martes, 15 de agosto de 2017

"La destrucción de la plaza de toros de Badajoz", por Francisco Espinosa Maestre




La destrucción de la plaza de toros de Badajoz

"Bien pensado, el palacio de congresos se podía haber hecho en otro lugar. La plaza de toros debió restaurarse parcialmente, dedicando espacios a la historia y la memoria y dejando el resto para fines culturales"
"Ahí podía haber ido el gran archivo nacional sobre el golpe militar, la represión y la guerra civil, cuya creación fue una de las reivindicaciones del movimiento pro memoria y que la investigación histórica tanto hubiese agradecido"

Francisco Espinosa Maestre
eldiario.es Extremadura,12/08/2017


El primer deber de la democracia es la memoria                                                                            
Pierre Vidal-Naquet, historiador


Han pasado ya casi dos décadas desde que tuvo lugar el gravísimo atentado arquitectónico e histórico contra la plaza de toros de Badajoz. Arquitectónico por tratarse de una plaza enclavada en el sistema defensivo de la ciudad e histórico por haber sido escenario de un hecho clave y simbólico a las pocas semanas de producirse el golpe militar de 18 de julio de 1936.

Tal despropósito se justificó en su momento en que prácticamente ya no había nada dentro, solo ruina. Pero basta revisar viejos documentales accesibles por Internet para saber que dicha afirmación es falsa.

Aquel lugar, uno de los símbolos más reconocidos, dentro y fuera de nuestro país, de la resistencia democrática y del terror fascista fue sustituido por un palacio de congresos de esos que abundan en España con o sin sentido (solo en Extremadura hay cinco).

Podría haber sido construido en cualquier otro lugar de la ciudad pero alguien decidió que debía estar precisamente ahí. El presupuesto oficial fue de mil quinientos millones de pesetas, generosamente proporcionados por los fondos europeos, pero en realidad debió costar costó bastante más.

El responsable de tal hecho fue Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Esta decisión personal tiene relación sin duda, como luego veremos, con su visión de la “guerra civil”. El entonces presidente de la Junta de Extremadura Rodríguez Ibarra no contempló en ningún momento la permanencia de aquel monumento.

El supuesto mal estado de conservación era una excusa. Se trataba de un edificio catalogado y con protección estructural del que el mismo Luis Pla, que llegó a hacer una propuesta sobre su conservación y uso, reconocía que había sufrido durante años intervenciones diversas no solo desafortunadas sino ilegales. Nadie sabía qué hacer con él. Ni el PSOE en los doce años en que controló tanto la alcaldía de la ciudad como la presidencia de la Junta (1983-1995) ni, por supuesto, el PP, que aún mantiene la alcaldía desde entonces.

O sea que la responsabilidad del estado en que llegó la plaza a 1998, cuando Rodríguez Ibarra decidió su final, fue consecuencia tanto del abandono en que estuvo desde que se dejó a su suerte en plena dictadura al construirse otra en 1967 como de la actitud del PSOE en esos años en que pudo hacer algo. ¿Imaginan lo que debió pasar por la cabeza del alcalde Celdrán cuando Rodríguez Ibarra le comunicó su idea? Lo que la derecha pacense no se había atrevido a hacer en décadas ahora venía de la mano del primer dirigente regional del PSOE, el partido más afectado por las matanzas fascistas. Cabe preguntarse si existe relación alguna entre el PSOE de entonces y el de ahora aparte de la coincidencia de siglas.

Todo parece indicar que la plaza fue destruida por una cuestión ideológica: se trataba simplemente de un símbolo que había que arrasar, de un elemento negativo que convenía que desapareciera de la ciudad, llevándose de paso consigo los recuerdos que concitaba. Al presidente Ibarra no le gustaba ver aquello allí y, teniendo por base su idea de lo que era la superación del pasado y la reconciliación, y sintiéndose el intérprete de todos los extremeños y de todos los españoles, decidió su destrucción.

