El régimen se transforma desde el bipartidismo imperfecto con Juan Carlos hasta el tetrapartidismo perfecto con Felipe.
Ni Lampedusa hubiera soñado con tanta perfección.
lunes, 30 de noviembre de 2015
2ª Reflexión pre-electoral
Parafraseando a Marx: "Hasta hoy las encuestas electorales intentaban explicar la realidad, hoy se dedican a transformarla".
"La doctrina de la colleja", por Antón Losada
En una campaña sin política ni ideología el votante comprometido se desmoviliza y los demás se dejan llevar. Exactamente lo que empiezan a revelar las encuestas
Antón Losada @antonlosada en El Diario.es, 29/11/2015
Que la colleja propinada por Mariano Rajoy a su hijo, al portarse como ese vástago mal educado de tu cuñado, suponga la imagen más comentada de la precampaña dice mucho de la calidad de la información con que acudiremos a votar el 20D. Que la conveniencia de la intervención paterno presidencial constituya el único gran consenso social que Rajoy ha sido capaz de generar durante todo su mandato lo revela todo sobre la calidad de la legislatura que acaba.
Por el niño no se preocupen. Seguro que ha subido muchos puntos en el ranking de malotes del colegio y ha ganado respeto en el patio. Debería preocuparles más el padre y su fulminante reacción cuando ve en peligro un par de votos y se impone tomar medidas tan contundentes como dolorosas. Si un instante de duda, ni una décima de vacilación. Primero la campaña después la familia ¿Qué fue de ese Mariano Rajoy apocado, indolente, sin criterio e incapaz de toma una decisión que nos había vendido?
Cocinar, comer, beber, bailar, dar palmas, tocar la guitarra, escalar, conducir mini karts o coches de rally, volar en globo…. cuesta distinguir estas elecciones de un casting para presentador del año y cuesta aún más recordar una aparición estelar de algún candidato donde dejara un mensaje político que marcara la diferencia.
Si alguien no detiene esta locura el único final decente para esta campaña será una edición especial de Tu cara me suena donde participe todos los candidatos y quién se parezca más a Nino Bravo, presidente.
Mariano Rajoy, el maestro de la no campaña, debe preguntarse cada día por qué sus rivales se empeñan en intentar ganarle en su mejor terreno. Pedro Sánchez debería estar preguntándose qué se le había perdido en el programa de Bertín Osborne. El impacto sin contenido no vale de mucho y Rajoy es el único que no necesita contenido porque es el gobierno.
No se sabe qué resulta más desternillante, si ver a Albert Rivera haciéndose el ofendido porque el terrible Monedero ha manchado su honor o recomendando leer a Kant y sus diez mejores citas en wikiquote o escuchar, a Pablo Iglesias presentarse como su Pigmalión; si se trata de ver quién da más pena, sinceramente, necesitaremos una fotofinish.
Tratar al electorado como si fuera audiencia de televisión y sólo pudiera procesar mensajes simples y llenos de colorines y sonidos llamativos es una mala idea para cualquier partido, pero un suicidio electoral para la izquierda. En una campaña sin política ni ideología el votante comprometido se desmoviliza y los demás se dejan llevar. Exactamente lo que empiezan a revelar las encuestas.
http://www.eldiario.es/zonacritica/doctrina-colleja_6_457464259.html
1ª Reflexión pre-electoral
No vuelvo a tomar sopa hasta después del 20 de diciembre, no sea que me encuentre dentro a Iglesias y a Rivera.
domingo, 15 de noviembre de 2015
"La absurda guerra de Pérez-Reverte", por David Becerra
El Confidencial, | 11 noviembre 2015
DAVID BECERRA. MADRID
El escritor despolitiza en su último libro la contienda española
El escritor despolitiza en su último libro la contienda española como si el pueblo español, “en guerra constante contra sí mismo, hubiera iniciado una guerra por su vocación de no saber convivir en paz”
Cuando Gulliver naufraga en Lilliput y con el tiempo llega más o menos a integrarse en la vida social de ese pueblo habitado por seres diminutos, se sorprende al descubrir que esas personas en apariencia inofensivas se encuentran en guerra permanente con sus iguales que viven en una isla vecina, en Blefuscu. El enfrentamiento tiene su causa en el modo en que cascan los huevos: unos deciden hacerlo por la parte gruesa, mientras que los otros lo hacen por la parte superior del huevo, más estrecha. A los ojos de Gulliver, el motivo que desencadena la guerra resulta absurdo. Como absurdas -extrapola el lector- son todas las guerras; las causas son siempre ridículas en comparación con las nefastas consecuencias de un conflicto bélico.
Sin embargo, lo que no cuenta la novela de Jonathan Swift es que seguramente si Lilliput se enfrenta a Blefuscu no es por la forma de cascar los huevos; la causa se encontraría en la necesidad de conquistar el territorio vecino y expoliar sus riquezas. Los huevos no son más que el pretexto para iniciar la guerra, el discurso ideológico -o la trampa- que toda clase dominante requiere para legitimar una guerra. Las guerras no son absurdas; al contrario, son siempre políticas.
‘La Guerra Civil contada a los jóvenes’, de Arturo Pérez-Reverte -publicada por Alfaguara e ilustrada por Fernando Vicente-, les hace a sus lectores la misma trampa que los liliputienses le hicieron a Gulliver. Despolitiza la Guerra Civil convirtiéndola en un absurdo, como si el pueblo español, en guerra constante contra sí mismo, hubiera iniciado una guerra por su vocación sempiterna de no saber convivir en paz. La Guerra Civil se describe como un absurdo, como si en vez de causas políticas –la agresión del fascismo contra un Gobierno legítimo y democrático– encontrara su motivo en la forma de cascar los huevos.
Una guerra fratricida
‘La Guerra Civil contada a los jóvenes’ nos habla de un absurdo -no de un conflicto histórico. Desde el prólogo mismo se encarga su autor de desplazar cualquier lectura histórica -política y social- de la guerra a favor de un relato fratricida de la misma. “Todas las guerras son malas, pero la guerra civil es la peor de todas, pues enfrenta al amigo con el amigo, al vecino con el vecino, al hermano contra el hermano”. No hay conflicto político, simplemente un enfrentamiento entre hermanos, supuestamente iguales.
