La Marea, 31 de
marzo de 2015
Todo cambia, nada permanece. Lo
tenemos escrito y pensado desde la antigüedad, pues Heráclito de Éfeso ya nos
explicó que no podíamos entrar y salir del mismo río pues ni nosotros ni el río
seríamos los mismos. Pero también se ha escrito en la modernidad, y la tesis
del materialismo histórico desarrollado por Marx pivota sobre esa constatación.
Incluso lo cantó bellamente la gran Mercedes Sosa. Sea como sea, hay acuerdo en
que todo cambia. Y los sistemas políticos no son ajenos a ese proceso. La
pregunta más pertinente es ¿hacia dónde se cambia?
Comencemos por un punto básico.
Las personas no nos relacionamos unas con otras en el vacío. Utilizamos
instituciones, normas y reglas que nos evitan tener que empezar siempre desde
cero. Por ejemplo, cuando queremos denunciar una injusticia vamos a un juzgado.
Ese juzgado, con sus recursos y empleados, ya está ahí porque nuestra comunidad
política ha creado y diseñado esa institución previamente. Y es que sería todo
un fastidio tener que crear un sistema judicial nuevo por cada injusticia
detectada. Ni el castigo a Sísifo superaría tamaña tarea.
Por eso, una comunidad política
vive siempre en un ámbito institucional que tiene la apariencia de haber estado
siempre ahí. De hecho nos parece natural que exista un cuerpo policial, un
sistema educativo o sanitario e incluso un parlamento, pero lo cierto es que
todas esas instituciones se tuvieron que diseñar en algún momento histórico.
Esas instituciones rodean y envuelven nuestra vida cotidiana, pero también van
cambiando.
Por eso puede afirmarse que será
inevitable ver nuevos procesos constituyentes, es decir, procesos que
constituyan nuevas instituciones políticas o que produzcan cambios radicales en
los diseños vigentes hasta ese momento. Habitualmente estos procesos se
refieren a la institución suprema, la Constitución, y por eso en España los
hubo en 1912, 1931, o en 1978, por ejemplo. No obstante, no todos los procesos
constituyentes son iguales. A veces los procesos constituyentes tienen una
perspectiva popular que refleja las demandas y exigencias de las gentes más
desfavorecidas, esto es, lo que llamamos comúnmente el pueblo. Así fue
claramente en los casos de Francia entre 1789 y 1792, de México en 1917, de
Rusia en 1918 y 1924, de España en 1931 o de Italia en 1948. Sin embargo, otras
veces los procesos constituyentes son dirigidos desde arriba, desde las mismas
élites que gobernaban las instituciones previas. Al margen de las numerosas
contrarrevoluciones, el ejemplo más reciente y evidente de este tipo es el de
la construcción de la Unión Europea.
Un proceso constituyente implica
a su vez un proceso deconstituyente, porque la constitución de nuevas
instituciones se hace sobre la deconstitución de las anteriores instituciones.
Expresado vulgarmente, si quiero algo nuevo es porque no me gusta lo viejo o
directamente no lo tengo; si quiero democracia real es porque la que tengo me
parece ficticia o falsa. Por eso puede afirmarse que una crisis institucional
es el reflejo de una enorme grieta, de un proceso deconstituyente abierto de
facto.
Así pues, hay momentos políticos
en los que las instituciones vigentes se ponen en cuestión. Es entonces cuando
se abre el debate sobre cómo han de cambiar, y en ese momento diferentes
proyectos políticos confrontan entre sí en torno al tipo de instituciones
nuevas que hay que crear.
Transformación o revolución
pasiva
Es evidente que en España hay un
enorme desprestigio de las instituciones actuales, creadas fundamentalmente en
el proceso constituyente de 1978. No hace falta abundar en muchos datos, pues
la percepción de crisis institucional es total. Tal crisis institucional, al
producirse paralelamente a una grave crisis económica deviene en lo que el histórico
dirigente comunista Antonio Gramsci llamaba crisis orgánica. Y que nosotros,
desde hace años, hemos convenido en llamar crisis de régimen. Ello es
simplemente constatar un masivo sentimiento de indignación ante el sistema
político vigente y los perversos efectos que produce sobre la vida de las
gentes.
