«El historiador debe
ayudar a la gente a pensar»
Entrevista a Josep Fontana
Francesc Arroyo. Mientras Tanto, 10/11/2016
Josep Fontana (Barcelona, 1931) está en plena forma. Su
último libro, El futuro es un país extraño (Pasado y presente), aún está casi
caliente cuando prepara ya un nuevo título, El siglo de la revolución (Crítica)
que llegará a las librerías en febrero. Son obras que, en cierto sentido, dan
continuidad al trabajo que representó la monumental Por el bien del imperio
(Pasado y presente). En todas ellas el historiador hace acopio de bibliografía
y aporta material para que el lector pueda pensar por su propia cuenta, para
combatir, explica, los prejuicios. La entrevista que sigue es fruto de dos
charlas con el historiador. La primera, apenas aparecido El futuro…; la segunda,
hace unos días.
P. El futuro es un país incierto es una mirada al presente,
pero incluye también una reflexión sobre el papel del historiador.
R. La historia es un pozo sin fondo donde hay de todo. Y
cada uno va a pescar aquello que cree que es útil para entender las cosas, para
comprender lo que pasa. Ahora bien, se puede ir a pescar con las finalidades
más diversas. Basta con ver los disparates que se dicen estos días. Por
ejemplo, que España es una nación desde Indíbil y Mandonio. Sin entender que la
nación es algo muy moderno, reciente. Se ve también en las formas en las que se
ha utilizado la historia en la enseñanza o en el uso público que los gobiernos
hacen de la misma en las conmemoraciones. Si se toma el plano de París se puede
ver que transmite una imagen de la historia de Francia: la Revolución,
Napoleón, las victorias. Se proyecta una visión determinada. Son usos que
producen un conjunto de convicciones no razonadas que resultan terribles.
P. ¿No razonadas?
R. Sí y contra ellas es difícil razonar. Cualquier ciudadano
tiene un conjunto de sentimientos, más que de nociones históricas, que hacen
mucho daño. El papel del historiador, sobre todo en momentos de cambio, es
ayudar a la gente a pensar. Resulta difícil y no siempre se consigue. En especial,
si el razonamiento va contra las convicciones. Una gran parte de lo que
pensamos es prejuicio, tópico, con muy poca reflexión. El papel del historiador
es mostrar las cosas, darlas a la gente para que las interprete. No se trata de
explicar la verdad sino de discutir verdades establecidas que son dudosas y
ofrecer elementos para trabajar con ellos y ver qué se puede sacar de los
mismos.
P. ¿Es eso lo que se proponía con su, de momento, última
obra?
R. En ese libro y también en el anterior, he hecho un acopio
de documentación. Los he cargado con una amplia base bibliográfica porque
quería poder justificar cada afirmación, mostrar de dónde procedía lo que digo.
Quería cargarme de razón para inducir a la gente a que piense. Creo que eso es
lo más importante. En este sentido, hay muchas cosas que consiguen desmontar la
visión histórica establecida. Esa, me parece, es la función del historiador. La
que he aprendido de mis maestros, Vicens Vives, Pierre Vilar, Ferran Soldevila.
P. ¿Pensar el pasado o pensar el presente?
P. Desde el primer momento, buscaba que se pensara que lo
que está pasando hoy no es una crisis económica que será superada y luego,
volverán a ser las cosas como eran antes. Estamos en una crisis muy seria, y
que puede ser permanente, del sistema social en el que vivíamos y que creíamos
que íbamos a seguir teniendo. El uso de la historia, de lo que Vilar llamaba
“pensar históricamente”, es decir, con una cierta perspectiva crítica, puede
tener utilidad. Sobre todo si se evitan las visiones globales y esquemas
simplistas y se atiende a la realidad viva. Ya Thompson proponía ir a las cosas
concretas: lo que pasa y cómo pasa. Cómo vive las situaciones la gente, cómo
las siente. Esto, claro, es lo contrario de lo que hacen la mayor parte de los
llamados “científicos sociales” que trabajan con grandes modelos
interpretativos. Ése es el modo en el que intento ser socialmente útil:
incordiando. Acostumbra a provocar reticencias, pero si no te importa, resulta
más satisfactorio: no les gustas, pero te respetan.
P. De modo que su libro debería ser útil para entender la
crisis. ¿También para superarla?