La plaza de toros era un lugar de memoria de similar importancia a la de otros que se conservan en Europa y que por supuesto nadie osaría destruir. Sin embargo, frente a la frase de Vidal-Naquet que encabeza el texto, la cúpula del PSOE decidió que el primer deber de la democracia era el olvido, lo cual encontró su mejor exposición en Felipe González cuando dijo aquello de “Nosotros decidimos no mirar atrás”. A Rodríguez Ibarra le estorbaba la plaza de toros porque probablemente le estorbaba el pasado. Hacían falta todo tipo de votos y el compromiso con el pasado podía restar muchos.

No hablamos de una decisión de los primeros años ochenta, cuando aún resonaba la intentona de febrero de 1981, sino de 1998, tras dos décadas de democracia y cuando ya se ha producido el turno político del PSOE al PP. ¿Tuvo relación la decisión de Rodríguez Ibarra con la salida del poder del PSOE en 1996 tras una legislatura desastrosa? ¿Quiso con ello tranquilizar y agradar a las derechas pacenses tomando una decisión que aquellas sin duda verían con agrado?

Pese a la gravedad de la decisión tomada por Rodríguez Ibarra nadie dijo nada. El silencio fue casi absoluto. Hasta donde yo sé solo hubo tres voces críticas. La de IU recogiendo firmas para frenar aquel despropósito; un cartel con el que amaneció la ciudad el 14 de agosto de 2002, y la introducción que hice para mi libro La columna de la muerte en 2003. Cuando se tuvo noticia de lo que iban a hacer con la plaza, IU, que solía colocar allí flores todos los 14 de agosto, decidió recoger firmas para salvarla.

Asimismo mostraron imágenes del estado en que estaban las zonas interiores de la plaza de toros cuando decidieron tirarla, de las bóvedas de cañón y de los toriles. También se apreciaban impactos de disparos. Lo que la plaza sufría eran treinta años de abandono y  saqueo. Los herrajes de forja de los palcos superiores, algunos de los cuales pasaron a manos privadas, se encontraban en almacenes municipales. El monumento se pudo haber restaurado pero simplemente no se quiso.

Una vez construido el palacio, ante las críticas y por iniciativa del propio arquitecto del proyecto José Selgas, se intentó corregir el hecho de que no se aludiera en modo alguno a lo que allí hubo con una plaquita y con eso que hay fuera, obra de Blanca Muñoz, y cuyo significado verán todos los que estén allí a las dos de la tarde de los días 14 al 17 de agosto de cada año. Una hora y una fecha ideal en Badajoz para asistir al milagro astronómico de la galaxia espiral. El nombre de la obra es por lo visto “Eclíptica II” y constituye sin duda un broche final adecuado al plan de Rodríguez Ibarra. 

El cartel, con formato taurino, constituía una dura crítica a la destrucción de la plaza de toros. Ninguna imprenta de Badajoz quiso hacerlo, razón por la que hubo que llevarlo a la vecina Elvas (Portugal). Podemos imaginar dos razones para tal negativa: por la ideología del responsable de la imprenta o por temer las consecuencias.

Además se intentó que nadie lo viera, para lo cual madrugadoras manos arrancaron los carteles desde que se tuvo noticia de su existencia, aunque no obstante quedaron algunos que despertaron la curiosidad de los vecinos. El cartel, firmado por Mercenarios de la Idea, pretendía traer a la memoria de la gente los nombres de los protagonistas y consentidores de la matanza: nacionales, locales, militares, civiles y eclesiásticos, y lo hacía en el formato que mejor le iba al asunto: en el de un cartel de toros.

Por otra parte, mi introducción a La columna de la muerte sentó fatal, máxime cuando la Junta decidió poco antes adquirir un importante número de ejemplares (una quinta parte de la edición) por tratarse de la primera investigación en la que salían a la luz los nombres de miles de personas represaliadas y una relación detallada de lo ocurrido entre el triunfo del golpe en Sevilla y la llegada de las columnas facciosas a Mérida y Badajoz.