Gramsci sabía que la irrupción de
una crisis orgánica sólo es posible cuando el bloque dominante, que en nuestro
país está conformado por la élite económica y la élite política, es incapaz de
resolver una grave crisis económica. En ese momento se pone en cuestión
absolutamente todo lo político, y se abre una oportunidad para la
transformación real. Si los más desfavorecidos, el pueblo, se saben organizar,
pueden aprovechar para disputarle el poder al débil bloque dominante y
convertirse ellos mismos en la nueva clase dirigente. Entrar por la grieta del
sistema. Pero también puede suceder, claro está, que ese bloque dominante logre
restaurarse y recuperar el control de la política.
Precisamente Gramsci llamó
revolución pasiva a esta segunda opción, es decir, al proceso político cuyo
objetivo es la reforma del sistema desde arriba. Esto es, donde el bloque
dominante es el que dirige el inevitable cambio. Gramsci detectaba dos momentos
en el proceso de revolución pasiva. El primero, la restauración. En ese primer
momento el bloque dominante trata de bloquear la organización popular que crece
al calor de las demandas políticas, evitando de esa forma una transformación
radical del sistema desde abajo. El segundo, el transformismo. En este momento
el bloque dominante recoge algunas de las demandas populares y las hace suyas,
adaptándolas previamente a sus propias necesidades y confundiendo así a los
ciudadanos indignados.
Un caso ejemplar de transformismo
es el que realizó María Dolores de Cospedal en Castilla-La Mancha, cuando hace
dos años y en mitad de la ola de indignación frente a la llamada clase política
aprovechó para crear una ley electoral profundamente injusta. Se subió al
caballo popular de la rabia, pero para cabalgarlo hacia sus propios y oscuros
fines. Si la clase política era la culpable, quién se iba a oponer a bajarles
el sueldo o reducir el número de diputados. Muy parecido al caso italiano,
donde Mario Renzi recogió el caldo de cultivo creado por el movimiento 5 Stelle
durante años. Renzi usó la ira popular contra la clase política, sí, pero para
apuntalar el propio sistema político y sacar de la crisis al Partido
Democrático. En realidad, los códigos primarios por los que un votante que
simpatizaba con el 15-M pudo votar a Cospedal son los mismos. O por los que el
votante se desplazó desde Beppe Grillo a Mario Renzi.
Es importante insistir en un
punto esencial sobre la revolución pasiva. Ésta se produce porque comparte el
diagnóstico de que hace falta un cambio. Es posible cuando el bloque dominante
acepta también que las viejas instituciones ya no son suficientes ni adecuadas
para mantenerles en el poder, y cuando entiende que han de actuar antes de que
otro sujeto tome el control de la situación. Es decir, la característica
crucial de la revolución pasiva es que surge para disputarle la dirección del
cambio a las organizaciones populares.
La singularidad de esos momentos
es que determinados proyectos antagónicos se disputan entre sí la victoria, pero
coincidiendo todos ellos en el descrédito de las instituciones previas o, dicho
de otra forma, en la necesidad de superarlas. En la necesidad del cambio. Esto
es importante, porque significa que proyectos políticos antagónicos pueden
compartir un espacio común: el de la necesidad de un cambio. El corolario sale
rápido: si esos proyectos políticos no perfilan y distinguen sus propias
propuestas ideológicas, y si se mantienen en el llano discurso de deseo de
superación de instituciones preexistentes, entonces tales proyectos políticos
pueden ser en gran medida intercambiables.
El caso español y la tentación
populista
A nadie se le escapa que la
cultura política nacida del 15-M fue una cierta cristalización de las demandas
populares. El 15-M fue desde el inicio la manifestación de la frustración e
indignación ciudadanas, que empezaba a revelar la crisis institucional en
ciernes. Sobre ello hemos reflexionado durante años.
La irrupción de una fuerza nueva
como Podemos fue un paso más en el proceso de manifestación de esa crisis
institucional. Supieron canalizar la ira ciudadana, pero su estrategia de
captación de esa ira –y sus votos- se basaba fundamentalmente en una controlada
ambigüedad ideológica. Y esa era su fortaleza y su debilidad al mismo tiempo. Basándose
en las tesis del argentino Ernesto Laclau, llamadas académicamente populismo de
izquierdas, vaciaron ideológicamente el mensaje de tal forma que lograron
atraer a un heterogéneo conjunto de potenciales votantes. Ni de izquierdas ni
de derechas, insistían. Rompieron los códigos políticos tradicionales para
atraer votantes, pero no incluyeron ningún elemento de pedagogía política. No
se convencía a nadie sino que te convertías en espejo fiel de la indignación y
de las ganas de cambio.