R. Éste es un libro sobre la crisis, entendida como crisis
social. Había un mundo en el que se suponía que había alternativas. Y en la
medida en que era así, era imprescindible el juego de la negociación y la
concesión. Hoy no hay alternativa y lo que se avecina es un periodo de
reconquista del pasado. Quizás un día termine la crisis, pero no sabemos cómo
será la salida de ella, no sabemos si se recuperarán los puestos de trabajo que
se han perdido. Probablemente lo que se verá es que se han perdido muchas cosas
que se habían ganado y que habrá que volver a conquistarlas. La reforma laboral
significa la anulación de décadas de lucha para asegurar condiciones de
negociación sobre el trabajo. Habrá que rehacer esas condiciones, si es que es
posible. Hay que insistir en que ésta no es sólo una crisis económica. Eso
sirve para argumentar la austeridad: ahorremos y volveremos a estar como antes.
No. Nada volverá a ser como antes. La sanidad privatizada hasta extremos
indignos abre un mundo diferente en el que se habrá perdido la ilusión del
progreso y de la mejora de la situación a través de la negociación.
P. ¿Qué hacer?
R. No sé lo que hay que hacer. Si miro a mi alrededor, lo
que veo como más estimulante son los movimientos de base.
P. ¿Por qué?
R. Porque implican toma de conciencia. Son gente que
experimenta la degradación de sus condiciones y articula una forma de
resistencia. Tenemos una extraña situación: los jóvenes protestan en la plaza
de Catalunya o la Puerta del Sol, pero los padres votan al PP o a la antigua
Convergència. ¿Qué se puede esperar de esto? Nada. Porque apenas hay
conciencia. En cambio, los movimientos de base a partir de los propios
problemas me parecen más interesantes. ¿Cómo se articula luego esto? De momento
hemos visto la respuesta de Italia: “Váyanse todos a hacer puñetas. Todo está
podrido. Todos son unos chorizos”. Bien, pero a partir de ahí, que es la
disolución del sistema, no se hace nada. Los movimientos de base, vecinales,
etcétera, son otra cosa. El franquismo cayó, en parte, por el miedo a estos
movimientos, incluyendo, claro, los sindicatos. No eran los partidos los que
daban miedo. A la gente se la está castigando cada vez más, pierden derechos.
Acabarán por protestar. El problema será articular la protesta para darle forma
de alternativa política. Esto, hoy, no está nada claro. Y es un mal asunto
porque mientras no haya la amenaza de una alternativa será muy difícil obtener
concesiones. Ni siquiera se logrará que los que han de ceder se avengan a
negociar. No tienen por qué. Hoy, el nivel de protesta es controlable: basta la
policía. No hacen falta concesiones.
P. Sus críticas coinciden con las de quienes sostienen que
los partidos tradicionales responden más a intereses financieros que a los de
la población.
R. Eso es algo muy claro. Llega la crisis y ¿qué se hace?
Salvar a los bancos. Pero no se salva a los de las preferentes ni a los
desahuciados. No. Se salva a los bancos y se les deja seguir igual. Un día me
preguntaron qué opinaba sobre unas detenciones, creo que de ETA y respondí:
“Mientras no me digan que han metido a Rato en la cárcel, esto no me
impresiona”. La impunidad de los mecanismos financieros para hacer lo que quieren
es total. Y, finalmente, se ha empezado a criminalizar la protesta.
P. Rato ya está al borde de la cárcel.
R. Habrá que verlo y, aún si entra, por cuánto tiempo. Los
que se dedican a la corrupción a lo grande, sobre todo si tienen conexiones
políticas, acostumbran a salirse con penas leves. Y luego, además, se les
reducen con rapidez. Carlos Fabra, el de Castellón, no sé cuánto tiempo ha
pasado en la cárcel. Mucho no. Pero lo peor no es cómo actúa la justicia, sino
la absoluta indiferencia de la gente respecto al problema. Me explicaba hace
unos días un amigo mallorquín que en Baleares están decididos a volver a votar
al PP y que si se les reprocha la corrupción replican que los otros también
tienen, el PSOE, por ejemplo, en Andalucía. Y no sirve de nada citarles el caso
Matas. Se lo quitan de encima diciendo que ya no es de los suyos. Es decir, la
forma en que el PP ha pasado sin castigo por una ola de acusaciones de
corrupción es impresionante. Porque en la lista de Bárcenas aparece Rajoy como
receptor de sobres. Lo grave es que la gente ha terminado por asumir que la
corrupción es algo normal. Como mucho, cuando alguien es afectado directamente,
como en el caso de las preferentes, acude a los juicios a gritar, pero aparte
de eso no parece tener más consecuencias.
