alguna cualidad irrepetible
e investido por un aura particular que lo distingue: Caudillo de España por la
Gracia de Dios. Lo vemos bajo palio. No maravilla su físico, generalmente poco
impresionante. Importan los atributos de los que hacer ostentación. ¿Cuáles? El
coraje y el correaje, el valor incluso temerario que no se le arruga.
Es un guerrero con uniforme de campaña o de gala, con
charreteras y medallas: un combatiente preparado para la lucha y para la
declamación castrense, para una contienda inevitable en la que siempre están en
juego los valores más apreciados a los que no podrá renunciar: la patria y el
patrimonio. Le va la vida en ello. Y el parné. Y la hacienda.
Un caudillo es un individuo humilde y verbal: alguien que
tiene a bien exhibir su condición modesta y popular, alguien que dice
inspirarse en una comunidad a la que le unen vasos comunicantes, lazos firmes y
primarios. Es católico a marchamartillo y es martillo de herejes y traidores.
Es el hombre de la nación en armas. Luego será rico y roñoso, como el pebleyo
que siempre fue. Sin tacto, sin estilo, sin elegancia, sin prestancia
.
Hay circunstancias en que el país atraviesa momentos
gravísimos que no todos quieren admitir, situaciones de decadencia o de
amenaza, de corrupción, de revolución, situaciones de las que se benefician los
enemigos externos, siempre dispuestos a hostigar y a rapiñar lo ajeno. La
conspiración judeomasónica que no ceja en su empeño, pongamos por caso. Acechan
y vislumbran la debilidad de España. Hay instantes, en efecto, en que la nación
se hunde ante la ceguera del común y la insidia y la traición de los
antipatriotas, vendidos a los extranjeros.
Es entonces, justo entonces, cuando un puñado de soldados o
de combatientes que forman el último pelotón de guerreros corajudos salvará la
patria y la civilización. Guiados oficialmente por ese hombre providencial,
dichos campeones sabrán qué hacer, cuáles son sus objetivos y quién es el
enemigo a derrotar. La guerra temprana en la que participaron o en la que ahora
anhelan estar no ha concluido, pues la política en la que luchan es el frente
de batalla en la que habrán de librar choques cruentos con victorias
memorables.
Pero para ello hay que organizarse como vanguardia militar,
un comando selecto de bravos soldados entre quienes se alza aquel varón
irrepetible y duro, carismático y obsequioso. Como ocurre en la guerra, el
general da las órdenes y la tropa cumple: no hay discusión ni hay revocación,
sólo obediencia y ejecución: se ejecuta una orden y se ejecuta al enemigo.
Combate llama a combate y nuevos seguidores se suman al ejército
de los veteranos que empezó proclamando la movilización y la civilización: se
alistan, son encuadrados y, como los pioneros, hacen de la violencia quirúrgica
y sanadora su instrumento de convicción. Al enemigo se le derriba y se le
elimina en un frente que es ya todo el campo y toda la ciudad. Aquellos
primeros combatientes no se doblegan ante los tempranos fracasos y, sabedores
del declive imparable de su patria, se levantan una vez y otra más, exaltando a
quien les tutela y guía con mano firme y penetración.
Cuando libra esa batalla, el Caudillo, que es instinto y
voluntad, no puede pactar ni rendirse, pues la nación injuriada es la deshonra
que ha de vengar. El Caudillo logra los primeros triunfos y gana la guerra
postrera: pero es ya al principio, desde el 1 de octubre de 1936, cuando
despliega toda su ferocidad personal, pues nadie se le podrá oponer.
Le organizan desfiles y marchas, exaltaciones y
demostraciones, y allí, sobre el catafalco prueba una vez más las dotes
oratorias que le dieron fama y que le auparon hasta el final. Hay una
exhibición, una escenografía, gestos, dramas que el Caudillo representa para
ilustración de esa patria que, ahora sí, ve el aura que lo nimba. Él es el jefe
de ese puñado de soldados que, a la postre, han salvado la civilización…
Mientras tanto, lo que empezó como un regato de sangre ha acabado inundando el
frente y el mar de un rojo purificador.
Lamentablemente y poco a poco, el Caudillo declina, se
aburguesa, se viste de civil. Pega tiros, pero a las aves o a otros animales de
mucho plumaje. La rutina con que lo ensalzaban también declina. El Caudillo
parece un abuelo rodeado de parientes ávidos, igualmente feroces. Fue un
carnicero y no lo dejará de ser… Muere y nos salva matando.