He ahí la diferencia estratégica
fundamental con la izquierda clásica. La izquierda siempre se ha basado en la
pedagogía y en la necesidad de convencer a las gentes trabajadoras de que hay
que apoyar proyectos políticos de transformación real. Es absurdo decir que la
estrategia de Podemos es gramsciana. Gramsci creía en los partidos políticos
como promotores de una reforma moral e intelectual de la sociedad, y daba una
importancia crucial a la creación de una nueva concepción del mundo. Es decir,
la clave gramsciana es poner de acuerdo a la gente en torno a la necesidad de
construir determinadas instituciones a favor de la mayoría social. La hegemonía
gramsciana no es una cuestión cuantitativa –cuántos te votan porque se ven
reflejados en tu discurso- sino cualitativa –si se produce o no la
interiorización de tu concepción del mundo. Además, la hegemonía gramsciana no
se construye únicamente discursivamente –en los medios de comunicación de
masas-, sino sobre todo en la praxis –en el activismo social y sindical.
En el debate que mantuvimos en
Fort Apache, y en el que estaban presentes los principales dirigentes de
Podemos, hablamos precisamente de todo esto. También lo hicimos en cierta
medida en el debate que mantuve con Pablo Iglesias antes de las elecciones
europeas. La utilización de significantes vacíos tales como casta son hipotecas
de cara al futuro. Se convierten en conceptos en los que la gente proyecta sus
fantasías políticas –en sentido lacaniano-, pero sin mayor compromiso que ese
mismo. Y, lo más importante, se transforma todo en un fenómeno reapropiable por
otros sujetos políticos. Es decir, es el perfecto trampolín para facilitar el
transformismo gramsciano que hemos descrito más arriba. Porque la estrategia es
precisamente no ir más allá del deseo de cambio, pero ese es un espacio
compartido con otros proyectos políticos.
No es lo mismo usar el concepto
casta que oligarquía o burguesía. Cada uno de esos conceptos se inserta en un
marco discursivo diferente, atrayendo más o menos en función de la ideología y
la cultura política del receptor. Nos roba la burguesía no quiere decir lo
mismo que nos roba la oligarquía o nos roba la casta. Significan cosas
diferentes para el receptor, que tiene su propia caja de herramientas
ideológica para interpretar tales afirmaciones. Cuanto más vacío es el
significante –y casta parece mucho más vacío que oligarquía o burguesía-, más
gente simpatizará con el concepto. Pero esa gente no simpatizará con casta
porque haya detrás una reflexión política que concluya la necesidad de una transformación
de un tipo determinado. Simpatizará porque refleja sus propias fantasías de
encontrar un enemigo que encaje en su propio relato.
Así, un uso discursivo de este
tipo puede permitir atraer de forma rápida una gran cantidad de
simpatizantes-votantes. Gentes que en principio no comparten nada salvo un
nuevo marco discursivo basado en unos cuantos pilares –casta frente a pueblo- y
la propia necesidad de un cambio. Por eso algunos calificamos, desde el aprecio
y la honestidad intelectual, a Podemos como maquinaria electoral y no como
organización política clásica. Eso sí, este es un rasgo común en todas las
organizaciones –no sólo a Podemos- aunque sea en diverso grado, y que opera muy
perversamente en la izquierda. Pero lo importante aquí es que mantenido en el
tiempo, esa estrategia populista también crea agenda política y va configurando
un nuevo sentido común.
Es fácil de ver. Al principio de
la crisis las principales preocupaciones de la gente eran el paro y la
economía. Tenían que ver con sus propias condiciones materiales de vida. Sin
embargo, en el último período político la agenda política ha girado hacia casos
de corrupción en los que la clase política y la casta son los blancos
perfectos. Cambian así las preocupaciones y las demandas populares. ¡Pero
también los enfoques! Hablar de casta o clase política es situar el foco en el
sujeto corrupto, pero obviando al corruptor. Algo que no sucede con otra
terminología más contaminada pero más rigurosa como oligarquía o burguesía. En
todo caso, el eje de análisis se desplaza y así la dicotomía nuevo-viejo (que
opera en toda crisis institucional y especialmente cuando existe a la vez una
ruptura generacional) se empieza a describir en torno a la corrupción. Los
viejos son todos corruptos, los nuevos todos limpios. Da igual si tiene eso
sentido o no: el terreno de juego también cambia.
