La
destrucción de la plaza de toros de Badajoz
"Bien
pensado, el palacio de congresos se podía haber hecho en otro lugar. La plaza
de toros debió restaurarse parcialmente, dedicando espacios a la historia y la
memoria y dejando el resto para fines culturales"
"Ahí
podía haber ido el gran archivo nacional sobre el golpe militar, la represión y
la guerra civil, cuya creación fue una de las reivindicaciones del movimiento
pro memoria y que la investigación histórica tanto hubiese agradecido"
Francisco
Espinosa Maestre
eldiario.es Extremadura,12/08/2017
El primer
deber de la democracia es la memoria
Pierre Vidal-Naquet, historiador
Han pasado
ya casi dos décadas desde que tuvo lugar el gravísimo atentado arquitectónico e
histórico contra la plaza de toros de Badajoz. Arquitectónico por tratarse de
una plaza enclavada en el sistema defensivo de la ciudad e histórico por haber
sido escenario de un hecho clave y simbólico a las pocas semanas de producirse
el golpe militar de 18 de julio de 1936.
Tal
despropósito se justificó en su momento en que prácticamente ya no había nada
dentro, solo ruina. Pero basta revisar viejos documentales accesibles por
Internet para saber que dicha afirmación es falsa.
Aquel
lugar, uno de los símbolos más reconocidos, dentro y fuera de nuestro país, de
la resistencia democrática y del terror fascista fue sustituido por un palacio
de congresos de esos que abundan en España con o sin sentido (solo en Extremadura
hay cinco).
Podría
haber sido construido en cualquier otro lugar de la ciudad pero alguien decidió
que debía estar precisamente ahí. El presupuesto oficial fue de mil quinientos
millones de pesetas, generosamente proporcionados por los fondos europeos, pero
en realidad debió costar costó bastante más.
El
responsable de tal hecho fue Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Esta decisión
personal tiene relación sin duda, como luego veremos, con su visión de la
“guerra civil”. El entonces presidente de la Junta de Extremadura Rodríguez
Ibarra no contempló en ningún momento la permanencia de aquel monumento.
El supuesto
mal estado de conservación era una excusa. Se trataba de un edificio catalogado
y con protección estructural del que el mismo Luis Pla, que llegó a hacer una
propuesta sobre su conservación y uso, reconocía que había sufrido durante años
intervenciones diversas no solo desafortunadas sino ilegales. Nadie sabía qué
hacer con él. Ni el PSOE en los doce años en que controló tanto la alcaldía de
la ciudad como la presidencia de la Junta (1983-1995) ni, por supuesto, el PP,
que aún mantiene la alcaldía desde entonces.
O sea que
la responsabilidad del estado en que llegó la plaza a 1998, cuando Rodríguez
Ibarra decidió su final, fue consecuencia tanto del abandono en que estuvo
desde que se dejó a su suerte en plena dictadura al construirse otra en 1967
como de la actitud del PSOE en esos años en que pudo hacer algo. ¿Imaginan lo
que debió pasar por la cabeza del alcalde Celdrán cuando Rodríguez Ibarra le
comunicó su idea? Lo que la derecha pacense no se había atrevido a hacer en
décadas ahora venía de la mano del primer dirigente regional del PSOE, el
partido más afectado por las matanzas fascistas. Cabe preguntarse si existe
relación alguna entre el PSOE de entonces y el de ahora aparte de la
coincidencia de siglas.
Todo parece
indicar que la plaza fue destruida por una cuestión ideológica: se trataba
simplemente de un símbolo que había que arrasar, de un elemento negativo que
convenía que desapareciera de la ciudad, llevándose de paso consigo los
recuerdos que concitaba. Al presidente Ibarra no le gustaba ver aquello allí y,
teniendo por base su idea de lo que era la superación del pasado y la
reconciliación, y sintiéndose el intérprete de todos los extremeños y de todos
los españoles, decidió su destrucción.