El relato fratricida borra las verdaderas causas que determinaron el conflicto y diluye las responsabilidades de los autores de la barbarie
Como decía el filósofo español -exiliado en México- Adolfo Sánchez Vázquez, “al presentar la guerra como una guerra entre hermanos, igualmente brutales o igualmente nobles, como si los agresores y los agredidos, los verdugos y las víctimas, fueran igualmente culpables o inocentes, se pretende ocultar que la sangrienta Guerra Civil le fue impuesta al pueblo español por el fascismo nacional y extranjero, y que aquel, al resistir la agresión en las condiciones más desventajosas, no hacía más que cumplir con lo que su dignidad exigía”. El relato fratricida borra, pues, las verdaderas causas que determinaron el conflicto y asimismo diluye las responsabilidades de los autores de la barbarie al presentar la guerra como un enfrentamiento entre hermanos.
Del mismo modo, se subraya en el libro que la guerra dio lugar a los llamados “móviles personales”, esto es, que “bajo pretextos políticos se realizaron robos y solventaron venganzas personales”. Estamos de nuevo ante un intento de mostrar la Guerra Civil como un conflicto despolitizado donde los hechos no sucedieron por cuestiones políticas sino que fue un escenario donde se escenificaron rencillas personales, protagonizas por personajes movidos por el odio y el rencor. Llama la atención que en un libro tan breve como este, se conceda tanta importancia a sucesos que, como señala el historiador José Luis Ledesma, “no parece que puedan explicar toda, ni siquiera una parte considerable, una violencia que solo era posible en el marco de la guerra”. ¿Por qué -tendremos que preguntarnos- no se habla de las causas políticas, que fueron las que en verdad desencadenaron la guerra, y sí el libro se detiene en estos anecdóticos crímenes personales? Parece que subyace un interés por borrar la historia de esta historia.
La Guerra Civil tuvo sin duda ese componente fratricida que enfrentó a familias, hermanos, padres e hijos, e incluso a vecinos; pero su lectura no puede reducirse a eso. No se puede negar que, en la guerra, participaron sentimientos como el odio o la venganza, y deben reconocerse como síntomas del conflicto, pero no como elementos determinantes que lo originan. Confundir las causas con las consecuencias, lo determinante y lo determinado, puede provocar un falseamiento total o parcial de la historia. Y eso sucede en ‘La Guerra Civil contada a los jóvenes’ de Pérez-Reverte.
Visión teleológica de la República
El libro de Arturo Pérez-Reverte reproduce una visión de la República que coincide sobremanera con la que se encargaron de edificar los historiadores revisionistas -y mucho antes, los mismos ideólogos del franquismo. La República se define en el libro de Reverte como sinónimo de caos, de inestabilidad, de conflicto constante en las calles. Todo ello para justificar “la confrontación inevitable”. Según su descripción, la República estaba condenada a desembocar en una guerra civil. La descripción de la República se hace desde su final; se ofrece en el libro una definición teleológica que borra la sustancialidad o la autonomía histórica del periodo republicano -que solo existe para explicar la guerra, reduciendo la República a mera causa o antecedente.
El libro se detiene a presentar el periodo republicano como un estado de caos permanente pero no dice ni una sola palabra de sus logros y reformas
Cuando se hace crítica literaria -y acaso no otra cosa se debe hacer ante un libro de historia que en el fondo no hace más que ofrecer una ficción de lo que fue la Guerra Civil-, es más importante leer los silencios que las palabras escritas. En el silencio se puede observar el compromiso del texto con el poder.
En ‘La Guerra Civil contada a los jóvenes’, llaman la atención sus múltiples -y significantes- silencios. De la misma manera que el libro se detiene a presentar el periodo republicano como un estado de caos permanente, no dice ni una sola palabra de sus logros y reformas. Ni reforma agraria, ni voto femenino, ni reforma educativa aparecen en el libro. Ni una palabra.
Poner silencio sobre este asunto no solo contribuye a que el lector desconozca la verdadera historia de la República, sino que además sirve al autor para presentar la Guerra Civil como ese absurdo que se propone presentar: Reverte no muestra el golpe de Estado como una reacción de la oligarquía ante las reformas republicanas, sino como el resultado de una tensión entre “dos fuerzas enfrentadas” -quienes no se sabe muy bien por qué se enfrentan- que, por medio de un relato equidistante que sobrevuela todo el texto, se reparten las responsabilidades entre los dos ‘bandos’. Pero, hay que recordarlo una vez más, la República no era un bando, sino un Gobierno legítimo y democrático. Entre víctimas y verdugos no hay simetría.
El final feliz de la transición
La importancia que el libro concede a la República no se la concede sin embargo al franquismo. Suele ocurrir en muchos libros sobre la Guerra Civil, que incluyen en un mismo volumen República y guerra, en vez de hacer lo que sería más oportuno: Guerra Civil y franquismo -donde sí existe una relación inmediata de causa/efecto. Los efectos sobre el imaginario colectivo son evidentes: se vincula la Guerra Civil -y las connotaciones negativas que carga el conflicto- con la República y no con el franquismo. La estructura de un libro -y la distribución de sus temas- nunca es inocente.
Los personajes anónimos son borrados de la historia para convertir en héroe al monarca que heredó del dictador la jefatura de Estado
Reverte apenas se detiene a explicar la dictadura. Salta rápidamente de la Segunda Guerra Mundial y de la existencia del maquis a la modélica transición. El libro termina con un final feliz protagonizado por dos grandes hombres -el rey Juan Carlos y Adolfo Suárez- que con grandes gestos decidieron traer la democracia a España. “España -dice Reverte- se convirtió en una monarquía parlamentaria por decisión personal del rey Juan Carlos”. Ni una palabra más, ni una sola referencia a las luchas y a la resistencia del pueblo español que sufrió torturas y cárceles por pretender conquistar la libertad y la democracia; ni una sola palabra a los héroes anónimos que, desde las calles y la clandestinidad, hicieron posible que la correlación de fuerzas cambiara para que el régimen no pudiera perpetuar su poder. Esos personajes anónimos son borrados de la historia para convertir en héroe al monarca que heredó del dictador la jefatura del Estado y que juró fidelidad a los principios del Movimiento.