P. Y esa corrupción, ¿es un problema judicial o sistémico?
R. Evidentemente, sistémico, por eso sorprende que haya
habido una cierta reacción por parte de servicios policiales y judiciales. Es
un hecho asombroso y también que no hayan podido pararlo desde arriba. Aunque
es posible que, precisamente, la multiplicación de casos sea lo que ha hecho
que la gente acabe por pensar que la corrupción es algo normal. Incluso en
Podemos, cuando se produjo el caso de Ramón Espinar, que vendió un piso con ciertas
plusvalías, la respuesta fue decir que cualquiera hubiera hecho lo mismo,
pasando por alto las complicidades asociadas, desde un padre dirigente de
Bankia a los demás factores que tuvieron que darse para que pudiera hacer ese
negocio. Que la gente de Podemos considere eso normal es absolutamente
escandaloso. A los pocos días leí un artículo del Gran Wyoming en el que
reflexionaba diciendo que con eso el PP ya podía estar tranquilo. Es lamentable
ver que el asunto se usa a veces para reclamar ejemplaridad y también que la
multiplicación de casos lleve a pensar que se trata de conductas normales.
P. ¿Cuál es, en todo esto, el papel de los medios de
comunicación?
R. Los medios de comunicación, y especialmente la radio y la
televisión que son los medios que alcanzan a más gente, muy por encima de los
de papel, tienen un función fundamental en la creación de opinión, aunque sólo
sea porque dan información. Información que seleccionan. Un ejemplo: las
informaciones que recibe un español normal sobre la guerra en Siria están
totalmente filtradas y preparadas para dar determinada imagen. Es posible
acceder a otras fuentes, pero es difícil para el ciudadano medio llegar a ellas
porque ni siquiera las conoce. La opinión se forma con los medios más
generales. Y ¿qué es lo que pasa? que los medios más potentes están
condicionados, primero, por sus propietarios; segundo, y más importante, por la
dependencia de esos propietarios de las instituciones financieras. Esto afecta
a radio y televisión y también al papel. Los medios de papel dependen, en
general, de créditos y de los grandes anunciantes. Las dos grandes televisiones
privadas, que son las que difunden informaciones que crean opinión, es obvio
que actúan de forma polarizada. Dan la noticia de que se han creado x puestos
de trabajo y se quedan tan tranquilos sin precisar qué tipo de puestos de
trabajo. Hay informaciones críticas, pocas, pero son marginales. Los
informativos están muy condicionados. La gente habla de la libertad informativa
que supone internet, pero esas informaciones carecen de garantías. Así las
cosas, el papel de los medios es determinante en configurar lo que la gente
acaba pensando y, con ello, lo que la gente vota.
P. ¿Habrá que plantearse la posibilidad de unos medios
públicos que no acaben siendo gubernamentales?
R. El problema es lograr que los medios públicos no sean
gubernamentales. Sería una gran cosa, pero no estimula ver lo que ha ocurrido
con TVE, que ha llegado a tal grado de descrédito que ya ni siquiera tiene
influencia. Hubo un momento en el que los grandes partidos tenían sus propios
medios que eran leídos por parte de la población, y el resultado era una
pluralidad informativa. Pero eso fue devorado por la potencia de los grandes
medios. Parecía que internet sería la solución y, de hecho, yo sigo algunos
diarios de la red, pero me pregunto cuánta gente depende de ese tipo de
información.
P. Es cierto que los partidos, sobre todo los comunistas,
tenían sus propios medios, pero ni L’Humanité ni L’Unità eran modelos de
objetividad.
R. Es que tenían que jugar a la defensiva, en la medida en
que los otros medios jugaban contra ellos. Y el resultado es que se han perdido
las culturas sectoriales. No hace mucho leí una tesis sobre la CNT en la que se
explicaba que había un lector sindicalista que encontraba en el diario del
sindicato, en el círculo que frecuentaba, en el ateneo popular, unas
informaciones diferentes. Esta cultura sectorial se la ha comido la máquina del
espectáculo. Y los medios de comunicación han perdido, a la vez, función crítica.
Me refiero a los que tienen posibilidades de llegar a la mayoría.
P. ¿Significa esto que el debate ideológico queda
circunscrito a las élites?