La plaza de
toros era un lugar de memoria de similar importancia a la de otros que se
conservan en Europa y que por supuesto nadie osaría destruir. Sin embargo,
frente a la frase de Vidal-Naquet que encabeza el texto, la cúpula del PSOE
decidió que el primer deber de la democracia era el olvido, lo cual encontró su
mejor exposición en Felipe González cuando dijo aquello de “Nosotros decidimos
no mirar atrás”. A Rodríguez Ibarra le estorbaba la plaza de toros porque probablemente
le estorbaba el pasado. Hacían falta todo tipo de votos y el compromiso con el
pasado podía restar muchos.
No hablamos
de una decisión de los primeros años ochenta, cuando aún resonaba la intentona
de febrero de 1981, sino de 1998, tras dos décadas de democracia y cuando ya se
ha producido el turno político del PSOE al PP. ¿Tuvo relación la decisión de
Rodríguez Ibarra con la salida del poder del PSOE en 1996 tras una legislatura
desastrosa? ¿Quiso con ello tranquilizar y agradar a las derechas pacenses
tomando una decisión que aquellas sin duda verían con agrado?
Pese a la
gravedad de la decisión tomada por Rodríguez Ibarra nadie dijo nada. El
silencio fue casi absoluto. Hasta donde yo sé solo hubo tres voces críticas. La
de IU recogiendo firmas para frenar aquel despropósito; un cartel con el que
amaneció la ciudad el 14 de agosto de 2002, y la introducción que hice para mi
libro La columna de la muerte en 2003. Cuando se tuvo noticia de lo que iban a
hacer con la plaza, IU, que solía colocar allí flores todos los 14 de agosto,
decidió recoger firmas para salvarla.
Asimismo
mostraron imágenes del estado en que estaban las zonas interiores de la plaza
de toros cuando decidieron tirarla, de las bóvedas de cañón y de los toriles.
También se apreciaban impactos de disparos. Lo que la plaza sufría eran treinta
años de abandono y saqueo. Los herrajes
de forja de los palcos superiores, algunos de los cuales pasaron a manos
privadas, se encontraban en almacenes municipales. El monumento se pudo haber
restaurado pero simplemente no se quiso.
Una vez
construido el palacio, ante las críticas y por iniciativa del propio arquitecto
del proyecto José Selgas, se intentó corregir el hecho de que no se aludiera en
modo alguno a lo que allí hubo con una plaquita y con eso que hay fuera, obra
de Blanca Muñoz, y cuyo significado verán todos los que estén allí a las dos de
la tarde de los días 14 al 17 de agosto de cada año. Una hora y una fecha ideal
en Badajoz para asistir al milagro astronómico de la galaxia espiral. El nombre
de la obra es por lo visto “Eclíptica II” y constituye sin duda un broche final
adecuado al plan de Rodríguez Ibarra.
El cartel,
con formato taurino, constituía una dura crítica a la destrucción de la plaza
de toros. Ninguna imprenta de Badajoz quiso hacerlo, razón por la que hubo que
llevarlo a la vecina Elvas (Portugal). Podemos imaginar dos razones para tal
negativa: por la ideología del responsable de la imprenta o por temer las
consecuencias.
Además se
intentó que nadie lo viera, para lo cual madrugadoras manos arrancaron los
carteles desde que se tuvo noticia de su existencia, aunque no obstante
quedaron algunos que despertaron la curiosidad de los vecinos. El cartel,
firmado por Mercenarios de la Idea, pretendía traer a la memoria de la gente
los nombres de los protagonistas y consentidores de la matanza: nacionales,
locales, militares, civiles y eclesiásticos, y lo hacía en el formato que mejor
le iba al asunto: en el de un cartel de toros.
Por otra
parte, mi introducción a La columna de la muerte sentó fatal, máxime cuando la
Junta decidió poco antes adquirir un importante número de ejemplares (una
quinta parte de la edición) por tratarse de la primera investigación en la que
salían a la luz los nombres de miles de personas represaliadas y una relación
detallada de lo ocurrido entre el triunfo del golpe en Sevilla y la llegada de
las columnas facciosas a Mérida y Badajoz.