La desconfianza hacia los jóvenes
El libro de Reverte sobre la guerra civil está dirigido -lo dice el subtítulo- a los jóvenes. Parece que Reverte anda, de un tiempo a esta parte, preocupado por la adquisición de conocimiento de los jóvenes. Sin embargo, más bien parece que lo que pretende es limitar su conocimiento. Hace un año presentó a los jóvenes una edición recortada de ‘El Quijote’ (que analizamos aquí). Inquieta la visión que pueda tener Pérez-Reverte de los jóvenes. A juzgar por el estilo de su texto, pareciera que cree que son limitados, incapaces de leer textos complejos, con una extensión mayor que los 600 caracteres que, más o menos, ocupa cada uno de los 30 capítulos del libro. Se intuye, en esta obra, a un autor que desconfía de la inteligencia de sus lectores. Y, cuando eso ocurre, el peor beneficiado es siempre el libro.
Por otro lado, el libro no cumple su función didáctica. El libro habla de grandes acontecimientos que tuvieron lugar en el transcurso de la guerra -desde el caso Unamuno, hasta Guernica, pasando por algunas de las batallas clave, como la de Brunete o la del Ebro-, pero nunca se indican las fechas. El lector tiene que acudir a los anexos del libro y consultar la cronología para poder ubicar en el tiempo histórico lo que está leyendo.
Al borrar las huellas históricas, el lector concluye que los españoles se mataron por una causa ridícula como es cascar un huevo por su parte ancha o estrecha
La historia desaparece de este ensayo histórico. Pero no es un descuido. Forma parte del proyecto de deshistorizar la Guerra Civil. Al borrar las huellas históricas -las causas políticas y sociales que determinaron la existencia de la guerra-, el lector saca la conclusión de que los españoles se mataron por una causa absurda y ridícula como es la de cascar un huevo por su parte ancha o estrecha. Pero la Guerra Civil no fue eso, sino un golpe de Estado fascista que reacciona contra las reformas -esas que no aparecen- que puso en marcha un Gobierno legítimo durante la República. Arturo Pérez-Reverte nos ha hecho trampa como le hicieron a Gulliver: nos oculta el verdadero móvil que hay detrás de una guerra. Puede parecer que una guerra es absurda y que no es posible encontrar explicación a la misma; pero sí es posible encontrarla, simplemente hay que tener voluntad de querer hacerlo. En la historia, no en los huevos.
http://www.elconfidencial.com/cultura/2015-11-11/perez-reverte-guerra-civil-contada-a-los-jovenes_1091187/
sábado, 7 de noviembre de 2015
Intervención en el Ateneo de Madrid en homenaje a la Defensa de Madrid
Intervención en el Ateneo de Madrid
en homenaje a la Defensa de Madrid
6 de Noviembre de 2015
Buenas tardes.
En primer lugar quiero expresar mi agradecimiento al Ateneo de Madrid y más
concretamente a la Agrupación Juan Negrín. Es para mí un honor representar hoy
a la Federación Estatal de Foros por la Memoria, como parte de la Comisión Promotora del Encuentro que celebramos en
Vicálvaro el pasado 17 de Octubre, y que como sabréis, ha convocado una
serie de movilizaciones para el fin de semana del 20 al 22 de noviembre, que culminarán en la manifestación del próximo
22 de Cibeles al Congreso.
Hoy es 6 de
noviembre y conmemoramos la heroica Defensa de Madrid. Como organización
memorialista combativa contra la
pervivencia de la simbología franquista en espacios públicos, sometemos a vuestra consideración, como propuesta al
movimiento memorialista y republicano, la resignificación del arco de Moncloa
sustituyendo su nombre y el de la Avenida que parte de él, por Arco y avenida
de la Defensa de Madrid, y el cambio de la simbología y el rótulo, por entre
otros motivos, los escudos del Ejército Popular de la República y de las
Brigadas Internacionales.
Estamos
invitados aquí hoy para realizar una serie de valoraciones y explicaciones sobre el Encuentro de colectivos de MH
y de Víctimas del franquismo celebrado el pasado 17 de octubre. En primer lugar
quiero felicitarme y felicitarnos a
todas y a todos por la iniciativa. El movimiento social por la recuperación de
la memoria se compone de múltiples organizaciones de implantación estatal,
autonómica, comarcal y local; organizaciones de víctimas con problemática
específica; colectivos vinculados a un lugar de memoria o a un hecho histórico
concreto, y además, cada uno de muy diverso origen ideológico e histórico. Por
tanto, que un movimiento tan extenso y plural busque organizarse para poner en
común unas propuestas consensuadas,
es una cuestión de gran mérito por su dificultad, y a su vez muestra de
generosidad, al buscar poner por delante lo común y lo esencial por encima de
los intereses y posicionamientos de cada colectivo. Esta es para todas y para
todos, una gran noticia.
Constatamos
además que la convocatoria, primero del Encuentro y el Documento definitivo
aprobado, posteriormente de las movilizaciones, ha tenido una buena acogida en redes sociales, repercusión en
medios de comunicación, etc…
En la
elaboración del documento se pretendió el consenso, y lo mejor que se puede
decir del resultado final es que no nos gusta completamente a nadie, pero que
puede ser, dependiendo de lo que hagamos con él, de nuestro trabajo, un herramienta extremadamente útil. Todas
y todos hemos tenido que renunciar a planteamientos propios (en muchos casos
centrales), lo que no significa que no podamos seguir manteniéndolos y
defendiéndolos en nuestros ámbitos de acción respectivos. Como hemos dicho en
anteriores ocasiones por parte de la
Federación que represento hoy, no va a quedar, tanto en generosidad para el
acuerdo, como en esfuerzo.
En el
Encuentro nos marcamos como objetivo fundamental del Documento y de las
movilizaciones, impedir que el tema
de la memoria histórica y los derechos de las víctimas queden fuera de la agenda política en la actual coyuntura
electoral.