Julián Casanova
Los déspotas modernos, esos que saltaron a la palestra a
partir de la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa, dedicaron mucha
atención a la construcción de su imagen pública, al cuidado del estilo y de la
pose en los discursos y apariciones públicas. Si hubiese que concretar en un
caso histórico el “tipo ideal” de “autoridad carismática” que teorizó Max
Weber, ese sería Adolf Hitler. El liderazgo de Francisco Franco, que duró
muchos más años que Hitler, tuvo, por el contrario, poco de carismático y para
ejercerlo no necesitó de la dramatización. Ni de la voz.
La voz de Franco, ya se sabe, era atiplada y sonaba casi
infantil, poco agradable para los oyentes. En sus mensajes nunca empleaba una
entonación variada y sus discursos eran monótonos y aburridos. Pero, ¿para qué
quería Franco una dicción clara, armónica o limpia, una voz que transmitiera
credibilidad y seguridad?
No la necesitaba. Franco no conquistó el poder dirigiendo un
partido de masas, ni nunca tuvo que convencer a los votantes. Llegó al mando
supremo a través de las armas y después ya se encargó la Iglesia de moldear su
imagen de “gran católico cruzado”. Era el elegido por la divina providencia
para guiar a los españoles por el buen camino. Pese a su voz atiplada y poco
enérgica.
Cuando el cardenal Gomá le habló de Franco por primera vez al
secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Pacelli, el 24 de octubre de
1936, ya resaltó sus “creencias religiosas”. Gomá no había mantenido todavía
contacto personal con Franco pero ya percibía “que será un gran colaborador de
la obra de la Iglesia desde el alto sitio que ocupa”.
A este alto sitio le habían encaramado a Franco sus
compañeros militares de rebelión el 1 de octubre. Gomá le envió un telegrama de
felicitación por su elección de “Jefe de Gobierno del Estado Español” y Franco
le contestó que, al asumir esa Jefatura “con todas sus responsabilidades, no
podía recibir mejor auxilio que la bendición de Vuestra Eminencia”. Rece, le
pedía Franco, ruegue a Dios en sus oraciones que “me ilumine y de fuerzas
bastantes para la ímproba tarea de crear una nueva España de cuyo feliz término
es ya garantía la bondadosa colaboración que tan patrióticamente ofrece Vuestra
Eminencia cuyo anillo pastoral beso”.
Sin tapujos ni rodeos. Franco cuidaba ya por esas fechas de
pregonar su religiosidad, había captado, como la mayoría de sus compañeros de
armas, lo importante que era meter la religión en sus declaraciones públicas y
fundirse con el “pueblo” en solemnes actos religiosos.
Obispos, sacerdotes y religiosos comenzaron a tratar a Franco
como un enviado de Dios para poner orden en la “ciudad terrenal” y Franco acabó
creyendo que, efectivamente, tenía una relación especial con la divina
providencia. Gomá se derretía en halagos cada vez que mencionaba su nombre y
Plá y Deniel le cedió su palacio episcopal en Salamanca para que lo utilizara
como centro de operaciones, el “cuartel general” como se le conoció por toda la
España cristiana. Allí, rodeado de la guardia mora, le rendían pleitesía los
humanos. Porque él era como un rey de la edad de oro de la monarquía española,
entrando y saliendo de las iglesias bajo palio. Franco necesitaba el apoyo y la
bendición de la Iglesia católica. Para que lo reconocieran todos los católicos
y gentes de orden del mundo, con el Papa a la cabeza. Para llevar a buen fin
una guerra de exterminio y pasar como un santo. Caudillo y santo. Que estuviera
tranquila la Iglesia, que él sabría pagar tanta gratitud.
Pocas horas después de anunciar que el ejército rojo estaba
cautivo y desarmado, el Generalísimo recibió una telegrama de Pío XII, el antes
cardenal Eugenio Pacelli, que había sido elegido Papa el 2 de marzo de ese
mismo año, tras la muerte de Pío XI el 10 de febrero. Tampoco faltó a la cita
de felicitación el cardenal Isidro Gomá, quien desde Pamplona recordaba a
Franco el 3 de abril “con qué interés me uní desde el comienzo a sus afanes;
cómo colaboré con mis pobres fuerzas y dentro de mis atribuciones de Prelado de
la Iglesia a la gran empresa”.