Cuando la
editorial les envió la copia yo aún no había concluido la introducción. Y sentó
mal porque en dicha introducción se hacia una crítica fundamentada de la
destrucción de un símbolo tan importante como ese y de la absurda decisión de
colocar en su lugar un palacio de congresos. Había que proteger la decisión de
Rodríguez Ibarra y evitar toda crítica y, como es lógico, aquello tuvo sus
consecuencias. De entrada, anularon la presentación en la que intervenían Justo
Vila, Francisco Muñoz y Francisco Fuentes y ni siquiera asistieron al acto
celebrado en la feria del libro. Y todo ello porque en un libro de más de quinientas
páginas había cinco en las que se criticaba una decisión del líder. Lo que no
pudieron evitar es que el libro haya tenido seis ediciones en trece años, la
última hace unos meses.
Se aludió
antes a la visión de la “guerra civil” de Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Lo
primero que hay que decir es que nunca le gustó eso de la “memoria histórica”,
prueba de ello es el control que en todo momento ejerció la Junta sobre la
asociación de memoria histórica. Memoria sí, decían, pero “hasta su justo
límite”. Ibarra decía que quería comprender “a muchos que estuvieron en el
bando ganador”, pensaba que en “ambos bandos” hubo buenos y malos y que la
guerra la perdieron todos.
Para Ibarra
“el soldado español” merece respecto estuviera donde estuviera. Una de las ideas
que más ha repetido es esa que dice que muchos soldados al servicio de Franco
fueron sufridores de la guerra que ganaron. Sé lo que quiere decir pero yo, por
mi parte, procedente de una de esas familias, me pregunto qué hubieran pensado
de esto los republicanos sufridores de la guerra que perdieron.
En fin, qué
duro debió ser ganar. Naturalmente a una persona que piense así le sobra lo que
recuerde que todo empezó por un salvaje golpe militar, que los golpistas no
fueron bien recibidos en ninguna localidad del suroeste y que Badajoz cayó tras
una lucha feroz y fue sometida a un durísimo castigo cuya máxima expresión fue
lo ocurrido en la plaza de toros.
Ibarra,
además de respetar a los que lucharon en ambos bandos, ha insistido en el
desprecio hacia los asesinos de retaguardia. Parece ignorar la debilidad de la
línea que en una guerra separa al soldado del asesino. Y no digamos ya si se
trata del enfrentamiento surgido a consecuencia de un golpe militar... ¿Cómo
considerará Ibarra a los soldados que en Sancha Brava estuvieron durante años,
noche a noche y por riguroso sorteo, asesinando a cientos de personas,
incluyendo a sus propios vecinos? ¿Y a los que subieron con las columnas hacia
Madrid sin dejar con vida a ningún prisionero de los que iban haciendo en el
recorrido? ¿Y a los que perpetraron matanzas sobre la población civil en los
pueblos cercanos a Madrid en los días previos al gran desastre del 7 de
noviembre? Todos cumplían órdenes… asesinas. Se olvida a aquellos soldados que
no pudiendo soportar aquella vida se pasaron a zona republicana.
Las palabras
de Ibarra están llenas de relativismo moral sobre lo que él denomina los dos
bandos. Claro que hubo asesinos en ambas zonas, pero de lo que se trata es de
dejar claro es que el bando franquista era en sí una facción criminal. Y claro
que ahí hubo gente simplemente porque les tocó, pero esto no les exime de su
responsabilidad por más que en un juicio no hubieran sido ellos los que pasasen
por el banquillo.
Se mire
como se mire, nunca será lo mismo luchar al servicio de una banda asesina que
al del gobierno legal que se defiende de un brutal golpe militar. Aunque la
versión que se impuso fue la de los vencedores, sus protagonistas callaron y,
salvo excepción, nunca hablaron de aquellos hechos. Rodríguez Ibarra olvida que
ese pacto de sangre inicial constituyó la argamasa sobre la que se edificó la
dictadura y fue su más firme aliado; también la causa de que la dictadura
durase tanto y de que antes de la Constitución se aprobase la Ley de Amnistía,
que borraba los crímenes de los franquistas; la izquierda ya había dispuesto de
cuarenta años para penar por los suyos. Se trataba simplemente de una pionera
ley de impunidad.
