El
Concordato no es solo el culpable
Víctor Moreno | Escritor y profesor.
Nuevatribuna.es | 06 Marzo 2015
Una forma habitual de descalificar los Acuerdos con la santa
Sede (1979), derivados del Concordato (1953) es caracterizarlos como acuerdos
preconstitucionales o paraconstitucionales. Incluso, se los ha considerado como
anticonstitucionales.
Digamos que los Acuerdos, tanto los redactados en 1976 como en
1979, son hijos putativos del Concordato. En realidad, son el Concordato.
Presentados con otro nombre han intentado borrar de ellos la semántica
franquista que los delata.
Pero, los acuerdos, se llamen como se llamen, sangran. Fueron,
lo siguen siendo, un botín de guerra suculento con el que los franquistas
pagaron a la Iglesia –“sociedad perfecta”, se le denominaba en el primer texto
del Concordato-, por su gran servicio prestado antes, durante y después de la
Guerra Civil al gobierno de los militares facciosos.
Por esta razón, llama la atención que la Ley de Memoria
Histórica -aprobada por el congreso de los diputados el 31.10 de 2007-, y que
en el capítulo dedicado a la simbología franquista, establece que los «escudos,
insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación
personal o colectiva del levantamiento militar, de la Guerra Civil y de la
represión de la dictadura» deben ser retiradas, no incluyera en esta higiénica
limpieza el texto de los Acuerdos con la Santa Sede, toda vez que estos
representan, no solo simbólica sino realmente, el mayor enaltecimiento que se
haya hecho del franquismo y del nacionalcatolicismo de una Iglesia totalitaria,
sin la cual difícilmente la dictadura del Innombrable se hubiera mantenido en
el poder a lo largo de tantísimos años.
En la actualidad, ya no se discute si estos Acuerdos son
constitucionales o anticonstitucionales. Y aunque se hiciera no tendrían
ninguna consecuencia práctica. Ya es sintomático señalar que ninguna instancia
política o jurídica de este país ha presentado un recurso contra dichos
acuerdos en el Tribunal Constitucional durante estos casi cuarenta años de su
existencia.
Lamentablemente, dichos acuerdos funcionan por encima de la
misma constitución. De hecho, sus contenidos concordatarios determinan de forma
práctica cómo serán las relaciones de cooperación entre la Iglesia y el Estado,
aunque la propia constitución no las sugiera ni establezca de ningún modo
específico. Por poner un ejemplo. El artículo 27. 3 de la constitución
establece que “los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los
padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de
acuerdo con sus propias convicciones”, pero no dice que el gobierno tenga que
pagar salarios a obispos y sacerdotes, ni a los profesores que imparten
religión en las escuelas públicas.
El espectáculo actual, como resultado de dichos acuerdos, es
deplorable, digno de una España negra, donde se da una invasión tan abrasiva de
lo público por lo confesional católico, que convierte la declaración
constitucional de la aconfesionalidad del Estado (16.3) y el derecho a la
libertad de conciencia del individuo (16.1), en papel de fumar.
De hecho, la aconfesionalidad del Estado constitucional sigue
sin estrenarse, no habiendo recibido hasta el momento ningún desarrollo
orgánico legal, sea por vía de orden, decreto o circular firmados por el
Gobierno de turno. Por el contrario, el derecho a establecer los currículos de
la enseñanza religiosa en escuelas e institutos derivan, según sus propias
palabras, de los acuerdos entre la santa Sede y el Estado. Una decisión que
choca frontalmente contra la declaración de aconfesionalidad y de libertad de
conciencia que la propia Constitución establece. Es curioso indicar que para
desarrollar dicha cooperación entre Iglesia y Estado, el Gobierno de la Nación
no ha mostrado escrúpulo alguno en hacerlo de ese modo confesional católico,
pero no ha invertido un minuto en cómo aplicar en la vida pública e
institucional el alcance de tal aconfesionalidad.