Pensamos que
el problema de las víctimas del franquismo es un problema político que ha de solucionarse por medio de la política.
Tenemos que
empezar por exigir la eliminación de las trabas jurídicas que impiden la
plasmación de los derechos de las
víctimas. Por un lado la ley de
Amnistía de 1977, que si bien en su momento pudo tener un sentido y haber
sido incluso una exigencia de las fuerzas democráticas y rupturistas,
posteriormente se ha revelado como el eje central del sistema de impunidad, tal
y como reconocen los organismos internacionales de DDHH asimilándola a otras
leyes de punto final, felizmente suprimidas. Y por otro lado habrá que eliminar
los elementos contrarios al derecho internacional de la Ley de Memoria de 2007, que explícitamente
niega el reconocimiento jurídico de las víctimas del franquismo y su derecho a
la justicia, y que además, desde la sentencia absolutoria del exjuez Garzón
(Sentencia del T.Supremo 27/02/2012), se usa para ejercer una coacción sobre
los jueces, y reconduce las reclamaciones de las víctimas exclusivamente a la
vía administrativa.
La impunidad
del franquismo y la injusta situación de sus víctimas es un problema político, que solamente puede
solucionarse a partir de decisiones
políticas, y finalmente plasmarse en leyes. Sólo desde la política puede
conseguirse el respeto en el Estado español al derecho penal internacional de
los Derechos Humanos. En consecuencia, exigimos que el Estado Español asuma y
cumpla las recomendaciones del “Informe
sobre España del Grupo de Trabajo sobre las Desapariciones Forzadas o
Involuntarias”, y del “Informe sobre España del Relator Especial sobre la
promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no
repetición, Pablo de Greiff”, (ambos presentados en septiembre de 2014 en el
Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas).
En la
Federación Estatal de Foros por la Memoria, además del Encuentro, llevamos desde hace año y medio trabajando en
un documento de propuesta de una Ley de
Víctimas del franquismo. Su objetivo sería
igualar en los derechos reconocidos a diferentes colectivos de víctimas de
agresiones graves a sus derechos humanos. Coincidimos con el fiscal Carlos
Castresana cuando escribía en junio de 2013:
"...las víctimas
del franquismo tendrían que tener el mismo estatuto jurídico que tienen las
víctimas del terrorismo, ni mejor ni peor, exactamente el mismo. Son víctimas
de la violencia política, y si unas tienen derecho a la memoria y a la justicia
y a la reparación, no veo por qué las otras no"
Creemos que
una Ley de Víctimas del franquismo vendría a solventar definitivamente el agravio comparativo que se ha venido
produciendo sobre las víctimas del franquismo con respecto a otros colectivos
de víctimas que sí han tenido un reconocimiento legal, una consideración justa,
y cuya problemática ha sido atendida por parte del Estado. Lo más sangrante es
que el elemento diferenciador entre
unos y otros colectivos no es su carácter de víctimas en sí, conforme a la
definición de los organismos internacionales, sino que lo que les diferencia y
determina el trato recibido por parte del Estado español es la identidad de los
victimarios.
Este
documento se ha entregado a todos los
partidos políticos que hasta ahora tenían representación parlamentaria, así
como a los llamados emergentes. Se han solicitado reuniones con todos ellos, y alguna
se ha celebrado ya. Como ejemplo, aún sin cerrarse el documento, se presentó en el Foro por el Cambio de
Podemos el pasado mes de junio, y esta misma semana compañeros de la
Federación hemos mantenido una reunión
con responsables del Partido Popular, en la calle Génova. Si bien de dicha
reunión no se obtuvo ningún resultado concreto ni se esperaba, sí es cierto que
el hecho de que por primera vez hubiera un interés por su parte en contrastar
opiniones, creemos que el tema de la
memoria histórica y los derechos de las víctimas del franquismo se ha afianzado en la vida política y va a
tener su espacio en el próximo debate
electoral. Las últimas declaraciones del candidato socialista, así como la
creación reciente del Grupo Federal de Memoria Histórica del PSOE, que proponen incluso llevar a los
tribunales a cargos del orden público de la dictadura, son una buena noticia,
no por lo que valen en sí sino por lo que significan. También las actuaciones y
discursos de responsables de Ciudadanos
con respecto a la memoria histórica, están consiguiendo desenmascarar lo que
hay verdaderamente detrás de esta inteligente operación política.
El reto que
tenemos es que consigamos convertir esta
influencia alcanzada, en políticas concretas durante la próxima legislatura,
independientemente de quien forme gobierno tras el 20 de diciembre, aunque obviamente,
las políticas serán finalmente muy diferentes dependiendo de la composición del
mismo.
Convencidos de que Sin
Justicia no hay democracia, y que sin memoria no hay cambio, el movimiento
social por la recuperación de la memoria, amplio y plural pondrá su propuesta
encima de la mesa de las fuerzas políticas, y ante el conjunto de la sociedad,
y las respaldará con movilizaciones en la calle, en los medios y en las redes sociales.
Para los días 20-21 y 22 de noviembre
hemos convocado una serie de movilizaciones unitarias, así como docenas de
actos de apoyo, informativos y explicativos en todo el Estado.
Por tanto, para
terminar, os convocamos a la manifestación
del día 22 a las 12 horas
desde Cibeles, y a los diferentes actos que hemos organizado para preparar el
ambiente, entre otros:
Viernes 20 en el Ateneo de Republicano de
Vallecas. 19 horas. Presentación de la Carta de reivindicaciones y de la marcha
contra la impunidad del franquismo del día 22 de noviembre. A las 21:00 horas
concierto de Rojo Cancionero y Banderas Rotas.
21 de noviembre: Acto Homenaje en el Cementerio de
Este a las 12 horas
Concentración organizaciones de Niños
Robados frente al
comedor social del Convento de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl
en Paseo del General Martínez Campos,18, de 12:00 a 13:00 horas).