¿Qué
consecuencias tuvo la decisión de Rodríguez Ibarra sobre la plaza? La
imposición por la fuerza del plan de Ibarra acarreó el silencio de muchos sobre
este asunto. El PSOE quedó tocado, como se vería más tarde. No me cabe duda de
que en dicho partido hubo quienes no estuvieron de acuerdo con la destrucción
de la plaza de toros, pero optaron por callar. Estando aún Rodríguez Ibarra en
el poder no resultaba aconsejable poner en duda sus decisiones. En política ya
se sabe que todo pende de un fino hilo. Este silencio se mantuvo y aún no se ha
roto.
En 2009 el
Ayuntamiento de Badajoz decidió levantar un gran muro tapando todo un lateral del
cementerio de San Juan. Los tiempos ya eran otros. El palacio de congresos se
inauguró por fin en 2006, el PSOE de Rodríguez Zapatero se había comprometido a
poner en marcha una ley de memoria y Rodríguez Ibarra dejó finalmente la
presidencia de la Junta de Extremadura en 2007, tras veinticuatro años en el
poder.
La excusa
que dio el PP para ocultar el muro inmortalizado por la cámara de René Brut fue
el mismo que se dio en 1998 con la plaza: su mal estado de conservación. Pero
la realidad era otra: proyectos inmobiliarios aconsejaban levantar un enorme
muro que ocultara el cementerio y, ya de paso, que tapara el lienzo de pared
que evocaba las perturbadoras imágenes de los militares leales asesinados tras
la ocupación de la ciudad.
Por
iniciativa de la ARMHEX numerosas personas se pronunciaron en contra de lo que
se quería hacer en el cementerio. Las relacionadas con el PSOE lo tuvieron
complicado, ya que después de la decisión de 1998 no podían decir nada.
El PP
incluso se permitió, en medio de un bochornoso espectáculo, eliminar del
callejero la calle dedicada en los años ochenta a la diputada socialista por
Badajoz Margarita Nelken. Incluso lo intentaron con el último alcalde
republicano Sinforiano Madroñero y tuvieron
el cinismo de proponer que dicha avenida pasase a denominarse Juan
Carlos Rodríguez Ibarra, a lo que este, con buen sentido, se negó.
La
destrucción de la plaza de toros silenció al PSOE y envalentonó al PP, que pudo
gritar a los cuatros vientos que se trató de una decisión de Rodríguez Ibarra.
Por otra parte el PSOE no recuerda o parece tener borroso las iniciativas
contrarias que hubo en contra de la destrucción de la plaza. Sin embargo, tiene
que llegar el momento en que muchos socialistas de base recuerden e incluso
manifiesten que aquello estuvo mal y que la plaza debió respetarse.
Bien
pensado, el palacio se podía haber hecho en otro lugar. La plaza de toros debió
restaurarse parcialmente, dedicando espacios a la historia y la memoria y
dejando el resto para fines culturales. Incluso un espacio al aire libre, como
planteaba el proyecto de Luis Pla.
Ahí podía
haber ido el gran archivo nacional sobre el golpe militar, la represión y la
guerra civil, cuya creación fue una de las reivindicaciones del movimiento pro
memoria y que la investigación histórica tanto hubiese agradecido. Una base de
datos hubiera facilitado la búsqueda de personas dándose posibilidad a los
visitantes de aportar información así como documentos, memorias y objetos de
todo tipo. La educación y el respeto a los derechos humanos estarían en la base
de todo el proyecto y al servicio de la memoria democrática. Desde luego
hubiera costado mucho menos tiempo y dinero. El monumento resultante no tendría
menos uso que el actual y se habría respetado el patrimonio y la historia de la
ciudad. Y, sobre todo, se habría hecho un homenaje perpetuo a todas las
personas allí asesinadas y se hubiera conservado un lugar de memoria relevante
a nivel europeo.
No sabemos
aún cómo pasará a la historia la etapa de Juan Carlos Rodríguez Ibarra al
frente de la Junta de Extremadura. Lo único que me atrevería a decir es que
desde luego en su haber no estará jamás la decisión de destruir la plaza de
toros de Badajoz, cuyo recuerdo desaparecerá totalmente en poco tiempo.