La gran empresa era la regeneración total de una nación nueva
forjada en la lucha contra el mal, el sistema parlamentario, la República laica
y el ateísmo revolucionario, todos los demonios enterrados por la victoria de
las armas de Franco con la protección divina. Las ciudades y campos se llenaron
de desfiles, manifestaciones de la victoria, regreso simbólico de las vírgenes
a sus lugares sagrados, actos de desagravios y procesiones. Franco y sus
compañeros de armas habían salido al rescate de la patria, lo cual legitimaba
el golpe de Estado y la sangrienta guerra civil.
Para recordar siempre su victoria en la guerra, para que
nadie olvidara sus orígenes, la dictadura de Franco llenó de lugares de memoria
el suelo español, con un culto obsesivo al recuerdo de los caídos, que era el
culto a la nación, a la patria, a la verdadera España frente a la antiEspaña,
una manera de unir con lazos de sangre a las familias y amigos de los mártires
frente a la memoria oculta de los vencidos, cuyos restos quedaron abandonados
en cunetas, cementerios y fosas comunes.
Cayeron los fascismos y Franco siguió. Y su dictadura
aguantó, administrando las rentas de esa inversión duradera que fue la
represión, con leyes que mantuvieron los órganos jurisdiccionales especiales
durante cuatro décadas, con un ejército que, unido en torno a Franco, no
presentaba fisuras, con la máscara que la Iglesia le proporcionó el Caudillo
como refugio de su tiranía y crueldad y con el apoyo de amplios sectores
sociales, desde los terratenientes e industriales a los propietarios rurales
más pobres. Después llegarían los grandes desafíos generados por los cambios
socioeconómicos y la racionalización del Estado y de la Administración, pero el
aparato del poder político de la dictadura se mantuvo intacto, garantizados el
orden y la unidad.
Franco, ese hombre
Justo Serna
A lo que nos cuentan y por lo que hemos leído y visto y oído,
Francisco Franco era un hombre anodino. Tú mismo has puesto el acento en dicho
aspecto de su personalidad. Su carácter, nada brillante, era recatado y frío.
Su rostro tendía a la inexpresividad, probablemente por no saber poner otra
cara, pero también para protegerse. Fue suspicaz, siempre temeroso de los
rivales o cercanos que podían obstaculizar sus planes o sus rutinas.
Era un hombre bajito. Ya en la madurez no alcanzó gran estatura.
Apenas llegaba al metro, sesenta y cinco centímetros. Se pasó la vida
irguiéndose o subiéndose a cajones y pedestales que le dieran una talla que no
tenía. Aunque sólo es una constatación física, también tiene sus consecuencias
psicológicas.
No sólo era un individuo menguado: también su cuerpo era
escaso, pero a la vez voluminoso. Crecía a lo ancho, no a lo alto. Entre los
años cincuenta y comienzos de los sesenta su organismo tendía a la obesidad.
Frecuentemente aparecía en público con aspecto atocinado y sus uniformes
siempre parecían a punto de reventar o al menos de desabotonarse, cosa que
llevó a sus médicos a imponerle alguna dieta hipocalórica.
Tras los años del hambre, de la gran penuria, muchos
españoles soñaban con coger peso, con engordar para así parecer saludables. Era
la hora de abandonar el pan negro y de comer ternera y otros alimentos
proteínicos. La leche era muy apreciada y los yogures serán un ingrediente
nuevo de la dieta. Sin duda, el Caudillo que recibió a Grace Kelly o a Ike era un
hombre grueso, amorcillado.
Franco fue siempre un creyente fervoroso, un católico
extremadamente conservador y sedentario, un anticomunista de armas tomar.
Porque don Francisco fue básicamente un militar: un hombre formado en la
disciplina de la milicia y en los excesos del Ejército, un africanista, forjado
en la guerra de Marruecos, campo de batalla en el que permaneció de 1912 a
1926. De oficial pasó a general en pocos años, pues allí en África podía
ascender rápidamente sin las rutinas y las lentitudes desesperantes del
escalafón. En su formación militar siempre hubo un convencimiento: el del papel
providencial del Ejército. La milicia no sólo era escuela de conducta, de
represión personal, ortopedia que serviría para enderezar el fuste torcido de
la hispanidad, sino también agente salvífico de una España en peligro.
