Los
historiadores de la Segunda República y la Guerra del 36 que necesitamos (y los
que no)
Pablo Sánchez León, Público,
18 Jul 2017
Desde hace años, cada aniversario del golpe de julio de 1936 que
culminó en la destrucción de la República democrática es aprovechado para
intervenir sobre el estado de la opinión pública en relación con esa parcela
dramática del pasado común y sus secuelas. Esta vez parece que toca reivindicar
a los historiadores —así, en genérico—, a ver si dejan de ejercer de convidados
de piedra, que es lo que vienen haciendo desde el más benigno de los juicios,
ante el avance de la cultura del recuerdo.
A lo largo de las últimas dos décadas, el estudio de la crisis de
la República y la guerra ha experimentado una transformación profunda al pasar
a primer plano la investigación sobre las matanzas de civiles lejos de los
frentes. En esta nueva orientación son muy variados los expertos que también
tienen, y mucho, que decir y aportar: arqueólogos, forenses, antropólogos,
juristas… todo un surtido elenco de especialistas. También desde luego los
historiadores. Pero la diferencia es que todos los anteriores suelen
aprovecharse de los hallazgos respectivos cuando no colaborar en sus
actividades. En cambio los historiadores españoles en general no.
Un solo dato resulta suficientemente elocuente: desde 2016
funciona en la UNED un MOOC (siglas de Massive Open Online Course, es decir,
curso no presencial abierto y masivo) que reúne el conocimiento experto de
todos los especialistas implicados en las exhumaciones de fosas comunes . Pues
bien, no hay un solo historiador entrevistado. Es decir que veinte años después
de la primera exhumación posterior a las de la transición, todavía se está
esperando a que los historiadores profesionales aporten su saber experto al
asunto, beneficiándose a su vez a cambio del conocimiento que todas esas
disciplinas aportan a cuestiones muy relevantes para la elaboración de
interpretaciones más rigurosas sobre el ejercicio de la violencia en estados de
excepción en general y en la guerra de 1936 en particular.
Sin duda los historiadores no han venido actuando así por mala fe
ni falta de rigor profesional, sino por lo mal que han estado asesorados por
sus mentores, especialmente los de la generación de la transición, quienes en
general han mostrado un recelo más que clamoroso hacia todo lo que sonase a
“memoria”. Si estos han logrado durante tiempo imponer su estrecha mirada fuera
y dentro de la profesión es porque, más allá del sesgo ideológico conservador,
en su postura hay también un indisimulado temor corporativo, pues si por un
lado las exhumaciones exponen a los historiadores a la concurrencia de otros
especialistas, por el otro se ven presionados por la proliferación de numerosos
conocedores no acreditados que han irrumpido en los trabajos de la memoria, y
muchas veces para aportar insumos cruciales en la elaboración de los mapas de
fosas y la reconstrucción de los escenarios locales de violencia. Son sin
embargo muy pocos los historiadores que tienen la honestidad de reconocer que
también los amateur contribuyen al mejor conocimiento del pasado traumático.
Que la profesión se encuentra en una encrucijada por el despliegue
de la globalización es algo que no debería sorprender, sobre todo tratándose de
una democracia como la española, que no funda su relación con el pasado en la
cultura de los derechos humanos que acompaña dicha globalización. El problema es que no es así como en general
los historiadores cuentan la historia, sino que se obstinan en acusar de los
males que afectan a su actividad a la creciente polarización en la opinión
pública en general, fomentada por los partidos, y en particular a la
contribución destacada del movimiento memorialista en ese escenario. Tal es la
explicación que aparece en el artículo que firma el catedrático Javier Moreno
Luzón en las páginas del domingo 16 de julio en El País donde vuelve una vez más con la letanía de
que han sido las polémicas públicas sobre memoria las que al parecer “han
enrarecido el panorama historiográfico hasta extremos inimaginables” en los
últimos años.
Cierto, si no fuera un diagnóstico incompleto y, dejado así,
falaz. Pues son también muchos los historiadores reputados que han contribuido
activamente y no como simple reflejo o efecto del ambiente general a enrarecer
el medio profesional hasta hacer que los especialistas en la República tiendan
“hoy a alinearse en facciones enfrentadas a cara de perro”. Lo más interesante del caso es que entre
estos últimos destacan algunos de los que aparecen opinando en el otro artículo
que El País ha dedicado el mismo día a anticipar la conmemoración del 18 de
Julio.