Recordemos que en España seguimos con una Ley Orgánica de
Libertad Religiosa de 1980, esa ley que en el 2010 el gobierno de R. Zapatero
quiso modificar, apelando a lo que entonces se llamó “desarrollo de la laicidad
del Estado". Entre otras tímidas medidas, se pretendía prohibir la
presencia de símbolos religiosos -como el crucifijo cristiano- en edificios
públicos y proponer la búsqueda de fórmulas para hacer funerales de Estado
civiles, sin ceremonias religiosas. Así mismo, se quería extender a otras
religiones de "notorio arraigo", algunos de los privilegios que
disfruta(ba) la mayoritaria confesión católica, a la que el Estado financia con
unos 6.000 millones de euros anuales.
El incumplimiento de la aconfesionalidad por parte de la clase
política es absoluto
En la práctica, la aconfesionalidad es un fantasma. No se
practica en los ámbitos de la esfera pública institucional que le deberían ser
propios. Ninguna institución pública –empezando por el propio Gobierno y su
jefatura monárquica-, debería dar muestra de confesionalidad religiosa. Sin
embargo, las transgresiones de dicha aconfesionalidad han sido permanentes
desde que se aprobó la constitución en 1978. En mi libro Santa
Aconfesionalidad, virgen y mártir (Pamiela), se ofrecen multitud de ejemplos de
estas conculcaciones en todos los ámbitos públicos.
El pluralismo religioso y confesional que consagra la
constitución no se ha respetado jamás. Los primeros y máximos transgresores han
sido, precisamente, los políticos; es decir, quienes firmaron su carácter
aconfesional en la constitución.
El incumplimiento de la aconfesionalidad por parte de la clase
política es absoluto. Y no parece que dicha transgresión y delito quite sueño a
quienes se pavonean de representar la ciudadanía de este país. No solamente
asisten a celebraciones religiosas en nombre propio y de la ciudadanía, sino
que, antes de hacerlo, jurararán sus cargos ante símbolos religiosos
confesionales. Pero no nos desanimemos. Hospitales, universidades, cementerios,
escuelas, institutos, ejército y ayuntamientos rezuman prácticas confesionales
católicas a todas horas. En estas instituciones se incumple constantemente el
respeto al pluralismo confesional y no confesional de la ciudadanía.
Ya es un tópico indicar que la mayoría de los pueblos y ciudades
de este país en cuanto llegan sus fiestas patronales se colocan fuera de la
constitución, faltando al respeto que se debe a la pluralidad confesional y no
confesional de la ciudadanía.
¿Por qué sucede todo esto siendo tan clara la declaración de
aconfesionalidad por parte del Estado? ¿Cómo se puede ser tan permisivo con el
incumplimiento de unos artículos de la Constitución, siendo esta tan exigente
en otras esferas de la realidad política y social del país?
Convendría no ser ingenuos y no limitarse únicamente a acusar de
forma exclusiva y excluyente los acuerdos con la santa Sede como causa
explicativa de esta grave anomalía e incongruencia entre legislación y
conductas públicas.
Aunque desaparecieran los acuerdos –lo que estaría muy bien,
aunque solo fuera por cuestión estética-, el problema de fondo seguiría
subsistiendo y la mayoría de las prácticas confesionales de este país seguirían
sucediéndose tal y como las conocemos en la actualidad.
En la vida hay cuatro cosas fundamentales: comer, dormir,
actividades fisiológicas mayores y menores y joder, o dicho al modo clásico,
hacer la picardía. Cuando falla alguna de ellas, la gente echa mano de la
papiroflexia, el macramé, el parchís, la literatura, el arte, la filosofía, la
metafísica y, para decirlo de forma resuelta, la religión.
La religión forma parte de ese conjunto de soluciones con las
que el ser humano se ha dotado para explicar, justificar y mitigar algunos de
los efectos negativos de sus anomalías y carencias como sujeto de la especie.
La religión es una de las peores soluciones, si no la peor, que el ser humano
ha encontrado para explicarse su radical insuficiencia existencial. Lo es,
porque las soluciones que busca a sus problemas las encuentra fuera de sí
mismo, refugiándose en explicaciones ajenas a su propio ser. Convierte la
religión en superstición, y la superstición en religión. Huye de la inmanencia
y autonomía moral, para refugiarse en la transcendencia y heteronomía
religiosa.