Hemos de admitir que el Caudillo consiguió lo que se había
propuesto: alzarse con la jefatura del Estado, concebida como una magistratura
permanente, destruir el régimen republicano y con él el parlamentarismo y las
libertades para implantar un orden nuevo. ¿Qué orden? Primeramente un régimen
totalitario, un sistema luego fuertemente controlado por el entramado
nacionalcatólico y finalmente otro régimen basado en la tecnocracia. Lo que unió
esos distintos sistemas fue una dictadura unipersonal, un régimen de mando que
recaía en su figura, con mucha pompa y protocolo, y con movilizaciones intensas
y extensas al principio al final de su existencia.
Es fama su conducta austera, incluso cicatera. Al menos eso
es lo que sus apologistas han querido decirnos. En el Palacio de El Pardo
ocupaba escasas piezas, unas habitaciones de decoración abreviada e igualmente
anodina. En los mejores momentos, esos cuartos privados fueron decorados con
cierto barroquismo y arcaísmo, como para darle linaje y prosapia a quien
carecía de tal cosa. Y eso, una dinastía linajuda, consiguieron doña Carmen
Polo de Franco y su marido cuando lograron emparentar a su hijita con el
marqués de Villaverde, boda que tuvo lugar en 1950.
Franco era un mandamás de vida rutinaria y, siempre que
podía, metódica. Aparte de inauguraciones y visitas por la geografía española,
su actividad se reducía a las audiencias oficiales, a los despachos
ministeriales y a poco más. El resto del tiempo lo dedicaba a la caza y a la
pesca, para luego retratarse ufano con las piezas abatidas o conseguidas. Jugó
al tenis sin destacar especialmente y luego se dedicó al golf, actividad de
gente fina y principal. Veía cine, las películas que le pasaban en una sala
acondicionada para tal menester; veía la televisión, particularmente el fútbol:
tanto le motivaba, que se hizo un jugador habitual de las quinielas. En uno de
los boletos que rellenó en 1967 le tocó un premio de un millón de pesetas.
Fue Jefe del Estado, fue César visionario, fue Caudillo de
España, fue Centinela de Occidente, fue la Espada Más Limpia de Occidente por
su acendrado espiritualismo o confesionalismo y por su férreo anticomunismo,
fue el Abuelo Civil que no duerme, que no descansa por nosotros, fue la
Lucecita de El Pardo que custodia el sueño y la vigilia de sus nietos y
compatriotas.
Observemos una fotografía del último Franco.
“Estás en los huesos”, le decimos a un familiar o a un amigo.
Si le tenemos confianza, claro. Sospecho que, por aquellos años, alguien debió
de decirle algo semejante a Su Excelencia. No es probable que fuera doña
Carmen. Ella tuvo una época de esplendor, con caderas y ancas de potra, según
expresión de un Nobel. En los años setenta ya aparentaba más delgadez. Incluso
parecía flaca (al menos para los cánones españoles). Por esas fechas, la esposa
del Caudillo era poco más que una sonrisa forzada y dentuda, un cuerpo
achicado.
¿Y la mirada, la mirada del Generalísimo? Los ojos oscuros,
casi negros, no revelan ningún secreto. No hay esfinge ni misterio. Más aún,
esos ojos no parecen de un ser vivo. O al menos no muestran un estado de ánimo
consciente. Es como si el retratado padeciera un apagamiento. Lo padecía, sin
duda, cuando fue captado. José DeMaría Campúa fue su retratista habitual y
generalmente le sacaba unas fotos muy favorecedoras: siendo Caudillo se le veía
obeso y con uniformes rellenos; en su vejez ya decrépita, a Francisco Franco no
lo mejoraba ni “Pepito” Campúa.
Si miramos bien la instantánea reproducida, podríamos creer
incluso que el Generalísimo lleva horas adoptando la misma pose, como haría un
modelo disciplinado. Pero de hecho no hay pose si por tal entendemos una
voluntad de presentarse o mostrarse ante el objetivo de la cámara. Simplemente
padece un aturdimiento y un mohín aún soberbio.
La fotografía original no tiene esta penumbra ni este grano.
Al llevar al límite los filtros sale un Generalísimo quizá más auténtico. Sin
afeites, sin puesta en escena. Iluminado y con el fondo en penumbra, su rostro
muestra las injurias del tiempo, de la edad. Todo son pellejos, pliegues, justo
antes del amortajamiento. La boca es quizá lo más sobresaliente. Las comisuras
de los labios apenas soportan la gravedad: el efecto y el peso de la gravedad.
Por eso, la boca mustia se confunde con la papada, carne flácida.