El reportaje de José Andrés Rojo se titula Historia, no
combate… pero no hay más que contrastar
las declaraciones de los entrevistados con las aseveraciones del texto de
Moreno Luzón para entender que ¡el único combate que se libra hoy día es entre
los historiadores unos contra otros! Eso sí, la suya es una guerra entre
sordos, porque nadie polemiza con nadie, se reduce todo a ocupar cada uno su
taifa académica como un coto vedado, lanzar sus soflamas contra los que no
opinan como ellos sobre la República y la guerra, y de vez en cuando dejarse
caer sobre el conjunto de los ciudadanos desde algún púlpito mediático. Esta
actitud profesional tan irresponsable se viene justificando negando a los
adversarios credenciales “científicas”, palabra ésta fetiche empleada sin
recato por quienes menos avales tienen a ese respecto. Porque no nos engañemos:
estos historiadores, sean de uno u otro signo, son todos igual de tradicionales
en su concepción de la profesión y por tanto están muy poco preparados para la
interdisciplinariedad que exige hoy el estudio de la República democrática de
los años treinta y su destrucción en un baño de violencia sobre civiles. Así
está a día de hoy el escenario académico del cual se nos quiere seguir contando
que la culpa de todo la tiene el movimiento memorialista, aunque entre los
entrevistados por Rojo algunos tienen una opinión más positiva que la mayoría.
Ellos lo saben, por mucho que lo disimulen; con todo Moreno se
apresura a salvar de antemano al conjunto de la profesión asegurando que “entre
tanto, la historiografía se ha enriquecido con un sinfín de artículos, libros y
congresos, impulsada a menudo por profesionales españoles que se mueven con
soltura en las universidades europeas”. Se le ha olvidado añadir que también
los especialistas en la República y la guerra desde esas otras disciplinas que
sus colegas historiadores vienen despreciando por figurar en el campo de la
memoria están alcanzando prestigio internacional, y se podría decir que de modo
más fulgurante y rotundo que los historiadores, empezando por algunos grupos de
investigación del CSIC; pero no solo.
Y aún así, el asunto principal se le escapa al columnista, porque
una cuestión como la violencia sobre civiles no necesita, según plantea,
simplemente enriquecerse con los aportes de “la historia cultural” o
cualesquier otros enfoques: lo que reclama es ser convertida en el eje y el
centro de todo un nuevo marco narrativo sobre la experiencia democrática de los
años treinta y su hundimiento a manos de fanáticos integristas contrarios a
toda condición de ciudadanía. Esto es algo que leyendo su texto se ve que los
historiadores no terminan de comprender, entre otros motivos porque a día de
hoy les desborda como cometido y les sitúa en la necesidad de colaborar codo
con codo con numerosos otros especialistas. El argumento vale igual para el
reportaje de Rojo. Si el periodista, además de dar espacio a unos cuantos
historiadores, hubiera recabado la opinión de especialistas en la violencia de
los años treinta procedentes de otras disciplinas, habría conseguido ofrecer al
público un tratamiento plural del asunto, aunque seguramente a costa de perder
la voz coral que parecía estar buscándose para apuntalar lugares comunes.
“La política maniquea pervierte el conocimiento de la historia, y
este, como la calidad de nuestros debates, sale perdiendo”. Esta aseveración de
Moreno Luzón, siendo perfectamente compartible, tiene el problema de no venir
precedida de una mínima evaluación crítica de la propia profesión que permita
valorar sobre hasta qué punto los historiadores que dominan el campo de la
República y la guerra no son solo víctimas de la situación que viven. Pues hay
opiniones muy reveladoras de la profundidad de la crisis en que los
historiadores han ido entrando por activa y por pasiva, como la que lleva a uno
de los entrevistados por Rojo, Santos Juliá, a declarar que en relación con las
exhumaciones “hay una demanda social de la que no se han hecho cargo las
Administraciones públicas, poniendo a trabajar en su resolución a jueces,
forenses, autoridades políticas”. De nuevo una postura perfectamente asumible
si no viniera de labios de uno de los principales fustigadores del movimiento
memorialista desde su surgimiento.
Lo interesante de este cambio de postura de Juliá es que muestra
que la guerra que publicistas como él abrieron hace una década larga de manera
unilateral contra el movimiento que ha hecho posible las exhumaciones y contra
sus reclamos narrativos, está ya perdida. Algunos han llamado a este tipo de
actitudes la desfachatez del intelectual posfranquista, pero también puede
verse como la estrategia de quienes, ante las horas bajas por las que esta pasa
su postura cerrada ante los cambios en la opinión pública, intentan ahora
sumarse al carro de los tiempos, pero para seguir negando la contribución de la
memoria a la construcción colectiva del recuerdo.