España ha sido uno de los países que más ha valorado la religión
a lo largo de su historia, tanto que hemos sido capaces de matar y morir por
ella durante siglos. Iglesia mediante, claro. La religión ha sido el humus
nutricio de la tradición, de las costumbres, de los usos, de los ritos y de la
mentalidad que todavía sigue usándose como justificación existencial de lo que
al ser humano le pasa y, sobre todo, lo que no le pasa. Es bien sintomático que
los fundamentos en que se basan los obispos actuales para enseñar religión en
las escuelas y en los institutos partan de la idea de que el ser humano no
puede ser feliz ni humano sin creer en Dios… Los ateos son una anomalía de la
especie. Para la iglesia es mejor votar a un corrupto que a un ateo. Porque la
mayor corrupción existente es ser ateo.
A esta gente, que se considera además de representante oficial
de las tradiciones y de la tradición religiosa nacionalcatólica, hacerles ver
que la defensa de la aconfesionalidad y del laicismo no es incompatible con
creer en Dios es como pretender explicar a una babosa del campo la teoría de la
gravedad. No han comprendido siquiera que creer en Dios o no creer no nos libra
de ser unos asesinos, unos crápulas y unos degenerados. De hecho, la población
reclusa de cualquier país del mundo está llena de gente que alardea de creer en
Dios y en su santa madre. Y no hace falta apelar a la existencia de tanto
pederasta ensotanado, porque acabamos de hacerlo.
¿Por qué resulta tan imposible que esta gente entienda que el
respeto al pluralismo confesional y no confesional forma parte del Derecho, y
que una sociedad no tiene arreglo si su conducta se fundamenta en tradiciones,
costumbres y usos cuyo fundamento empírico está fuera de la propia sociedad?
¿Por qué resulta tan difícil de entender que solo aquellos valores, verificados
empíricamente sobre la base de verdades discutidas, constituyen el único lazo
posible con el que las personas, sean del credo que sean, pueden establecer
vínculos reales de unión?
La creencia en Dios no es compartida por todos los seres
humanos; luego no puede ser un buen fundamento y un buen vínculo civil para
establecer leyes y reglas de comportamiento que afecten a todos.
Pero desengañémonos. Si la sociedad española asumiera de forma
consciente el carácter aconfesional de la propia constitución, y, pongo por
caso, no llevase sus hijos a clases de religión impartida en escuelas públicas,
seguro que, entonces, el Gobierno comenzaría a mirar de reojo los dichosos
acuerdos.
Si los alcaldes de pueblos y ciudades de España asumieran de
forma práctica el carácter aconfesional de los ayuntamientos que representan, y
no asistieran, por ejemplo, a ninguna celebración religiosa en nombre de la
ciudadanía a la que usurpan confesionalmente, seguro que entonces la Iglesia
empezaría a rebajar sus humos totalitarios nacionalcatólicos.
Pero mientras dure la actual actitud de la sociedad y de los
ayuntamientos, tanto el gobierno como la iglesia tendrán motivos más que sobrados
para seguir actuando de un modo arbitrariamente confesional.
Los Acuerdos derivados del Concordato tienen su parte de
responsabilidad en la degradación confesional en que está sumida la sociedad
española, pero el resto responsable pertenece a la propia sociedad que aún no
ha rechazado el soborno y el chantaje al que la somete una religión orquestada
por quienes han hecho de ella una forma organizada de capitalismo salvaje, con
el consentimiento de unos partidos políticos y Gobiernos resultantes –sean socialistas
o de la derecha ultramontana-, a quienes la aconfesionalidad les importa un
rábano; especialmente, porque nadie mejor que ellos saben que defenderla no
suma votos, sino todo lo contrario.
Hay quienes piensan que, solo derogando los Acuerdos con la
santa Sede y organizando la vida pública institucional según criterios no
confesionales, se podría avanzar en el respeto al pluralismo y a la libertad
individual de los seres humanos. Ojalá fuese así, pero me temo que el ser
humano ha sido siempre muy reacio a cambiar su forma de ser y de estar en el
mundo mediante leyes, sobre todo cuando estas tratan de tocarle el magro de sus
creencias y de sus tradiciones de toda la vida… y, si son religiosas, ni para
qué contar.