8ª Concentración en el Valle de
Cuelgamuros a las 12
horas. Convocan el Foro por la Memoria de la Comunidad de Madrid y el Foro
Social Sierra de Guadarrama.
jueves, 5 de noviembre de 2015
"La destrucción del pensamiento democrático", por Suso de Toro
Lo conozco y los conozco, tengo edad para ello, son franquistas. No franquistas sociológicos o cosa por el estilo, lo son ideológicos y también de corazón
Suso de Toro
El Diario, 04/11/2015
Conduzco con la radio encendida y anuncian que van a entrevistar al ministro del Interior, Fernández Díaz, y digo “¡no!”. Y la apago. No estoy dispuesto a escucharlo, me niego. Me niego a aceptar que eso sea normal, que una persona así salga en la radio y se la entreviste como si eso fuera “democrático”. No lo es. Fernández Díaz, como este Gobierno, no es democrático y me niego a aceptarlo con mi asentimiento.
Lo conozco y los conozco, tengo edad para ello, son franquistas. No franquistas sociológicos o cosa por el estilo, lo son ideológicos y también de corazón. Asumen como suyo toda esa historia de terror y muerte, sé perfectamente lo que harían si se volviesen a dar aquellas circunstancias. Es así de simple, lo sé. Y ya no tengo estómago para seguir aguantando otros tantos años de democracia regida por franquistas. Me arrepiento enormemente de haber callado tanto, aceptado tanto, asentido tanto. No los aguanto y, al menos y ya que puedo apagarla, no los quiero en mi radio. ¡Fuera de mi coche!
Gobernaron y gobiernan, justificaron los fusilamientos, las torturas, la cárcel, las fosas comunes, la codicia y el clasismo sin límites y el racismo social que condena a los débiles, el odio a las libertades y a la libertad misma...Vale. Pero eso no es lo peor, lo peor no es ser vencido, lo peor es rendirse y eso es lo que ha hecho la izquierda y los demócratas españoles dándole reconocimiento a lo que no se le debía haber dado.
El pensamiento político reaccionario se extendió inexorable e imperceptiblemente por la sociedad española, un pensamiento esencialmente castizo y nacionalista. Y eso ha educado a generaciones, es el aire que se respira y que se presupone en las noticias, en la política, en las ideas, en el fútbol, en la literatura misma...La cultura política española, la ideología social, es reaccionaria. Si hubo un momento en que eso estuvo en cuestión hoy no lo es. Solo así se puede comprender que un partido que pretende representar la izquierda histórica española, como el PSOE, se abrace a Rajoy en una alianza contra un parlamento catalán que no reconoce las instituciones del estado. Rajoy ufano con sus mesas petitorias por toda España, sus millones de firmas contra el estatuto catalán, su recurso al Constitucional consigue que Sánchez acabe abrazado a él.
Eso no es lo peor, lo peor no es ser vencido, lo peor es rendirse y eso es lo que ha hecho la izquierda y los demócratas españoles
Ese pensamiento está asentado hoy con toda naturalidad, es el sobreentendido de toda la vida social española, es “lo natural” y por tanto resulta invisible, solo es visible y choca y es señalado lo que está fuera de ese pensamiento “natural”. Y es así que el mismo día en que escapo del ministro del Interior en la radio leo un artículo de Juan Cruz en que recrimina a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, que no haya utilizado la palabra “España” en ningún momento a lo largo de una entrevista. He publicado dos libros con la palabra “España” y “españoles” en el título, así que me siento cómodo para decir que “España” y “español” son dos palabras abiertas a interpretación y que cada uno las vive, las siente o no y las entiende como quiere, incluso ignorándolas o negándolas, porque para eso se murió Franco y para eso está el sentirse libre. Colau dijo lo que dijo y dejó de decir lo que dejó porque quiso, porque tiene derecho y le dio la gana. Y es injusto juzgar esa decisión suya, porque se juzga su opinión. Y eso en el fondo lo sabe Juan Cruz si no le pierde la pasión.
Cruz es alguien de quien, como editor que fue, se puede decir algo parecido a lo que se dijo de Carmen Balcells, creó figuras literarias de alcance internacional, como periodista es alguien que nos ha contado muchas cosas y tiene cosas que contar y como escritor es ese niño inocente que aparece como un fantasma en sus mejores libros. Pero tan ideológico es que Colau tenga reparo o cuidado en utilizar la palabra “España” como que Cruz crea que debe usarla y se lo señale. En una ocasión, viajando por ahí adelante, una española me calificó de “nacionalista” por referirme a Galicia como “mi país”, intenté hacerle ver, imagino que no lo conseguí, que ella también se refería a España como “mi país” y, en cambio, no se consideraba nacionalista. El nacionalismo de estado, como parte del pensamiento conservador que es, en España es invisible. Por mi parte, hace años escribí entre muchas otras cosas, “La España de Paco Ibáñez”, hoy ya no lo haría, no tengo fuerzas. Me habéis cansado todos, Juan.
Pero la invisibilidad del pensamiento conservador permite que circule por todos los ámbitos con el carimbo de la responsabilidad y la probidad, ahí está José Antonio Marina, que lleva años impartiendo pensamiento conservador muy razonadamente y con buenas maneras. Es como el famoso “sentido común”, un razonar transparente como el agua, “lo natural”. Y ahora que tiene su momento y el ministro de Educación de este gobierno le pide ideas, y no será por casualidad, es su momento para decir eso que siempre tuvo en la punta de la lengua y se calló: hay que “condicionar el sueldo de los docentes a la evaluación del centro”.
Como desde hace unos años he vuelto a la docencia tienen derecho a razonar que mi comentario es interesado, pero les ruego que piensen en una maestra con una clase de veinticinco niños de tres años, pongo por caso. O treinta y algo adolescentes en un aula de un colegio donde hay niños y niñas con discapacidades y otros con problemas familiares o de integración cultural y hay que dar la asignatura que sea. Al señor Marina solo le deseo que se vea durante un mes en esa situación y que le pagasen en función de los resultados académicos, no se atrevería a decir eso que no es frivolidad, es crueldad e ideología. La ideología que castiga la enseñanza pública, la que le quita oportunidades a quienes más lo necesita, la ideología clasista de la derecha.