R. En las informaciones que llegan al ciudadano medio, el
debate ideológico no existe. Tampoco parece reclamarlo nadie. A veces hay cosas
interesantes. Por ejemplo, cuando se produjo el debate sobre el Brexit se
publicaron algunos textos de interés. Leí uno en el que se explicaba que la
gente, antes del referéndum, había llegado a un alto grado de indiferencia
respecto a las elecciones porque se consideraba que todos los políticos eran
iguales. Y esa gente vio en el referéndum la posibilidad de hacer sentir su
voz, de oponerse a esas élites que les decían lo que tenían que pensar, lo que
tenían que hacer. En ese momento, Tony Blair escribió un artículo alarmado por
esos grupos que, decía, mezclaban cosas de la extrema derecha y de la extrema
izquierda. Pero lo que de verdad le preocupaba es que se erosionaba a las
élites (con el funcionamiento bipartidista de una derecha conservadora y una
socialdemocracia asimilada: Clinton, Blair, Felipe González) y que éstas
perdieran el crédito que les permitía mantener las reglas del juego. Blair
clamaba contra el rechazo de las élites. Ése es también el problema que se da
en Estados Unidos: la negativa a aceptar la dirección de las élites que son las
que piensan por todos y se preocupan también por todos. Además, hay pensadores
de todo tipo para que se pueda elegir lo que uno quiera. El descrédito de esta
forma de hacer política es un asunto serio. La cuestión es qué saldrá de esta
desconfianza.
P. Este descrédito, ¿está relacionado con la subordinación
de los partidos a la economía?
R. La subordinación de los partidos a los podres económicos
se debe a diversos factores. El primero es que dependen de ellos para
subsistir. Se puede ver perfectamente en un caso, el de Unió Democràtica de
Catalunya. ¿Qué pasa cuando un partido pierde su capacidad de influir? Estalla,
se comprueba que detrás deja una deuda insoportable y nadie quiere hacer
donativos porque ese partido ya no aporta nada. Hace un tiempo, un amigo de un
ayuntamiento cercano a Barcelona me explicó que el consistorio, dominado por
ERC, estaba pensando en tomar ciertas medidas que afectaban a algún negocio de
la Caixa. La entidad les recordó amablemente que el partido tenía una deuda por
pagar. Esto por un lado. Por otro, los políticos, necesitan asegurarse la
tolerancia para cuando terminen su función pública. Lo de las puertas
giratorias no es una broma. Desafiar al sistema sería una locura. Por esa vía
se llega a situaciones delirantes, como en Estados Unidos, donde los generales
y almirantes se incorporan a las empresas de armamento en cuanto dejan el
servicio activo. Esto provoca grandes condicionantes respecto a las inversiones
en armas. Paralelamente, como ya hemos visto, los medios de comunicación
dependen de los poderes económicos, de forma que los partidos saben que
recibirán un trato u otro según cómo traten a esos poderes. Es evidente, por
ejemplo, que los de Podemos saben que prensa, radio y televisión los van a
tratar mal. En cambio, la televisión trata de una forma muy diferente a ese
empleado en excedencia de la Caixa que se llama Albert Rivera. Los de Podemos,
cuando salen en los medios, es para ser criticados. Nada que ver con los
masajes a Rivera.
P. ¿Esto es lo que el marxismo clásico llamaba la
determinación económica en última instancia?
R. Hay muchas pruebas de que se da esa influencia de la
economía sobre la política. Una de ellas es que, cuando se produjo la crisis y
las empresas, tanto en Estados Unidos como aquí, fueron víctimas de sus propias
especulaciones, sus problemas se resolvieron con dinero público. El dinero que
hubiera tenido que servir para servicios sociales, fue utilizado para rescatar
bancos. Y hay un ejemplo aún más claro: la impotencia de los gobiernos, tanto
en América como en Europa, para conseguir que paguen impuestos las grandes
empresas. Es un escándalo, tanto por la tolerancia en la evasión hacia paraísos
fiscales como por lo poco que pagan todas ellas. Pagan mucho menos que
cualquier ciudadano normal y eso se debe al control de la política por las
empresas.
P. ¿Frente a eso habla usted de inventar un mundo nuevo?
R. Bueno, con esto me refiero a cómo salir de la situación
presente. Es evidente que la vieja fórmula de la socialdemocracia está agotada.
No hablo sólo del PSOE, pasa lo mismo con los socialistas en Francia; los
laboristas, en Inglaterra, el Partido Demócrata, en Estados Unidos, que en la
época de Roosevelt o Johnson era otra cosa. Hoy la socialdemocracia se muestra
impotente para hacer leyes que sometan a la gran empresa. El problema es
encontrar una solución. Aquí se han apuntado soluciones de futuro. Una de ellas
es la que dio la alcaldía de Barcelona a Ada Colau y otras alcaldías a Podemos.