Cuando la editorial les envió la copia yo aún no había concluido la introducción. Y sentó mal porque en dicha introducción se hacia una crítica fundamentada de la destrucción de un símbolo tan importante como ese y de la absurda decisión de colocar en su lugar un palacio de congresos. Había que proteger la decisión de Rodríguez Ibarra y evitar toda crítica y, como es lógico, aquello tuvo sus consecuencias. De entrada, anularon la presentación en la que intervenían Justo Vila, Francisco Muñoz y Francisco Fuentes y ni siquiera asistieron al acto celebrado en la feria del libro. Y todo ello porque en un libro de más de quinientas páginas había cinco en las que se criticaba una decisión del líder. Lo que no pudieron evitar es que el libro haya tenido seis ediciones en trece años, la última hace unos meses.

Se aludió antes a la visión de la “guerra civil” de Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Lo primero que hay que decir es que nunca le gustó eso de la “memoria histórica”, prueba de ello es el control que en todo momento ejerció la Junta sobre la asociación de memoria histórica. Memoria sí, decían, pero “hasta su justo límite”. Ibarra decía que quería comprender “a muchos que estuvieron en el bando ganador”, pensaba que en “ambos bandos” hubo buenos y malos y que la guerra la perdieron todos.

Para Ibarra “el soldado español” merece respecto estuviera donde estuviera. Una de las ideas que más ha repetido es esa que dice que muchos soldados al servicio de Franco fueron sufridores de la guerra que ganaron. Sé lo que quiere decir pero yo, por mi parte, procedente de una de esas familias, me pregunto qué hubieran pensado de esto los republicanos sufridores de la guerra que perdieron.

En fin, qué duro debió ser ganar. Naturalmente a una persona que piense así le sobra lo que recuerde que todo empezó por un salvaje golpe militar, que los golpistas no fueron bien recibidos en ninguna localidad del suroeste y que Badajoz cayó tras una lucha feroz y fue sometida a un durísimo castigo cuya máxima expresión fue lo ocurrido en la plaza de toros.

Ibarra, además de respetar a los que lucharon en ambos bandos, ha insistido en el desprecio hacia los asesinos de retaguardia. Parece ignorar la debilidad de la línea que en una guerra separa al soldado del asesino. Y no digamos ya si se trata del enfrentamiento surgido a consecuencia de un golpe militar... ¿Cómo considerará Ibarra a los soldados que en Sancha Brava estuvieron durante años, noche a noche y por riguroso sorteo, asesinando a cientos de personas, incluyendo a sus propios vecinos? ¿Y a los que subieron con las columnas hacia Madrid sin dejar con vida a ningún prisionero de los que iban haciendo en el recorrido? ¿Y a los que perpetraron matanzas sobre la población civil en los pueblos cercanos a Madrid en los días previos al gran desastre del 7 de noviembre? Todos cumplían órdenes… asesinas. Se olvida a aquellos soldados que no pudiendo soportar aquella vida se pasaron a zona republicana.

Las palabras de Ibarra están llenas de relativismo moral sobre lo que él denomina los dos bandos. Claro que hubo asesinos en ambas zonas, pero de lo que se trata es de dejar claro es que el bando franquista era en sí una facción criminal. Y claro que ahí hubo gente simplemente porque les tocó, pero esto no les exime de su responsabilidad por más que en un juicio no hubieran sido ellos los que pasasen por el banquillo.

Se mire como se mire, nunca será lo mismo luchar al servicio de una banda asesina que al del gobierno legal que se defiende de un brutal golpe militar. Aunque la versión que se impuso fue la de los vencedores, sus protagonistas callaron y, salvo excepción, nunca hablaron de aquellos hechos. Rodríguez Ibarra olvida que ese pacto de sangre inicial constituyó la argamasa sobre la que se edificó la dictadura y fue su más firme aliado; también la causa de que la dictadura durase tanto y de que antes de la Constitución se aprobase la Ley de Amnistía, que borraba los crímenes de los franquistas; la izquierda ya había dispuesto de cuarenta años para penar por los suyos. Se trataba simplemente de una pionera ley de impunidad.

