Ángel
Viñas. Revista de Libros, Julio de 2016
Un remedo de libro
Reseña
de:
La
Guerra Civil contada a los jóvenes
Arturo
Pérez-Reverte
Madrid,
Alfaguara, 2015
144
pp. 17,95 €
Este
libro tiene 127 páginas con treinta capitulitos (en realidad, epígrafes) más
anexos (figuritas de uniforme, mapas, términos esenciales, momentos clave y
biografías del autor y del dibujante). La longitud del texto es ínfima:
veintisiete páginas cubren el período 1931-1945 y lo que queda se despacha en
cinco. Ninguna es completa y varían sólo entre la mitad y tres cuartos con tipo
de letra grande e interlineado generoso. El resto son ilustraciones y páginas
en blanco.
Para
no inducir a error, y gracias a la ayuda de Jordi Grau, profesor de enseñanza
secundaria y bloguero, el texto puede expresarse en páginas de ordenador en
Word, Times New Roman 12, con interlineado normal y doble para separar
párrafos. El no titánico esfuerzo se ha reflejado en solo diez páginas y un
tercio. Un total de 4.547 palabras. Los expertos determinarán su equivalencia
en páginas de periódico. No creo que dé para más de dos o tres. El número de
palabras por epígrafes es el siguiente: prólogo, 109; las causas políticas,
126; los modelos extranjeros, 112; las fuerzas enfrentadas, 134; la
sublevación, 131; el comienzo de la guerra, 116; las atrocidades, 124; el
avance sobre Madrid, 111; los asedios, 97; éxodo y tragedia, 122; represalias
en la zona republicana, 123; la intervención exterior, 120; el gobierno de
Burgos, 110; el Jarama, 90; Guadalajara, 98; guerra en el mar, 105; la
retaguardia nacional, 120; la republicana, 101; las mujeres, víctimas
frecuentes, 128; Unamuno, 112; Barcelona, 103; Guernica, 120; Brunete,
Belchite, Teruel, 137; el Ebro, 118; el comienzo del desastre de la República,
121; la sublevación de Casado, 145; el exilio, 106; la España franquista, 134;
la Segunda Guerra Mundial, 125; el maquis, 114; y el retorno a la democracia,
130. El glosario da para 715 y los momentos claves para 175. Los dos epígrafes
más largos son los de las fuerzas enfrentadas y la sublevación de Casado. La
exigüidad se comenta por sí sola, sin tener en cuenta que a veces los epígrafes
incluyen temas más amplios. El de Guernica, por ejemplo, comprende toda la
campaña del Norte.
La
terminología utilizada es significativa. Los sublevados aparecen siempre como
«nacionales» Sus oponentes como «republicanos». Los términos «fascistas» o
«rojos» hacen acto de presencia una sola vez y entrecomillados. El oprobioso
fascismo se reserva para alguna que otra referencia a Italia y Alemania en el
glosario. A Falange se la presenta como uno de los «movimientos más extremistas
de derecha». Entre las izquierdas, a los socialistas sólo se les menciona una
vez; a los anarquistas, dos, y a los comunistas, siempre ligados a Rusia, tres.
La guerra se dirimió entre dos «bandos», término que aparece nueve veces.
«Rebeldes», trece.
Salvo
Franco, citado ocho veces, no abundan los personajes. Mussolini, García Lorca,
Muñoz Seca, Millán-Astray, Picasso, Capa, Antonio Machado, José Antonio Primo
de Rivera, Alfonso XIII o Adolfo Suárez se mencionan una sola vez; Casado, dos,
como Juan Carlos I; solamente Unamuno tiene derecho a tres. (En el glosario,
Hitler aparece cuatro veces y en dos momentos clave se mencionan a
Alcalá-Zamora y Azaña).
Lo
que antecede no sugiere nada sobre la calidad. Un artículo corto puede ser
rompedor. Menos aún cabe pensar que el autor haya pretendido escribir un
articulito de historia «pseudoestructural». Se trata de una muy somera
descripción de acontecimientos y episodios en un estilo que se supone conviene
a chavales de entre doce a dieciséis años. Es decir, de sexto de Primaria a
cuarto de la ESO y, quizás, el primer año de Bachillerato. Chavales, tal vez,
que no están acostumbrados a leer y que padecen del lamentable estado de la
enseñanza de la historia contemporánea en tales segmentos educativos.
Ciertamente, para una gran parte, el conocimiento del pasado es una mezcla
heterogénea de elementos de procedencia diversa, herencias de la experiencia
familiar, anécdotas, prejuicios, informaciones no contrastadas y
mistificaciones. La escuela española no ha logrado reedificar un conocimiento
de la historia reciente desde una perspectiva inequívocamente democrática. Los
diseños curriculares y los libros de texto, reconociendo el enorme esfuerzo de
actualización desplegado en los últimos decenios, no han escapado a la
acomodación al canon historiográfico de la «equidistancia». En la práctica
docente no es raro que se liquide este período de manera superficial y
superacelerada, con voluntad de obviar episodios controvertidos o, simplemente,
molestos.