Hay otras maneras de entender la educación, la enseñanza pública, la profesión y la situación del profesorado y alumnado, pero no es la del señor Marina, con tanto sentido común, ni la de este gobierno. Pero esa opinión no la pide el ministro.
Ésta es una sociedad donde no hay referentes en la vida pública que piensen “distinto”, todos piensan “lo natural”, “lo normal”, “como debe de ser”. A ese consenso reaccionario se refiere Rajoy cuando habla de “la gente normal” para negar la disidencia, lo diferente, lo particular..., lo democrático.
Si han podido llegar hasta aquí sin enfadarse conmigo me atrevo a sugerir que, si tienen tiempo, échenle un vistazo a un artículo anterior en este mismo espacio, “Cómo hemos llegado a esto”. Comprobarán que me repito y que cada vez lo hago peor.
http://www.eldiario.es/zonacritica/llegado-relatos-distintos_6_179242097.html
http://www.eldiario.es/zonacritica/destruccion-pensamiento-democratico_6_448715147.html
No sólo Franco. Conversación entre Julián Casanova y Justo Serna
No sólo Franco.
Conversación entre Julián Casanova y Justo Serna
Anatomía de la Historia.4 nov, 2015 por Justo Serna y Julián
Casanova
Con motivo de los cuarenta años que se cumplen de la muerte
de Francisco Franco Bahamonde, dos historiadores conversan, se extienden.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de
Zaragoza y Justo Serna lo es también en la de Valencia.
En esta conversación no se interrumpen, sino que se explayan
para argumentar mejor. Guardan silencio cuando el interlocutor se expresa sin
cortes ni autocensuras. No hay grandes discrepancias entre ambos. De hecho, sus
reflexiones se complementan.
Julián Casanova es un acreditado investigador sobre la Guerra
Civil y el Franquismo. Tiene numerosas publicaciones dedicadas a estos temas y
es, sin duda, un historiador de referencia internacional. Su último libro es 40
años con Franco (Barcelona, Crítica, 2015), en el que reúne la aportación de
diferentes expertos. Ha sido también el comisario de la única Exposición que se
ha dedicado al franquismo en el año en que se cumplen cuatro décadas de la
muerte del dictador.
Por su parte, Justo Serna, experto en historia cultural, se
ha dedicado a investigar otros asuntos menos recientes. También las directrices
de la historiografía. Pero en su último libro, Españoles, Franco ha muerto
(Madrid, Punto de Vista en coedición con Sílex ediciones, 2015) se aproxima al
objeto que abordan en esta conversación. No es una historia del franquismo;
tampoco es un estudio sobre la transición democrática. Pero tiene algo o
bastante de esos períodos y tiene mucho de ensayo. Un ensayo no es el género de
la arbitrariedad. Es, por el contrario, la escritura del rigor, justo cuando no
contamos con todos los medios para liquidar un objeto.
El franquismo no podemos liquidarlo, si por tal se entiende
su olvido o mero entierro. ¿Acaso se trata de ganar una guerra cuarenta años
después? No. Esta conversación está concebida como una reflexión tranquila para
lectores interesados o incluso desinteresados. Para quienes ignoran el avatar y
su entorno. Franco fue realmente ofensivo. Interesa ver su manera de obrar, de
conducirse, de tratar a los demás. Interesa averiguar cuáles eran sus
principales carencias psicológicas, sus astucias más sombrías, el Régimen que
le sostuvo.
El franquismo y nosotros
Justo Serna
Cuando el Generalísimo Francisco Franco muere el 20 de
noviembre de 1975, tanto tú como yo somos jóvenes, bachilleres o ya
universitarios que están descubriendo el mundo: el contraste de la España franquista
con la Europa democrática. Apenas tenemos edad para analizar con rigor los
hechos precedentes o para vislumbrar el porvenir con alguna claridad. Hemos
nacido en el seno de familias políticamente tibias, adheridas a un régimen
dictatorial surgido de una Guerra Civil.
Nos guste o no, Julián, por aquel entonces formábamos parte
de lo que se llamó el franquismo sociológico: gentes, familias que se adaptan a
una tiranía que ven eterna, inevitable y represora, claro. En nuestros hogares
no se habla abiertamente de la guerra, de los muertos, de los represaliados.
Somos educandos del franquismo que han de descubrir por su cuenta la idea de
democracia y la cultura de la libertad.
Por mi parte, a los 8 o 9 años advierto que he nacido en Zona
Roja, que Valencia había sido vanguardia del primer antifranquismo. No lo llevo
bien. Me resulta decepcionante que mi patria chica haya sido avanzadilla del
republicanismo. Muchos crecemos en la ignorancia y en el convencimiento de que
un jefe de Estado es una figura irrevocable, de que don Francisco Franco
Bahamonde es vitalicio, feliz o fatalmente vitalicio. En mi familia, en
nuestras familias no nos han alertado de ese error perceptivo. Yo, al menos, no
sé ver o interpretar lo que se observa en mi entorno o en la televisión, TVE,
tan clerical, tan marcial, tan rotunda.
Todo conspira contra la claridad. Nuestra madurez, nuestra
única madurez, será aprender la cultura de la democracia, la lección de las
libertades. Estudiamos historia y aprendemos realismo y análisis. Y muchos
descubrimos que la política no siempre es un juego de suma cero. A veces
ganamos todos; a veces vemos cómo se hunden nuestros ideales. Pero los ideales
no son necesariamente mejores que la realidad más basta. Las convicciones
pueden ser letales, los principios pueden arruinar el curso normal tolerable y
deseable de las cosas.
La vida política es sumamente imperfecta, pero quienes han
vivido lo peor o lo más triste, la represión, el exilio…, saben qué es lo
aceptable, lo medianamente adecuado. Quizá ése sea el germen de la transición.
Años de ostracismo, de cárcel, de persecución enseñan a aguantar. A padecer y a
aspirar.