Sin embargo, por el camino el mundo ha cambiado. Lo que no parecen
entender quienes continúan intentando engrasar la ideología de la
reconciliación a base de mitificaciones y exoneraciones es que entre el fin de
la dictadura y el paso al siglo XXI el acercamiento de los españoles al pasado
común experimentó una transformación estructural y sin marcha atrás, de manera
que ha pasado a ser uno de los rasgos que definen la cultura ciudadana. Se
equivocan quienes ven en las exhumaciones una actividad puramente
reivindicativa del movimiento memorialista: la relación con el pasado
traumático se ha convertido ya en un rasgo estructural de la cultura ciudadana
posfranquista.
No se trata entonces, como asume Rojo demasiado ligeramente, de
“remotos episodios históricos” sino que son ya parte de la cultura democrática
del siglo XXI. Están aquí, no solo allí: nos constituyen, de manera que tanto
mejor cuanta más conciencia tengamos de ello. Mas no por esto merecen la
censura que se les propina al argüir que esos sucesos “mantienen intacta su
capacidad de provocar emociones enconadas y de desatar debates apasionados
donde es más fácil tirar de garrote que proponer una serena reflexión”. Esta
insensibilidad hacia el papel de la memoria en la cultura ciudadana es la que
en cambio resulta censurable: habría entonces que decir lo mismo de la
filosofía griega antigua o de la conquista española de América, también
expuestas a debates apasionados sin por ello impedir la reflexión sesuda, al
contrario. No: el pasado asumido como cultura ciudadana es justamente el que
mejor permite el diálogo crítico entre interpretaciones no ya diversas sino
adversas; es solo que cuando se juntan de por medio cuestiones de justicia, el
menosprecio recibido puede y suele convertirlas en signo de identidad y
favorecer antagonismos. Con toda legitimidad, porque están señalando marcados
déficit de reconocimiento hacia los ciudadanos por parte de las instituciones.
En cualquier caso, lo logrado hasta hoy por la democracia española
en el terreno de la cultura de los derechos humanos y del recuerdo ha sido,
guste o no a determinados historiadores, gracias sobre todo al empeño y la
constancia de los miles de personas que de manera activa e implicada —a veces
solos o reivindicando, otras con el concurso de artistas, creadores,
intelectuales, etc., y reflexionando— hacen posible la difusión de esos valores
entre los ciudadanos. En cambio, cuando Moreno Luzón considera “cosa notable”
que en la transición pudiera darse “el diálogo entre gentes de ideologías
distintas, que no confundían su proximidad a una u otra tendencia con la fe
ciega en sus bondades”, y la contrasta con la inviabilidad de semejante diálogo
hoy, le falta preguntarse si él o sus colegas han contribuido realmente a esa
cultura del intercambio y el distanciamiento crítico hacia las posturas y
prejuicios propios. Porque la impresión que han dado en las últimas dos décadas
es bastante diferente, por no decir contraria. ¿Cuándo se ha visto a los
historiadores expertos en la guerra plantear un debate serio y respetuoso fuera
de la profesión? No lo han hecho, y ahora se lamentan de los efectos de su
propia siembra de prepotencia y desprecio. Pero es que ni siquiera es algo que
hayan cultivado hacia dentro de la profesión. ¿Para cuándo un debate dialogado
entre esos dos pesos pesados que son Viñas y Juliá?, ¿o entre sus
continuadores, un Hernández Sánchez vs. un Fernando del Rey? Porque a nadie se
escapa ya que estos autores, académicos todos, encarnan posiciones muy
contrarias en su interpretación del pasado reciente pero que no confrontan
jamás ante el público ni ante otros colegas.
Los historiadores especialistas en esa otra gran experiencia
democrática del siglo XX que fue la Segunda república, y en las matanzas de la
guerra del 36 que le siguió, han dejado hace tiempo de comportarse de modo
ejemplar como ciudadanos comprometidos siquiera con el buen comunicar en el
espacio público y el diálogo con sus colegas.
No pueden pretender dar lecciones morales quienes no se las aplican a sí
mismos. No solo han perdido el crédito
para presentarse como autoridad última en los debates que se extienden por la
sociedad civil, sino que están incluso siendo desplazados de la centralidad que
poseyeron en su día como narradores del pasado común. Esa es su encrucijada, en
buena parte ganada a pulso, que algunos quieren ahora hacernos pagar a todos.