Son muchos los años que el General arrastra, los malestares
que padece y las desconfianzas que le rodean. Esas comisuras, totalmente
descolgadas, ya no mantienen turgencia alguna. Podría engañarnos su aspecto.
Más que un dictador, parece tal vez un anciano despistado, un hombre de edad
provecta. En efecto, parecería tal cosa, si no fuera por el punto de desprecio
que aún queda en la mirada. Esa altivez se refleja finalmente en toda la cara,
con las cejas enarcadas que son la base de unas arrugas que se amontonan en
estratos o sedimentos. Esas cejas enarcadas no son de sorpresa, sino de ufanía,
el gesto de enfado de quien sabiéndose ungido por Dios ya sólo le espera la
vida eterna.
Perdona, Julián, esta larga digresión.
Julián Casanova
Franco y sus compañeros de armas habían salido al rescate de
la patria, eso es lo que siempre nos dijeron, lo que aprendimos en las
escuelas. Franco el austero, nos han dicho siempre. La corrupción y el
estraperlo dominaron el largo período de posguerra, hasta bien entrados los
años cincuenta, en el que la mayoría de la población sólo tenía acceso a las
cantidades de productos básicos que las autoridades les asignaban en las
cartillas de racionamiento. Los productores que no querían entregar sus
productos a los precios fijados por el Gobierno recurrían al mercado negro para
vender a precios mucho más altos. Y los consumidores, ricos y pobres, tuvieron
que tomar el mismo camino ilegal para comprar lo más básico -el pan, aceite o leche-
o, en el caso de quienes poseían más dinero, para no prescindir de otros
productos menos necesarios. Mientras que casi todos los ciudadanos trapicheaban
en el mercado negro para saciar el hambre, arriesgándose también a duros
castigos si les cogían, los grandes estraperlistas, entre quienes se
encontraban políticos y funcionarios del Estado franquista, personas protegidas
por el poder, hicieron enormes fortunas. La influencia política daba grandes
beneficios a terratenientes, industriales e intermediarios que conseguían
evadir las normas de los organismos de intervención u obtenían pedidos
extraordinarios del propio Estado. Pero Franco, no, él era austero.
Yo recuerdo el queso amarillento, en latas cilíndricas, y la
leche en polvo, que nos daban en la escuela, que trajeron los americanos. Los
medios de comunicación jalearon los acuerdos con Estados Unidos de 1953 y los
presentaron como un triunfo más del Caudillo. Aliado de la mayor potencia
militar del mundo, nada más y nada menos, aunque España fuera un aliado de
segunda fila y a base de ceder una parte importante de su soberanía.
El pacto con Estados Unidos se cerró prácticamente al mismo
tiempo que el nuevo Concordato con la Santa Sede. En los años que siguieron a
la Guerra Civil, la Iglesia católica española ya había recuperado la mayoría de
sus privilegios institucionales. Catorce años después del final oficial de la
Cruzada, un nuevo Concordato reafirmaba la confesionalidad del Estado,
proclamaba formalmente la unidad católica y reconocía a Franco el derecho de
presentación de obispos. Franco presentaba seis nombres al Papa para cubrir las
sedes vacantes y finalmente designaba a uno entre los tres que seleccionaba el
Pontífice, lo cual garantizaba en la práctica que esa Iglesia que había salido
de la cruzada victoriosa mantuviera su fidelidad al “Caudillo por la gracia de
Dios”.
De los numerosos privilegios y poderes que el Concordato
otorgó a la Iglesia española destacaba la provisión por el Estado de las
necesidades económicas del clero y la obligatoriedad de que en todos los
centros docentes, estatales o no, la enseñanza se ajustara “a los principios
del dogma y de la moral de la Iglesia católica”.
La propaganda de la dictadura lo contempló como un triunfo
tanto para la Iglesia como para el Estado porque, en palabras del propio
Franco, no cabía “en una nación eminentemente católica como la nuestra, un
régimen de separación entre la Iglesia y el Estado, como propugnaban los
sistemas liberales”. La sumisa identificación de la Iglesia católica con Franco
alcanzó en ese momento su cenit. El papa Pío XII le concedió poco después la
Orden Suprema de Cristo, la Universidad de Salamanca le dio el título de doctor
honoris causa en Derecho Canónico y los obispos españoles reprodujeron las loas
y adhesiones incondicionales que habían iniciado con la Guerra Civil.