Cuando muere Franco, todo se abre, todo es posible, todo es
factible, en un país, España, aún rezagado, cuyos habitantes protestan y se
aúpan. Al menos una parte ya significativa. De repente muchos descubrimos que
la vida es algo más que este Régimen agonizante, un sistema político que
flirteó y colaboró con los fascismos y que luego se adaptó a la Guerra Fría,
una dictadura que ha sobrevivido gracias al apoyo norteamericano y
anticomunista.
Julián Casanova
Cuando Franco murió, yo había cumplido 19 años, estudiaba
segundo curso de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Zaragoza, y estaba en plena formación, recogiendo estímulos
desde muchos frentes, desordenados, pero que influyeron mucho en mis intereses
personales.
Desde octubre de 1974 a junio de 1979 estuve matriculado como
estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza.
Aunque se llamaba Geografía e Historia, lo que había en el plan de estudios de
aquella licenciatura era una mezcolanza de filosofía, literatura, arte,
geografía e historia. La mayoría de las asignaturas no tenían programa ni
bibliografía y en más de la mitad de ellas bastaban unos cuantos apuntes y un
manual para aprobarlas holgadamente. Nadie nos dio unas normas básicas sobre la
escritura de la historia, la exposición oral o el oficio del historiador. Uno
llegaba a la Facultad y empezaba a estudiar historia, filosofía, arte y
literatura por orden cronológico, además de mucha geografía sin ningún orden.
No había seminarios ni discusiones. Y la biblioteca se utilizaba para estudiar
apuntes y, como mucho, para consultar obras de referencia o libros caros para
aprobar los exámenes de arte.
Allí no abundaban los maestros, profesores que dejaran en sus
explicaciones alguna huella, y menos aún los tutores, esos profesores con los
que puedes consultar dudas o a los que puedes pedir orientaciones. En esas
circunstancias, mi aprendizaje tuvo mucho de autodidacta. Formé parte de un
grupo de chicas y chicos que compartíamos pisos, compromisos políticos,
lecturas y trabajos, algo que nos permitía comprar libros. Libros de Siglo XXI,
Crítica, Ariel, Alianza o de Fondo de Cultura Económica. Creo que el buen
estado de las editoriales de historia, que traducían muchas cosas y empezaban a
publicar las obras de historiadores españoles que abrían en aquellos años
caminos de renovación, compensaba el estado deplorable de la enseñanza en la
universidad. Las lecturas fueron para mí mucho más importantes que las
enseñanzas.
En el verano de 1974, al acabar COU y antes de comenzar la
carrera universitaria, me había ido a trabajar a Ginebra, mi primer contacto
con el extranjero, una ciudad en la que había bastantes emigrantes españoles y
portugueses (que veían en ese momento desde la distancia el período
revolucionario que siguió a la caída de la larga dictadura de Salazar-Caetano).
Sentí envidia y fascinación por ese mundo tan moderno y libre, tan capitalista,
donde los coches cedían el paso a los peatones y subía uno en los autobuses sin
control de billete, sabiendo que los civilizados suizos siempre pagaban.
Yo había nacido en un pueblo muy católico, en el seno de una
familia católica, aunque había también una parte republicana, de exilio y
silencio, donde no se hablaba abiertamente de la Guerra Civil, pero siempre
estaba presente el recuerdo del anticlericalismo, de los curas asesinados por
los rojos, que fueron varios, que a uno le transmitían y le enseñaban en los
varios lugares de memoria –grandes cruces– que había en la plaza de entrada al
pueblo, en el cementerio, en la carretera donde los mataron….
Pero desde los dos últimos años del Bachillerato, un grupo de
amigos habíamos comenzado ya, bajo la influencia de varios curas obreros, de
aquellos que estaban rompiendo por primera vez durante la dictadura con la
Iglesia de la Cruzada, una clandestina, así tenía que ser, militancia
antifranquista y, de paso, anticapitalista. Mucha ideología, alguna reflexión y
bastantes lecturas, pero la imagen de la dictadura en la que habíamos ido
educados saltó por los aires. Y recuerdo el miedo, a ser cogido por la policía,
la tensión cuando tiraba panfletos o asistía a manifestaciones prohibidas.
Franco murió, la militancia pasó –incluidas las decenas de
horas que a ella le dedicaba– y los dos últimos años de la carrera me dediqué a
estudiar, a leer historia social, que fue mi gran descubrimiento a través de la
colección de Historia de los Movimientos Sociales de Siglo XXI. Lo que vino
después, con la mili por el medio, fue un interés por la investigación del
anarquismo, un encuentro con José Álvarez Junco que marcó mis años posteriores
y muchas ganas de salir de la mediocridad que había visto y sufrido en la
Universidad de Zaragoza.
Y es verdad lo que tú dices, Justo, Franco pasó pronto, pese
a la incertidumbre y sombras autoritarias de los primeros años de la
transición, y me di cuenta que el futuro iba a ser diferente, que quería salir
fuera a buscar lo que no encontraba dentro, que, en el fondo, en comparación
con la generación de nuestros padres y de muchos compañeros que se habían
quedado en el pueblo sin poder estudiar, era un privilegiado. Nunca fue fácil
olvidar la dictadura, la vida cotidiana gris, la falta de libertades… Pero no
me sentí parte, sin embargo, de esa generación del desencanto. Para mí, todo lo
que vino después, sobre todo en mi elección de hacer carrera en la
investigación y enseñanza en la universidad, de estudiar e investigar historia
en profundidad, fue mucho mejor. Y mis intereses intelectuales comenzaron a
girar en torno a los movimientos sociales, las teorías que procedían de las
ciencias sociales, los períodos revolucionarios y contrarrevolucionarios. No
era una forma de escape a través del pasado, sino la búsqueda del pasado para
comprender mejor el presente. O eso creía yo.