Por eso hay que precaverse contra argucias como la de Santos Juliá
cuando sentencia que “la única lectura que una democracia puede hacer de su
pasado debe hacerse desde la historia, no desde la memoria”. Esta frase no dice
lo que realmente quiere decir: no se trata de una querella entre saberes.
Cuando se trata de imponer que el pasado lo cuente la historia y no la memoria
lo que se quiere decir es que no intervengan los ciudadanos, que no contribuya
la gente a la construcción colectiva del pasado común. Es el tipo de retórica
es la que más gusta a los historiadores acostumbrados a pontificar sin rendir
cuentas fuera de la profesión y a
manipular el interior del mundo académico.
Que la narración del pasado se la reserven los historiadores no es
ni admisible ni posible en un mundo de ciudadanos. Por suerte, la historia es
una de esas maravillosas “culturas de cualquiera”, como las llama Luis
Moreno-Caballud, que “cuestionan en la práctica el régimen de autoridad en que
se basa la tradición cultural” que en el tratamiento de las cuestiones que
afectan a la ciudadanía “solo reconoce la actividad de los expertos”. En
relación con el pasado, y sin menospreciar la contribución de los especialistas
y profesionales, “todos sabemos algo y nadie lo sabe todo”: se trata entonces
de confiar en nuestras “capacidades para construir colaborativamente saberes y
respuestas eficaces” a los asuntos del pasado que nos afectan.
Mientras avance la globalización, y con ella una modernización que
destruye tanto como parece construir, todos los ciudadanos seremos un poco
historiadores. Esto debería ser una buena noticia para las nuevas generaciones
de investigadores. Pues siempre necesitaremos alguien que, además de ofrecer
sus interpretaciones de base documental, sintetice los intercambios entre
disciplinas dentro del mundo académico y a la vez intervenga en los diálogos
que brotan de la sociedad expuesta a la globalización; esto es algo muy
distinto de intentar imponer un conocimiento supuestamente experto, y menos
sobre la retórica excluyente de la ciencia, que en este terreno muestra su poco
democrática faz.
Mucho por hacer. Con todo, al menos toda la fanfarria de
argumentaciones espurias y retóricas cicateras con las que se buscaba mantener
separadas la historia y la memoria apenas ha surtido efecto: con la crisis del
régimen del 78, no solo se ha puesto en entredicho el relato mítico de la
transición, sino también la pacata narración sobre la crisis de la segunda
república en que a su vez este se basaba. Mientras vivamos un régimen
democrático, mientras nos sintamos ciudadanos portadores de derechos
reconocidos en una constitución, no habrá manera de que dejemos de mirar a los
años treinta del siglo XX como un tiempo vinculado de manera constitutiva con
el presente. Son nuestros ancestros, pero no precisamente por una supuesta
violencia cainita más o menos consustancial sino por haberse dotado de una
democracia, con todos sus problemas, como la nuestra también los tiene.
Esto no quiere decir que no sigan los desacuerdos acerca de
quiénes trataron activamente de destruir entonces la ciudadanía y quiénes no,
terreno en el que se medirán las perspectivas por su rigor teórico, no solo por
el aporte documental. Pero lo que se necesita con más urgencia para recuperar
una profesión a la que le dura ya más de la cuenta la introversión es una
sensibilidad hacia los otros portadores y creadores de relatos históricos. La
falta de preparación moral y profesional para la escucha y la sensibilidad en
el grueso de los historiadores españoles está en el origen de una parte
fundamental de los problemas que arrastra la recuperación de la memoria aún en
el siglo XXI. Y además andan entre sí a la gresca desde hace más de una década,
cuando decidieron trasladar al seno de la comunidad científica la actitud que
adoptaron desde el principio contra el movimiento memorialista. Todo un
panorama.
El historiador que necesitamos es de este pelaje y catadura. Esos
historiadores no nos representan, y por tanto no necesitamos sus relatos que
nos cierran en vez de abrirnos la imaginación sin aportarnos a cambio rigor. Es
otra la tarea que nos incumbe, y para ella sean bienvenidos también los
artistas, los creadores, los periodistas, los ciudadanos de a pie, con el común
acuerdo de acabar con el monopolio del relato de la guerra en manos de
especialistas incautos, ególatras y que nos quieren seguir privando del derecho
a conformarnos colectivamente de modo activo y consciente.
Pablo Sánchez León es investigador y coautor del libro La guerra
que nos han contado y la que no. Memoria e historia de 1936 para el siglo XXI
(Madrid, 2017).