La respuesta del bloque dominante
Una máxima marxista es que el
Estado opera como una unidad de decisión; es decir, no es neutral. Así, el
bloque dominante no es un único partido político o una gran fortuna. El bloque
dominante está presente, como poder, en varias fuerzas políticas y en
determinados sujetos políticos. El bloque dominante es, en esencia, la
oligarquía, y eso implica también al Gran Partido de Orden que conforman las
direcciones políticas del PP y PSOE.
Pero si el terreno de juego había
cambiado, y el eje nuevo-viejo era ahora el que operaba con más fuerza,
entonces el bloque dominante tenía que responder para llevar a cabo su
revolución pasiva. El primer paso, como vimos, fue bloquear la respuesta social
desde abajo. Eso se consigue con más represión y más miedo, buscando la
desmovilización. Pero también silenciando a la izquierda y promoviendo su
fragmentación electoral. Todo ello eran estrategias previsibles. El segundo
paso, el transformismo. Consistía en promover nuevas fuerzas políticas, y
también a nuevos sujetos políticos dentro de las fuerzas antiguas, que
compartieran la necesidad del cambio. Pero un cambio que no fuera desde abajo y
revolucionario sino tranquilo, seguro y elitista. Un cambio que fuese, en
realidad, recambio y no transformación. El cambio de rey, el apoyo a los nuevos
liderazgos en el PSOE y el apoyo del poder económico a una formación como
Ciudadanos son claros ejemplos. Dicho claramente: el IBEX-35 ha movido ficha.
La estrategia de la Gran Coalición, de gran fama hace dos años, ha sufrido
algunos cambios debido al desplazamiento que ha provocado el poderoso eje
nuevo-viejo.
Pero la operación del bloque
dominante es la misma: la restauración del sistema por medio del transformismo.
De ahí que esté en marcha una suerte de segunda transición en España, pero
dirigida por el mismo bloque dominante. Ese gran poder privado y salvaje que
teme un cambio desde abajo y desde la izquierda y que quiere ajustar el sistema
desde arriba y la derecha.
Si el análisis previo es cierto,
y lógicamente así lo entiendo yo, uno puede extraer varias conclusiones:
La tentación populista, como la
llama Slavoj Zizek, es una mala respuesta para las clases populares. Sin duda
puede ser efectiva en el corto plazo en términos electorales, pero promueve el
pensamiento débil, las decisiones antidemocráticas (puesto que siempre requiere
de un hiperliderazgo) y, sobre todo, crea un caldo de cultivo –un sentido
común, un sentir y unas preocupaciones- que son reapropiables por sujetos
políticos antagónicos que usen la misma estrategia pero con más recursos o
acierto.
La izquierda se ve fragmentada
electoralmente y en gran medida desconcertada. Ello obliga a repensar las
formas organizativas y los nuevos contextos y códigos políticos. Obliga, a mi
juicio, a acelerar las reformas democráticas internas y la desburocratización
de los procedimientos. Es decir, la recuperación de los principios
republicanos-socialistas. La vuelta a los orígenes.
La unidad popular aparece como el
instrumento más útil para enfrentar contextos en los que el bloque dominante
reacciona y también para construir en un contexto de oportunidad política. Pero
ello sólo puede lograrse si la cooperación entre fuerzas sociales se practica
de forma horizontal y no priman elementos propios de la vieja política y las
camarillas burocráticas.
Probablemente combatir el proceso
de espectacularización de la política, donde los análisis se quedan en la
epidermis del problema y triunfan los grandes titulares frente a la reflexión
sosegada, tenga que ser combatido con más fuerza. Eso no significa abandonar
los terrenos donde hoy se conforma la opinión pública, ni mucho menos, sino
complementarlos con la presencia en los conflictos. Presencia que, salvo
honrosísima excepciones, está siendo abandonada al calor del ilusionismo
electoral del que muchos somos responsables.
El proceso constituyente sigue
abierto. No es que no haya llegado o no vaya a llegar, como pretenden hacernos
creer quienes todavía piensan en términos del siglo XX. Ya está aquí, porque
todo cambia. La cuestión es hacia dónde se da ese proceso constituyente.
Pidámosle a la izquierda, exijámonos a nosotras, altura de miras para estar a
la altura del momento político. No nos jugamos las próximas elecciones sino las
próximas generaciones.