La
idea del autor, ya que no original, es muy loable. Conviene que las
generaciones del siglo XXI sepan algo del pasado. Si la enseñanza reglada no lo
hace, el equivalente de un articulito, ilustrado profusamente, quizá pueda
competir con YouTube o con esos libros de texto que, si bien han experimentado
transformaciones vanguardistas en lo que a diseño y recursos gráficos se
refiere, siguen adoleciendo de la falta de transposición al ámbito didáctico de
los resultados de investigación historiográfica actualizada sobre elementos
clave, tales como la urdimbre de la trama del golpe de Estado, la internacionalización
del conflicto, la dinámica política y social y, sobre todo, la etiología de la
violencia y la represión.
En
declaraciones a la prensa, el autor afirma haber leído extensamente. Se echa de
menos una mínima bibliografía que pudiera dar pistas sobre qué obras haya
hojeado. Para información, al menos, de los papás y mamás. Su articulito no
contiene, ni lo pretende, abordar ninguna idea o interpretación que no se hayan
repetido de forma recurrente en la literatura (ni tampoco en las contraideas o
contrainterpretaciones en un campo que en los últimos treinta años ha sido
objeto de innumerables tratamientos científicos apoyados por evidencias de toda
índole).
Menos
loable es que Pérez-Reverte presente, nada menos, su trabajo afirmando que,
«para evitar que tan desoladora tragedia vuelva a repetirse nunca, es
conveniente recordar cómo ocurrió». Esta manidísima y oculta referencia a
Santayana no viene a cuento en absoluto. También figura en la contraportada por
si a algún eventual lector le asaltaran dudas. Ahora bien, tal y como aborda la
Guerra Civil, parece difícil que en el presente o en el futuro puedan darse
cita las «causas políticas» que identifica. Si su propósito didáctico estriba
en extraer «conclusiones útiles sobre la paz y la convivencia que jamás se
deben perder. Lecciones terribles que nunca debemos olvidar», en mi modesta
opinión, fracasa estrepitosamente.
¿Cuáles
son las causas que, según él, llevaron al conflicto? Atraso social y económico,
mucha pobreza, incultura, desigualdades sociales, insatisfacción con el estado
de cosas, la tierra no era de quien la trabajaba, las condiciones laborales (en
las fábricas) eran «a menudo» injustas. En consecuencia, se producían
disturbios, algaradas y alteraciones del orden público. Todo ello impedía la
estabilidad política. Si estas fueron las causas, ¿no podrían pensar los
chavales que tales fenómenos también se producen hoy en día?
De
lo que no tendrán experiencia es de otros rasgos: «derechas e izquierdas se
organizaban para lo que, tarde o temprano, parecía confrontación inevitable» y,
además, «las revueltas callejeras, sublevaciones e incidentes diversos [...]
alteraban el orden público y contribuían a crear [sic] esa sensación». Esto
último, afortunadamente, ya no ocurre en la España de nuestros días, como
incluso las mentes infantiles o en proceso de formación pueden comprobar a
diario.
También
podrán pensar, si lo hacen, que no existen muestras del chispazo que se
atribuye a «buena parte de los jefes y oficiales del ejército», en connivencia
con ciertos movimientos extremistas de derecha (eludiendo cualquier
responsabilidad que no sea la de Falange). ¿Y por qué se sublevaron los
militares? Pues simplemente porque «se creían marginados por la República». Los
chavales más despiertos podrán comprobar, si preguntan a sus papás y mamás, que
tal no es el caso en nuestros días.
Aparte
de la debatida cuestión de la «inevitabilidad» de la guerra, lo poco que dice
el autor sobre el contexto exterior permite remachar que el «santayanismo»
ofrece una pista errónea. Como es frecuente en la literatura hispanocéntrica,
abundan las falsas afirmaciones (lo que dentro de la parquedad informativa es
revelador). Italia no envió una fuerza terrestre de cincuenta mil soldados. No
es cierto que Mussolini, avergonzado por la derrota de Guadalajara, no
perdonase nunca a sus tropas aquel desastre. Los tanques soviéticos no actuaron
con mucha eficacia, pero al autor ni se le ocurre mencionar los aviones.
Insiste en la especie (franquista y de la Guerra Fría) de que Rusia intervino
confiando en que una victoria republicana terminase convirtiendo a España en un
país comunista. Atribuye mucha importancia a los que, contradictoriamente,
denomina «disturbios en Barcelona» (mayo de 1937), pero los liga a la
intervención directa «de los agentes soviéticos que actuaban en España». Es una
tergiversación afirmar que la guerra «se convirtió en motivo de estudio y
experimentación para los regímenes europeos que pronto se enfrentarían en la
Segunda Guerra Mundial». Lo fue, sobre todo, para el Tercer Reich, pero
bastante menos para la Unión Soviética. Salvaré al autor por reconocer que el
bombardeo de Guernica se hizo con «autorización del Estado Mayor de Franco» en
un «ensayo despiadado de lo que después serían las tácticas aéreas nazis». Es
algo que siguen negando, todavía hoy, historiadores de derechas, incluso en
obras destinadas a la enseñanza universitaria.