¿Qué consecuencias tuvo la decisión de Rodríguez Ibarra sobre la plaza? La imposición por la fuerza del plan de Ibarra acarreó el silencio de muchos sobre este asunto. El PSOE quedó tocado, como se vería más tarde. No me cabe duda de que en dicho partido hubo quienes no estuvieron de acuerdo con la destrucción de la plaza de toros, pero optaron por callar. Estando aún Rodríguez Ibarra en el poder no resultaba aconsejable poner en duda sus decisiones. En política ya se sabe que todo pende de un fino hilo. Este silencio se mantuvo y aún no se ha roto.

En 2009 el Ayuntamiento de Badajoz decidió levantar un gran muro tapando todo un lateral del cementerio de San Juan. Los tiempos ya eran otros. El palacio de congresos se inauguró por fin en 2006, el PSOE de Rodríguez Zapatero se había comprometido a poner en marcha una ley de memoria y Rodríguez Ibarra dejó finalmente la presidencia de la Junta de Extremadura en 2007, tras veinticuatro años en el poder.

La excusa que dio el PP para ocultar el muro inmortalizado por la cámara de René Brut fue el mismo que se dio en 1998 con la plaza: su mal estado de conservación. Pero la realidad era otra: proyectos inmobiliarios aconsejaban levantar un enorme muro que ocultara el cementerio y, ya de paso, que tapara el lienzo de pared que evocaba las perturbadoras imágenes de los militares leales asesinados tras la ocupación de la ciudad.

Por iniciativa de la ARMHEX numerosas personas se pronunciaron en contra de lo que se quería hacer en el cementerio. Las relacionadas con el PSOE lo tuvieron complicado, ya que después de la decisión de 1998 no podían decir nada.

El PP incluso se permitió, en medio de un bochornoso espectáculo, eliminar del callejero la calle dedicada en los años ochenta a la diputada socialista por Badajoz Margarita Nelken. Incluso lo intentaron con el último alcalde republicano Sinforiano Madroñero y tuvieron  el cinismo de proponer que dicha avenida pasase a denominarse Juan Carlos Rodríguez Ibarra, a lo que este, con buen sentido, se negó.

La destrucción de la plaza de toros silenció al PSOE y envalentonó al PP, que pudo gritar a los cuatros vientos que se trató de una decisión de Rodríguez Ibarra. Por otra parte el PSOE no recuerda o parece tener borroso las iniciativas contrarias que hubo en contra de la destrucción de la plaza. Sin embargo, tiene que llegar el momento en que muchos socialistas de base recuerden e incluso manifiesten que aquello estuvo mal y que la plaza debió respetarse.

Bien pensado, el palacio se podía haber hecho en otro lugar. La plaza de toros debió restaurarse parcialmente, dedicando espacios a la historia y la memoria y dejando el resto para fines culturales. Incluso un espacio al aire libre, como planteaba el proyecto de Luis Pla.

Ahí podía haber ido el gran archivo nacional sobre el golpe militar, la represión y la guerra civil, cuya creación fue una de las reivindicaciones del movimiento pro memoria y que la investigación histórica tanto hubiese agradecido. Una base de datos hubiera facilitado la búsqueda de personas dándose posibilidad a los visitantes de aportar información así como documentos, memorias y objetos de todo tipo. La educación y el respeto a los derechos humanos estarían en la base de todo el proyecto y al servicio de la memoria democrática. Desde luego hubiera costado mucho menos tiempo y dinero. El monumento resultante no tendría menos uso que el actual y se habría respetado el patrimonio y la historia de la ciudad. Y, sobre todo, se habría hecho un homenaje perpetuo a todas las personas allí asesinadas y se hubiera conservado un lugar de memoria relevante a nivel europeo.

No sabemos aún cómo pasará a la historia la etapa de Juan Carlos Rodríguez Ibarra al frente de la Junta de Extremadura. Lo único que me atrevería a decir es que desde luego en su haber no estará jamás la decisión de destruir la plaza de toros de Badajoz, cuyo recuerdo desaparecerá totalmente en poco tiempo.