Consistió en apoyarse directamente en las organizaciones sociales, vecinales…
entidades que expresan las necesidades de los de abajo y que no encuentran
acogida en los partidos tradicionales. El problema de esto es la falta de un programa
sistemático, de modo que puede ser útil en algún momento, pero resulta difícil
el control para dirigir una acción política continuada. Hemos podido ver como a
Podemos se le escapan de las manos las actuaciones en Cataluña, en Valencia, en
Galicia. Hay una fuerza real que está en los de abajo pero que resulta difícil
de articular en un proyecto. Esto, tal vez, sugiere que hay que buscar otro
tipo de propuestas. ¿Qué puede sustituir el papel que tradicionalmente han
jugado los partidos? No lo sabemos, pero sí sabemos que el conflicto social
sigue vivo. En todo el mundo, aunque con mayor fuerza en el mundo
subdesarrollado que en Occidente, donde las cosas están más controladas.
P. ¿Por ejemplo?
R. Hay movimientos campesinos que luchan por mantener los derechos
sobre la tierra y sobre el agua. Hay trabajadores que se enfrentan a las
reformas laborales. Hay todo un mundo que emerge en una protesta que los
partidos no recogen. Lo hicieron en el pasado, pero hoy ya no son capaces. Esto
cuaja en proyectos más amplios. Los movimientos campesinos, por ejemplo,
enlazan proyectos de relación entre ellos. En Honduras, el pasado año mataron a
un montón de dirigentes campesinos (campesinos e indígenas allí son lo mismo).
Los campesinos tienen problemas con las multinacionales; algunas, por cierto,
de China. Son gente que mantiene vínculos con Vía Campesina, una fuerza de
protesta emergente que aún no es una amenaza real, pero es una esperanza.
Algunos economistas críticos sostienen que la reforma ya no es posible y que
hace falta una transformación profunda que liquide el Estado en su
funcionamiento actual, dando pie a una alianza transnacional. No es seguro que
las cosas evolucionen por ese camino, pero es más probable que la solución
salga de abajo que de arriba. Nadie sabe cómo será el futuro, pero sí sabemos
que habrá que reinventar muchas cosas para que se produzcan los cambios
necesarios. De todos modos, los de arriba vigilan y los nuevos medios de
comunicación les ofrecen grandes posibilidades. Las modernas tecnologías son
totalmente vulnerables al control. Por eso hemos podido oír las expresiones más
íntimas de algunos sospechosos, porque estamos en un mundo donde el grado de
control es muy considerable. De todas formas, habrá cambios porque hay un
problema grave: la desigualdad. Nos hallamos en una situación de estancamiento
económico; al menos eso dicen las previsiones y nadie sugiere que haya
esperanza de salir de ese estancamiento.
P. Estancamiento económico más nuevas tecnologías no
sugieren la creación de empleo.
R. Las nuevas tecnologías minimizan los costes salariales y
aumentan los beneficios. Un economista estadounidense señala que lo importante
ya es saber quién será el dueño de los robots, es decir, a quién deben
beneficiar las nuevas tecnologías. En estos momentos, el estancamiento está
generando miedo porque seguimos en una situación de burbuja en la que se
combinan precios altos, tanto en el sector inmobiliario como en la bolsa, con
tipos muy bajos. Esto puede producir un nuevo estallido, entre otros motivos
porque, sobre todo en Estados Unidos, la banca ha vuelto a las andadas. En el
mundo construido tras la segunda guerra mundial, en el que crecía la propiedad,
crecían los salarios, en el que los sindicatos cooperaban con la política
económica y las empresas lo aceptaban porque las cosas iban bien, cabía una
perspectiva de futuro en el que todo iba rodado. Pero esto se acabó en los
setenta. Cuando se vio que desaparecía la amenaza de un estallido
revolucionario, los empresarios decidieron que ya no necesitaban seguir pagando
una cuota para que todo funcionara y que se podía volver al viejo orden, cuando
el dueño era el dueño y los trabajadores doblaban la cabeza y trabajaban sin
más. Y ahí estamos, pero la solución ya no es volver atrás. ¿Qué pueden hacer
los gobiernos? Es evidente que la escasez de recursos para los servicios
sociales está relacionada con la escasez de ingresos vía impuestos. La parte de
león debería proceder de los impuestos que pagasen las empresas, pero éstas
tienen, todas, filiales en el extranjero, lo que les permite llevarse los
beneficios. Y la solución que aplican los gobiernos es la austeridad que afecta
sobre todo a los de abajo. El futuro no puede seguir siendo igual, pero no se
ven propuestas claras.