La
parte militar es de pena. Sin duda es muy complicada para las mentes
infantiles: «Las ofensivas republicanas se vieron obstaculizadas por los
problemas políticos de retaguardia» es hasta punto cierto, pero se omiten la
carencia de recursos, la dificultad de crear un ejército capaz de enfrentarse a
otro dirigido y encuadrado por profesionales, la incapacidad de formar masas de
maniobra y los obstáculos tácticos y estratégicos a la hora de obtener recursos
del exterior, también soviéticos. Así que no se explica la tenaz resistencia
frente, y esto sí está bien visto, a un Franco «que no dudaba en sacrificar a
las propias tropas en una larga guerra de desgaste, mientras que con la
represión de los vencidos aseguraba las zonas conquistadas». Tampoco esta es
una afirmación que compartan numerosos autores franquistas. Evidentemente,
Pérez-Reverte va de «progre».
El
relato elude todas las cuestiones claves, de difícil comprensión para los
chicos y chicas del siglo XXI: ¿cómo se distribuyen las responsabilidades en la
preparación de la sublevación y por qué? ¿Qué convirtió la sublevación a una
guerra civil? ¿Por qué se hizo la guerra? ¿Por qué duró casi tres años? ¿Qué
fue la guerra? ¿Por qué duró tanto el franquismo? Aquí, la imprecisión
terminológica es notable: de «férrea dictadura», sin otro calificativo, se pasa
a régimen de «carácter autoritario». Un régimen, al parecer, muy limitado,
porque lo habría sido en tanto que «represor de libertades políticas y
ciudadanas».
Eso
sí, todos «pelearon con crueldad y también con valentía» (aparentemente, la
guerra debería haber sido «florida», como entre los mesoamericanos anteriores a
la conquista, y el valor se supone a todos los españoles por el mero hecho de
serlo). Con todo, se reconocen similitudes y diferencias: «Las tropas rebeldes
tomaron terribles represalias contra la población partidaria del legítimo
Gobierno de la República», pero «en la zona republicana ocurrieron también
innumerables atrocidades». El autor carga la siniestra contabilidad contra las
primeras. Ahora bien, es difícil que el número de asesinados entre los leales a
la República fuera ciento ochenta mil. Más acertada es, en los causados en esta
zona, una cifra en torno a los cincuenta mil.
Choca
la forma en que Pérez-Reverte termina el equivalente de sus ocho páginas y un
tercio de texto (sin glosario y momentos clave): «A la muerte del dictador,
España se convirtió en una monarquía parlamentaria por decisión personal del
rey Juan Carlos I [...] [que] volvió a legalizar los partidos políticos,
procuró la reconciliación nacional, liquidó el régimen franquista y devolvió a
España la democracia». La tímida contextualización del comienzo del relato
desaparece. La responsabilidad monárquica en la preparación de la guerra se
omite cuidadosamente.
Debo
felicitar efusivamente al autor y a la editorial por el éxito económico que
supone haber vendido cuatro ediciones en menos de tres meses de un articulito
de cuatro mil quinientas palabras. Es algo que no está al alcance del común de
los mortales. Mucho menos en un país en el que, casi todas las semanas, se
publica algún libro sobre un aspecto u otro de la guerra y en el que las autoridades
han cortado la desclasificación de documentos de índole militar.
Alfaguara
afirma en la contraportada que se cuenta la guerra «de forma escueta, objetiva
y rigurosa, sin clichés partidarios ni etiquetas fáciles». Publicidad barata.
Me pregunto si hubiera aceptado un texto parecido caso de haberlo escrito algún
exprofesor de enseñanza secundaria. Sugiero el nombre de Fernando Hernández
Sánchez, a quien agradezco sus observaciones sobre el ámbito en que se educan
esos jóvenes para los que escribe nuestro estimado novelista.
Ángel
Viñas es historiador y catedrático emérito de la Universidad Complutense. Es
autor, entre otros muchos libros, de la trilogía formada por La soledad de la
República, El escudo de la República y El honor de la República (Barcelona,
Crítica, 2006-2009), El desplome de la República (con Fernando Hernández
Sánchez; Barcelona, Crítica, 2009), La conspiración del General Franco y otras
revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada (Barcelona, Crítica, 2011),
Las armas y el oro. palancas de la guerra, mitos del franquismo (Barcelona,
Pasado & Presente, 2013) y La otra cara del Caudillo. Mitos y realidades en
la biografía de Franco (Barcelona, Crítica, 2015).