Una de las grandes ventajas con la que contó la dictadura de
Franco en el escenario internacional, a partir de comienzos de los años
cincuenta, es que el comunismo sustituyera al fascismo como enemigo de las
democracias. El régimen de Franco, que cultivó el anticomunismo como ningún
otro, apareció más atractivo a los ojos occidentales. Tras más de una década de
miseria económica, a la dictadura se le ofreció su reinserción en el sistema
capitalista occidental. Porque España constituía en esos años un campo
perfectamente abonado para la penetración del capital extranjero. Con una clase
obrera sometida y con una población mantenida bajo constante vigilancia
política por Falange y por las fuerzas represivas, no resulta tan sorprendente
que la economía española, estimulada por los créditos norteamericanos y por la
fuerte expansión de la economía europea, comenzara a despegar de nuevo y
alcanzara cotas de crecimiento hasta entonces desconocidas.
La España de los últimos quince años de la dictadura vivió
entre la tradición y la modernidad. Hay una España miserable y primitiva, de
hambruna y pobreza, que desaparece, aunque no del todo, captada en las imágenes
de fotógrafos y cineastas y en las narraciones literarias. Y hay otra moderna,
que nace, aunque no puede dominar todavía y matar a la vieja. Esa tensión entre
la tradición y la modernidad preside tanto el cine de Carlos Saura, en La caza
(1965) por ejemplo, como el de Luis Buñuel en Viridiana (1961) o el de Luis
García-Berlanga en El verdugo (1964).
En todo caso, en aquellos años de desarrollo y crecimiento
económico, la modernidad nunca pudo tragarse la historia, el pasado violento,
que salía una y otra vez a través de los recuerdos, la represión y los lugares
de memoria. El mismo año en que se aprobó el Plan de Estabilización, el gran
giro de la política económica del franquismo, fue inaugurado el Valle de los
Caídos, el monumento que consagró para siempre, veinte años después del final
de la Guerra Civil, la memoria de los vencedores, “el panteón glorioso de los
héroes”, como lo llamaba fray Justo Pérez de Urbel, catedrático de Historia en
la Universidad de Madrid, apologista de la Cruzada y de Franco, y primer abad
mitrado de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.
Franco, desde finales de los años sesenta, había comenzado ya
a mostrar claros síntomas de envejecimiento, agravados por la enfermedad de
Parkinson y muy visibles en su temblor de manos, rigidez facial y
debilitamiento de su tono de voz. Así era Franco en mis últimos años de
adolescencia, cuando comencé, con mis amigos de entonces, a ser antifranquista.
Ese es el Franco que nosotros conocimos, viejo y poca cosa físicamente. Pero él
y su policía daban mucho miedo.
Recuerdo los conflictos, que se extendieron por todas las
grandes ciudades y se radicalizaban por la intervención represiva de los
cuerpos policiales, cuyos disparos dejaban a menudo muertos y heridos en las
huelgas y manifestaciones. La violencia policial llegaba también a las
Universidades, donde crecían las protestas y se multiplicaban las minúsculas
organizaciones de extrema izquierda (a las que nos adherimos, con ese miedo que
da la clandestinidad, lejos de la heroicidad). La respuesta de las autoridades
franquistas, con Carrero Blanco a la cabeza, fue siempre mano dura, represión y
una confianza inquebrantable en las fuerzas armadas para controlar la
situación.
Recuerdo el día que ETA asesinó a Carrero Blanco, en una
mañana fría, previa a las vacaciones de Navidad (yo estudiaba entonces COU). Y
recuerdo cómo, con Arias Navarro, todo se volvió más duro y represivo, con
garrote vil para Puig Antich, ETA matando, con el búnker y la ultraderecha
envalentonados. Y los cinco fusilamientos del 27 de septiembre de 1975, la voz
débil y temblorosa de Franco, unos días después, en su 1 de octubre, día del
Caudillo, en la plaza de Oriente abarrotada con gente llevada de toda España
con autobuses y muchos bocadillos.
Hacía entonces justamente 39 años que Franco había sido
elevado a la Jefatura del Estado por sus compañeros de armas. Dos meses después
de que ordenara esas ejecuciones, el dictador dio su último suspiro. A las diez
de la mañana del 20 de noviembre, unas horas más tarde de que se anunciara
oficialmente su muerte, Arias Navarro leyó en público su testamento político,
el testamento de un “hijo fiel de la Iglesia” que sólo había tenido por
enemigos “aquellos que lo fueron de España”. Su legado no es fácil resumirlo y
es objeto de debate entre los historiadores y público en general. Buscó y consiguió
la aniquilación de sus enemigos, que, si eran los de España, fueron en verdad
muchos. Gobernó con el terror y la represión, pero también tuvo un importante
apoyo social, muy activo por parte de los muchos que se beneficiaron de su
victoria en la Guerra Civil, y más pasivo de quienes cayeron en la apatía por
el miedo o de quienes le agradecieron la mejora del nivel de vida de sus
últimos quince años en el poder.
