La
memoria pública ha sido tan escasa y mezquina en España como la memoria privada
ANTONIO
MUÑOZ MOLINA. El País, 08-01-2015
Quizás
porque estoy bajo los efectos graduales del shock de cumplir 60 años, pienso
más a menudo en el contraste del presente con los pasados sucesivos que he ido
viviendo: en lo que queda de ellos y en lo que se ha borrado, en lo que se
olvida y lo que se recuerda, en lo que parecía perdido y parece que vuelve; y
sobre todo en la diferencia que hay entre las cosas tal como las recuerda quien
las vivió y como las imagina quien ha venido más tarde, quien las conoce por
libros o por películas, o por los relatos interesados o engañosos o simplemente
distraídos o inexactos de otros. El pasado público se aleja mucho más rápido
que el de la propia vida, quizás porque en realidad uno le presta una atención
más superficial de lo que supone.
Esa
es una de las razones de la injuria sin recompensa posible que sufren las
víctimas directas del crimen o de la injusticia: su dolor perdura a solas en
medio de la amnesia común. Y todo el mundo es ecuánime a la hora de perdonar
los abusos que otros han padecido. ¿Quién que no los sufriera en carne propia
se acuerda ya de los crímenes terroristas de ETA, del luto perpetuo y el
chantaje y el derramamiento casi diario de sangre que nos obsesionaban hace 15
o 20 años, y ocupaban cada día las portadas de los periódicos? De pronto me
acuerdo de uno de esos aniversarios redondos tan convenientes para las
conmemoraciones: por ahora ha hecho 20 años de la explosión del coche bomba que
mató a 6 trabajadores civiles de la Armada en el puente de Vallecas, en el
corazón popular de Madrid. He mirado la fecha en la Wikipedia: fue justo el 11
de diciembre de 1995. He recordado la angustia y la impotencia sombría de
aquellos tiempos; ha saltado de golpe otra imagen a la memoria, la noticia del
asesinato de Ernest Lluch escuchada de noche, en la radio de un taxi, camino de
una cena o de una película que en ese instante quedaron malogradas.
La
tarea del historiador es un antídoto parcial del olvido, pero su efecto resulta
más eficaz a medio y a largo plazo, y para captar la atmósfera particular de un
tiempo hacen falta materiales más inmediatos y frágiles que las fuentes
documentales guardadas en archivos o hemerotecas. Cuanto más revelador es algo
—un objeto, un matiz de experiencia—, podría decirse que más difícilmente se
preserva. Como las huellas de una cultura material antigua que se degradaron y
perdieron muy rápido —cestería, música, pintura corporal—, lo que durante un
tiempo es tan omnipresente que todo el mundo lo da por supuesto y ni siquiera
se fija, desaparece casi de un día para otro: como estaba en todas partes,
nadie consideraba que valiera la pena, y así pasa a no estar en ninguna. ¿Cómo
era una entrada de cine, un billete de tren, un pasaje de avión hace 20 o 30
años, un taxímetro, una de esas hojas de publicidad que se reparten por la
calle y todo el mundo tira en la papelera más próxima? ¿Cómo era el ruido de
fondo de lo cotidiano, las sintonías de los programas de radio, las voces de
los anuncios y las de los locutores de los telediarios, el empaquetado de los
productos de limpieza, la estética de la publicidad de coches? Olería
fuertemente a tabaco en los trenes, en los autobuses, en las oficinas, en los
bares, hasta en los aviones, pero casi ninguno de nosotros se daba cuenta.
Sabían a nicotina los besos apasionados que dábamos. Atesorábamos monedas de un
dinero que ya no existe para mantener largas conversaciones telefónicas en
cabinas cúbicas de aluminio y cristal que estaban en cualquier esquina y que ya
no existen.
Hasta
los gestos más habituales desaparecen, como borrados por la misma epidemia de
invisibilidad a la que sucumbieron las cabinas de teléfonos, los quioscos con
enormes despliegues de periódicos y revistas, las tiendas de discos:
desapareció el gesto de introducir una hoja en la máquina de escribir, el de ir
por la calle con el periódico debajo del brazo, el de llevar una revista o un
libro para airear una actitud política.
Pero
mucho antes ya había desaparecido el mundo que algunos de nosotros alcanzamos a
conocer de niños, el tiempo ahora remoto de nuestros padres y nuestros abuelos,
que a nosotros, en nuestra soberbia juvenil, nos parecía no ya distante sino
también ajeno a la cronología lineal y veloz de nuestras propias vidas: un
mundo y un tiempo regidos por la circularidad de las estaciones y de las
cosechas, habitado por hombres y mujeres conformes con sus destinos y complacidos
con la repetición invariable de todo.
Era
mentira, desde luego, condescendencia de recién llegados, no muy distinta de la
que a nosotros nos tocará recibir ahora: lo que nos parecía un mundo
pesadamente originario y apartado de la historia era en realidad un paisaje de
ruinas, las que había dejado la derrota en la Guerra Civil y el hambre y el
miedo de la posguerra. Sin ellas, es muy probable que mi padre no hubiera sido
hortelano, ni que mi madre pasara una gran parte de su vida subordinada a la autoridad
masculina, trabajando cada día en la casa y en el campo durante la recogida de
la aceituna, sabiendo leer y escribir apenas. La conformidad contra la que yo
me declaraba en rebeldía era una actitud de supervivencia de vencidos inermes.
Porque bajaban la cabeza y callaban los suponíamos resignados y cobardes. Fue
llegar la libertad y les faltó tiempo para votar a la izquierda y para
matricularse en masa en las escuelas de adultos.
Ninguna
ley de memoria histórica remediará ya el gran olvido de las vidas trabajadoras,
de los oficios, del sufrimiento y el heroísmo de los que lucharon contra la
dictadura y los que la padecieron con una sorda resignación atenuada
tardíamente por los primeros signos de prosperidad de los años sesenta: el agua
corriente, las cocinas de gas, los braseros eléctricos, la ligereza de los
recipientes de plástico, los televisores, el seguro médico, la jubilación a los
65 años —ventajas fáciles de desdeñar cuando se las ha disfrutado desde
siempre—. En nuestro país la memoria pública ha sido tan escasa y mezquina como
la memoria privada, ese catálogo de testimonios que es preciso recoger y
atesorar, los relatos orales, cartas, diarios, libros de recuerdos, lo que
después servirá como valiosa materia prima para los historiadores, lo contado y
escrito desde la perspectiva única de la experiencia personal. En el espacio en
blanco de la historia borrada se proyectan las mentiras de los manipuladores y
las fantasías sectarias de los ideólogos, y los verdugos se vuelven honorables.
Sesenta años es una rara edad que antes solo cumplían otros. Ahora que soy yo
quien llega a ella me doy más cuenta de la responsabilidad cívica de contar con
veracidad lo que uno ha vivido, lo que desaparecerá o se tergiversará más
fácilmente si uno no lo atestigua, la atmósfera y la tonalidad y los sonidos y
los olores de un tiempo, la memoria precisa de los justos y de los canallas.