El
apolítico, vanguardia del reaccionariado
Pedro L. Angosto. Nuevatribuna.es 20 Junio 2013
Un día de 1976 nos encontrábamos en clase de griego en el
Instituto Público de Caravaca. Dábamos etimología. El profesor, Don Juan
Romera, preguntó a uno de mis compañeros por sus ideas políticas. Un tanto
perplejo y huidizo mi amigo le dijo que él era apolítico. Don Juan, que era un
magnífico profesor, le explicó que eso no podía ser porque si era apolítico,
era también apersona, que todas las personas tenían ideas políticas y debían
manifestarlas para combatir la ignorancia y la indolencia y conquistar nuevas
parcelas de libertad y justicia. Luego nos leyó el célebre pensamiento de Bertolt
Brecht: “El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no
participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el
precio del poroto, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los
remedios, dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro
que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe
que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor
de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las
empresas nacionales y multinacionales”. Durante el resto de la clase estuvimos
debatiendo a Brecht llegando a la conclusión irrefutable de que nadie podía ser
apolítico y que quién así se definía eran personas medrosas de ideología
derechista muy próximas al lumpen, clase social sin conciencia de serlo,
situada por debajo del proletariado y dispuesta a hacer cualquier atrocidad por
cuatro perras para favorecer la estrategia del “amo”.
Se insiste mucho en algunos medios no lobotomizados sobre la
escasa contestación ciudadana contra la brutal política antidemocrática
–entendido el término en su sentido literal y esencial- que está poniendo en
práctica el partido que gobierna España y los que gobiernan la UE. Se dice que
por decisiones mucho menos duras que las que hoy nos impone la derecha
reaccionaria, hace treinta años se habría armado la de dios es cristo. Unos
afirman que es por el colchón familiar, otros que por las pensiones de los
abuelos, otros que por esa miseria de 400 euros que se da a quienes ya no
tienen derecho a la prestación por desempleo. Y creo que son ciertas todas esas
explicaciones, que el conjunto de todas ellas hacen que quienes más estén
sufriendo la crisis hayan entrado en una especie de letargo que les impide
reaccionar como las leyes de la naturaleza obligan ante agresiones que ponen en
riesgo la propia subsistencia y la de tu prole. Pero con ser ciertas no impiden
que haya otras causas que nos ayuden a comprender porque ahora mismo el país,
el continente no esté ardiendo por los cuatro costados ni que los responsables
–que tienen todos nombre y apellidos- de esta inmensa estafa y de este bestial
retroceso en el tiempo no estén ahora mismo refugiados en la parte más helada
de la Antártida.
Durante la dictadura franquista el catolicismo lo impregnaba
todo y consiguió meter en el tuétano de los huesos de la mayoría de los
habitantes de este país el virus de la resignación. Recuerdo los increíbles
“razonamientos” con que los clérigos nos sermoneaban a diario para hacernos
“buena gente” de mañana: “Si te rompes una pierna, da gracias a Dios porque no
ha querido que te rompas las dos”; “si se te muere tu padre, da gracias porque
Dios se lo ha llevado y todavía te ha dejado a tu madre”; “si te acuestas con
hambre, da gracias a Dios porque te permite dormir…”. La resignación cristiana
y la represión fascista fueron el caldo de cultivo en el que creció el
apoliticismo. Al criminal Franco se atribuye aquella frase propia de un besugo
que decía: “Ustedes hagan como yo, no se metan en política”. Mientras, firmaba
penas de muerte a destajo. El caso es que durante los años anteriores a la
muerte del tirano y los que siguieron sólo unos cuantos cientos de miles de
españoles se movilizaron y se la jugaron para conseguir el regreso de la
democracia. El resto, aunque duela decirlo, iba a lo suyo, igual que hoy,
recelando de cualquier persona que hablase de cambiar las cosas, de libertad,
de igualdad o de cosas tan peregrinas como el derecho de todos a la Educación y
la Cultura.
Los pactos de la transacción, entre otros muchas cosas, obviaron
la debida y obligada atención que toda democracia debe a la Educación del
pueblo, a elevar su nivel cultural y excitar su espíritu crítico. Pese a todo,
durante unos cuantos años, los que van desde principios de los ochenta a la
llegada de Aznar al poder, se crearon magníficas universidades públicas, se
restauraron cientos de teatros abandonados, se fundaron universidades
populares, casas de cultura y centros de alfabetización, aunque, al mismo
tiempo, se fueron entregando –sobre todo por los gobiernos autonómicos, con
competencia plena en la materia- parcelas educativas cada vez mayores a la
Iglesia, y la Iglesia católica española sólo sabe de nacional-catolicismo, que
para eso lo inventó. Ese prolongadísimo descuido hizo reverdecer a partir de la
década de los noventa la figura del apolítico, esa persona que nos encontramos
en el metro, el autobús, en el bar, en la calle, vociferando y despotricando
contra quienes intentan hacer leyes justas y contra quienes en las calles
exigen que la democracia lo sea de verdad. El apolítico está en todas las
clases sociales, es, como ahora se dice, un ser transversal. Si tiene posibles
y es de “buena estirpe” puede presidir una cofradía de Semana Santa, un equipo
de fútbol, una asociación de damas de la caridad o, incluso, presidir un
gobierno; si su extracción social es baja puede ser excelente manigero,
correveidile, intoxicador o desmovilizador social en constante alerta, siempre
pendiente de que “el amo” aplauda su voz y sus actos a la espera de una
canonjía o un puestecito para sus hijos y sobrinos en la consejería que sea de
la comunidad o ayuntamiento que sea. Es un ser miserable, carente de ética,
contrario a la moral pública, un ser primario muy poco evolucionado al que no
interesa cosa alguna que no esté muy directamente relacionada con él o con los
intereses del que “manda de toda la vida”. Luego está, dentro del mismo gremio,
una inmensa tropa de presuntos indiferentes que nunca expresan sus ideas ni
muestran interés alguno por la cosa pública, pero que son al final quienes, con
su ignorancia, indolencia, voto o abstención, deciden quién nos va a gobernar a
todos.
Aunque parezca mentira, los efectos de la estafa
financiero-ladrillera urdida por Aznar, Rato y la banca española y mundial,
además de los inmensos daños económicos causados a la mayoría de los ciudadanos
de este país, trajo un destrozo si cabe mayor: El embrutecimiento radical de
una parte sustancial de nuestros conciudadanos, y el bruto es un “apolítico
resignado” que siempre está dispuesto a plegarse ante los abusos de los
poderosos y a morder con saña a quien se la juega luchando por el interés
general, incluido el suyo. Son la vanguardia del reaccionariado, el brazo
armado de los sátrapas, corruptos y malhechores de guante blanco y negro.