P. ¿Radica ahí la crisis de la socialdemocracia?
R. La socialdemocracia tiene el problema de que exige
convencer a los que tienen el dinero de que perder algo evitará una ruptura
total. Esto funcionó mientras se dio la amenaza del comunismo. En los setenta
se vio que los comunistas de los países occidentales no tenían capacidad
transformadora. Tampoco voluntad: en el 68 los sindicatos, tras conseguir un
aumento de sueldo, se fueron a casa; en Checoslovaquia no se aceptaron los
cambios transformadores. Al mismo tiempo se vio que la Unión Soviética no era
ninguna amenaza real, de hecho, nunca lo había sido. En ese momento, los
empresarios decidieron que ya no había que seguir pagando factura alguna. En
los años veinte Karl Kraus escribió un texto precioso. Decía que a él el comunismo
le daba igual pero que bienvenido fuera mientras representara una amenaza para
los capitalistas, una amenaza que no les dejaba dormir tranquilos. Desde los
años setenta duermen a pierna suelta. En 1978, con Jimmy Carter de presidente y
los demócratas controlando las dos cámaras, los sindicatos propusieron una
reforma de las relaciones laborales que defendiese a los trabajadores de la
ofensiva que sufrían por parte del empresariado. La ley superó el Congreso pero
se estancó en el Senado por las embestidas empresariales y nunca llegó a ser
aprobada. Entonces, un dirigente sindical del sector del automóvil renunció a
su puesto en los órganos de mediación social y denunció que se estaba
produciendo una guerra de los empresarios contra los trabajadores. Los cambios
estaban en marcha, luego siguieron en Europa con Margaret Thatcher, para
extenderse más tarde a toda Europa, especialmente tras la crisis de 2008. Se
impusieron los discursos que sostenían que la sociedad no existe, que sólo hay
individuos. De modo que nos encontramos en un mundo con reglas nuevas. ¿Tienen
capacidad de respuesta los sindicatos? ¿Tienen parte de culpa en la situación?
Es evidente que algo hicieron mal cuando todo iba sobre ruedas. En Alemania,
cuando todo era una balsa de aceite, los socialdemócratas tenían crédito, los
empresarios no se oponían a cesiones económicas, los sindicatos eran tan
felices que creyeron que lo suyo era gestionar la situación. Luego se produjo
la crisis, los empresarios se negaron a seguir colaborando y los sindicatos ya
no tenían capacidad de respuesta porque habían renunciado a mayores avances, se
habían contentado con lo que les daban sin percatarse de que eran dádivas. Hoy
la respuesta es difícil. En España, la reforma laboral desarboló a los
sindicatos. Por completo. ¿Se habían acomodado? Quizás sí, pero no sólo ellos.
Fue todo el sistema el que se acomodó porque había el convencimiento de que
todo seguiría siempre igual y no ambicionaron más cambios. ¿Caben parches para
recomponer la situación? No lo parece.
P. ¿El socialismo, no el Partido Socialista, es una
alternativa?
R. Socialismo quiere decir hoy que los otros deben temer que
haya una alternativa y que alguien pueda organizarla. Eso, hoy no existe. La
socialdemocracia tenía como objetivo el cambio dentro del sistema. Y consiguió
no pocas cosas, por ejemplo, el estado del bienestar. Pero cuando llegó ahí, se
quedó sin programa porque no pretendían cambiar la sociedad. Y, lo que es peor,
en medio, sus dirigentes se aflojaron y consintieron retrocesos de los sindicatos,
permitieron las derivas económicas que han llevado a la crisis. La relajación
de los controles sobre el sistema financiero la protagonizan Clinton, Blair,
González. Es cierto que crearon una estructura de derechos sociales, pero luego
resultó que no se podía pagar. No sé si el socialismo se replantea el futuro.
Los sindicatos están muy debilitados. Además, su función no es la lucha sino la
negociación. Lo que falta es la capacidad de presentarse como alternativa a un
sistema corrompido y depredador. Esta alternativa no puede ser ni una
socialdemocracia que se ha acomodado y podrido ni el socialismo identificado al
mundo soviético, que también falló. La prueba es que, cuando se hunde la Unión
Soviética, detrás no deja nada. Así, pues, hay que reinventar el socialismo.
Hay que recuperar la idea de que cabe la esperanza de un sistema sin los vicios
de éste.