Cuando murió, su dictadura se desmoronaba. La desbandada de
los llamados reformistas o “aperturistas” en busca de una nueva identidad
política era ya general. Muchos franquista de siempre, poderosos o no, se
convirtieron de la noche a la mañana en demócratas de toda la vida. La mayoría
de las encuestas realizadas en los últimos años de la dictadura mostraban un
creciente apoyo a la democracia, aunque nada iba a ser fácil después de la
dosis de autoritarismo que había impregnado la sociedad española durante tanto
tiempo. Era improbable que el franquismo continuara sin Franco, pero Arias
Navarro y su Gobierno mantenían intacto el aparato represivo y tenían a su
disposición ese ejército salido de la guerra, educado en la dictadura y fiel a
Franco.
La represión
Julián Casanova
Franco lo repetía una y otra vez, en la guerra, en su
dictadura, hasta la muerte: los republicanos eran los responsables de todos los
desastres y crímenes que habían ocurrido en España desde 1931. Y tenían que
pagar. El supuesto sufrimiento colectivo dejaba paso al castigo de solo una
parte. Y lo recordaba con el lenguaje religioso que le sirvió en bandeja la
Iglesia católica: “No es un capricho el sufrimiento de una nación en un punto
de su historia; es el castigo espiritual, castigo que Dios impone a una vida
torcida, a una historia no limpia”.
El mismo día de la “liberación” de la capital, Leopoldo Eijo
y Garay, obispo de la diócesis de Madrid, publicó su pastoral “La hora
presente”:
“A la sombra de la
bendita gualda y rojo, que nos legaron nuestros padres, y al amparo de nuestros
heroicos soldados y milicias voluntarias, gozad ya de la paz, que, con tantos
anhelos, con tantas vivas ansias, os hemos deseado y hemos pedido a Dios por
vosotros”.
La guerra había sido
necesaria e inevitable porque “por los caminos ordinarios” España ya no podía
salvarse y “la hora presente” era, no más ni menos, en todo el mundo, pero
“singularmente” en España, “la hora de la liquidación de cuentas de la
humanidad con la filosofía política de la Revolución Francesa”. Nada más y nada
menos.
Pero más allá de las apariencias, de la retórica y de las ceremonias,
había que eliminar de forma violenta, sin concesiones al perdón o a la
reconciliación, a la antiEspaña, a quienes vivieron en ella y a sus símbolos e
ideas. En eso consistió toda la posguerra, en políticas de expolio y de
castigo.
Al menos 50.000 personas fueron ejecutadas en la década
posterior al final de la guerra, la mayoría de ellas en las últimas provincias
conquistadas por el ejército de Franco.
La dictadura de Franco, salida de la Guerra Civil y
consolidada en los años de la Segunda Guerra Mundial, situó a España en la
misma senda de muerte y crimen seguida por la mayoría de los países de Europa.
Se necesitaban personas que planificaran esa violencia e intelectuales,
políticos y clérigos que la justificaran. En realidad, la larga posguerra
española anticipó algunas de las purgas y castigos que iban a vivirse en otros
sitios después de 1945. La destrucción del contrario en la guerra dio paso a la
centralización y el control de la violencia por parte de la autoridad militar,
un terror institucionalizado y amparado por las leyes del nuevo Estado. Esa
cultura política de la violencia, de la división entre vencedores y vencidos,
“patriotas y traidores”, “nacionales y rojos”, se impuso en la sociedad
española al menos durante dos décadas después del final de la Guerra Civil.
La paz de Franco, que mantuvo el estado de guerra hasta abril
de 1948, transformó la sociedad, destruyó familias enteras, rompiendo las
básicas redes de solidaridad social, e impregnó la vida diaria de miedo, de
prácticas coercitivas y de castigo. La amenaza de ser perseguido, humillado, la
necesidad de disponer de avales y buenos informes para sobrevivir, podía
alcanzar a cualquiera que no acreditara una adhesión inquebrantable al
Movimiento o un pasado limpio de pecado republicano.
Toda esa maquinaria de terror organizado desde arriba
requería, sin embargo, una amplia participación “popular”, de informantes,
denunciantes, delatores, entre los que no sólo se encontraban los beneficiarios
naturales de la victoria, la Iglesia, los militares, la Falange y la derecha de
siempre. La purga era, por supuesto, tanto social como política y los poderosos
de la comunidad, la gente de orden, las autoridades, aprovecharon la
oportunidad para deshacerse de los “indeseables”, “animales” y revoltosos. Pero
lo que esa minoría quería lo aprobaban muchos más, que veían políticamente
necesario el castigo de sus vecinos, a quienes acusaban o no defendían si otros
los acusaban.
Sin esa participación ciudadana, el terror hubiera quedado
reducido a fuerza y coerción. Pasados los años más sangrientos, lo que se
manifestó en realidad fue un sistema policial y de autovigilancia donde nada
invitaba a la desobediencia y menos aún a la oposición y a la resistencia.
Y así aguantaron cuarenta años, administrando las rentas de
esa inversión duradera que fue la represión, con leyes que mantuvieron los
órganos jurisdiccionales especiales durante toda la dictadura, con un ejército
que, unido en torno a Franco, no presentaba fisuras, con la máscara que la
Iglesia le proporcionó al Caudillo como refugio de su tiranía y crueldad y con
el apoyo de amplios sectores sociales, desde los terratenientes e industriales
a los propietarios rurales más pobres. Como antes he dicho, después llegarían
los grandes desafíos generados por los cambios socioeconómicos y la
racionalización del Estado y de la Administración, pero el aparato del poder
político de la dictadura se mantuvo intacto, garantizados el orden y la unidad.
Como había previsto Carrero Blanco.
Justo Serna
Cuando muere Francisco Franco, numerosos medios de
comunicación publican ediciones especiales dando la noticia y haciendo recuento
y predicciones. La prudencia analítica y crítica es obvia, nada está dado ni
ganado. Entre ciertos sectores, entre sectores fundamentales, también es
obligado el agradecimiento. Ése es el caso de la derecha monárquica: las
ambivalencias parecen inevitables. En primer lugar, por las deudas contraídas
con el Régimen, la anuencia y la genuflexión que duraron décadas. En segundo
término, por lo que la propia dinastía de los Borbones se jugaba. Si ahora
releemos el editorial que ABC dedicó al acontecimiento y a la figura de Franco,
la retórica es campanuda y evita toda referencia a la represión, a la
persecución, a la censura. El panegírico es pomposo y los ditirambos llegan a
extremos inverosímiles. No estábamos en 1939; estábamos en 1975. Permíteme,
Julián, reproducir algún párrafo porque creo que cierra muy bien esta
conversación entre historiadores. De hecho, el propio diario apela al final a los
historiadores. Dice ABC:
“A nosotros, en el día
de hoy, apenas nos es posible ofrecer otra cosa que un pobre resumen de una
casi increíble saga. Sin que el protagonista se lo propusiera, lindó con lo
legendario; sin que ninguno de sus signos exteriores lo anunciara, se acercó a
la fábula. Trató siempre de dar impresiones de sencillez, pero sus actos le han
definido como un ser extremadamente complejo; se comportó como si ninguna
ambición le espoleara el ánimo, pero fue a desembocar en una de las más grandes
y concluyentes concentraciones de poder personal que registra la Historia de
los dos últimos siglos: “Nunca me movió la ambición de mando”, dijo él mismo en
uno de sus discursos, y no se recuerda que desde Felipe II mandara nadie en
España tan amplia y terminantemente como él mandó. La vida se le convirtió en
dramática novela, siendo él de traza muy poco novelesca. Su carrera de las
Armas tuvo mucho de poema épico, aunque él no buscara nunca para sí mismo
expresiones y proyecciones poemáticas. Todo lo que le aconteció parecía darse
como por arte y fuerza de una extraña preordenación; por el influjo de una
estrella propicia, hubiera dicho un astrólogo. Los historiadores deberán
averiguar para las generaciones venideras, si la externa sencillez del carácter
de Franco escondió o no una enorme vocación para la Jefatura, el Caudillaje, la
Rectoría y el Regimiento; si, en suma, bajo la visible traza de Francisco
Franco se escondían otras realidades invisibles, cuyo conocimiento exacto
explicaría cuanto los españoles de esta generación hemos pretendido saber, sin
haberlo conseguido jamás sino de modo muy inseguro y muy parcial”.