Justo Serna
Con las diferencias de edad y de localidad, Julián, nuestras
experiencias son muy parecidas, al menos veo en ambos la voluntad y la
necesidad de auparse, de escapar de las fatalidades y mediocridades del
Régimen, las ganas de leer, de aprender. Si no tuvimos maestros, grandes
maestros, al menos dispusimos de libros en los que fijarnos. En mi caso, mi
asignación semanal era tan menguada que me veía forzado habitualmente a hacer
de “lector gorrón” en librerías (le debo esta expresión a Groucho Marx) y a
cartearme con los editores pidiendo catálogos. Hasta con el distribuidor de la
Enciclopedia Británica hablé haciéndome el maduro y el solvente. En realidad,
mi asignación no era tan menguada: era mi alocada voracidad lo que hacía escaso
todo presupuesto. En fin, cuando hablamos de la penuria cultural del franquismo
sabemos a qué nos referimos. Yo, además, aludo a estas picardías inocentes de
que me servía para poder leer lo que las circunstancias generales o familiares
no me permitían. Por supuesto, algún librero amigo (que además era profesor) me
franqueaba el paso a la trastienda de su establecimiento. Allí había libros
prohibidos, volúmenes que la censura había ordenado secuestrar.
¿Quién fue Francisco
Franco? ¿Qué es un caudillo?
Un caudillo es un soldado, un militar, un hombre que se sabe
providencial, prácticamente milagroso, poseedor de alguna cualidad irrepetible
e investido por un aura particular que lo distingue: Caudillo de España por la
Gracia de Dios. Lo vemos bajo palio. No maravilla su físico, generalmente poco
impresionante. Importan los atributos de los que hacer ostentación. ¿Cuáles? El
coraje y el correaje, el valor incluso temerario que no se le arruga.
Es un guerrero con uniforme de campaña o de gala, con
charreteras y medallas: un combatiente preparado para la lucha y para la
declamación castrense, para una contienda inevitable en la que siempre están en
juego los valores más apreciados a los que no podrá renunciar: la patria y el
patrimonio. Le va la vida en ello. Y el parné. Y la hacienda.
Un caudillo es un individuo humilde y verbal: alguien que
tiene a bien exhibir su condición modesta y popular, alguien que dice
inspirarse en una comunidad a la que le unen vasos comunicantes, lazos firmes y
primarios. Es católico a marchamartillo y es martillo de herejes y traidores.
Es el hombre de la nación en armas. Luego será rico y roñoso, como el pebleyo
que siempre fue. Sin tacto, sin estilo, sin elegancia, sin prestancia
.
Hay circunstancias en que el país atraviesa momentos
gravísimos que no todos quieren admitir, situaciones de decadencia o de
amenaza, de corrupción, de revolución, situaciones de las que se benefician los
enemigos externos, siempre dispuestos a hostigar y a rapiñar lo ajeno. La
conspiración judeomasónica que no ceja en su empeño, pongamos por caso. Acechan
y vislumbran la debilidad de España. Hay instantes, en efecto, en que la nación
se hunde ante la ceguera del común y la insidia y la traición de los
antipatriotas, vendidos a los extranjeros.
Es entonces, justo entonces, cuando un puñado de soldados o
de combatientes que forman el último pelotón de guerreros corajudos salvará la
patria y la civilización. Guiados oficialmente por ese hombre providencial,
dichos campeones sabrán qué hacer, cuáles son sus objetivos y quién es el
enemigo a derrotar. La guerra temprana en la que participaron o en la que ahora
anhelan estar no ha concluido, pues la política en la que luchan es el frente
de batalla en la que habrán de librar choques cruentos con victorias
memorables.
Pero para ello hay que organizarse como vanguardia militar,
un comando selecto de bravos soldados entre quienes se alza aquel varón
irrepetible y duro, carismático y obsequioso. Como ocurre en la guerra, el
general da las órdenes y la tropa cumple: no hay discusión ni hay revocación,
sólo obediencia y ejecución: se ejecuta una orden y se ejecuta al enemigo.
Combate llama a combate y nuevos seguidores se suman al ejército
de los veteranos que empezó proclamando la movilización y la civilización: se
alistan, son encuadrados y, como los pioneros, hacen de la violencia quirúrgica
y sanadora su instrumento de convicción. Al enemigo se le derriba y se le
elimina en un frente que es ya todo el campo y toda la ciudad. Aquellos
primeros combatientes no se doblegan ante los tempranos fracasos y, sabedores
del declive imparable de su patria, se levantan una vez y otra más, exaltando a
quien les tutela y guía con mano firme y penetración.
Cuando libra esa batalla, el Caudillo, que es instinto y
voluntad, no puede pactar ni rendirse, pues la nación injuriada es la deshonra
que ha de vengar. El Caudillo logra los primeros triunfos y gana la guerra
postrera: pero es ya al principio, desde el 1 de octubre de 1936, cuando
despliega toda su ferocidad personal, pues nadie se le podrá oponer.
Le organizan desfiles y marchas, exaltaciones y
demostraciones, y allí, sobre el catafalco prueba una vez más las dotes
oratorias que le dieron fama y que le auparon hasta el final. Hay una
exhibición, una escenografía, gestos, dramas que el Caudillo representa para
ilustración de esa patria que, ahora sí, ve el aura que lo nimba. Él es el jefe
de ese puñado de soldados que, a la postre, han salvado la civilización…
Mientras tanto, lo que empezó como un regato de sangre ha acabado inundando el
frente y el mar de un rojo purificador.
Lamentablemente y poco a poco, el Caudillo declina, se
aburguesa, se viste de civil. Pega tiros, pero a las aves o a otros animales de
mucho plumaje. La rutina con que lo ensalzaban también declina. El Caudillo
parece un abuelo rodeado de parientes ávidos, igualmente feroces. Fue un
carnicero y no lo dejará de ser… Muere y nos salva matando.
Julián Casanova
Los déspotas modernos, esos que saltaron a la palestra a
partir de la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa, dedicaron mucha
atención a la construcción de su imagen pública, al cuidado del estilo y de la
pose en los discursos y apariciones públicas. Si hubiese que concretar en un
caso histórico el “tipo ideal” de “autoridad carismática” que teorizó Max
Weber, ese sería Adolf Hitler. El liderazgo de Francisco Franco, que duró
muchos más años que Hitler, tuvo, por el contrario, poco de carismático y para
ejercerlo no necesitó de la dramatización. Ni de la voz.
La voz de Franco, ya se sabe, era atiplada y sonaba casi
infantil, poco agradable para los oyentes. En sus mensajes nunca empleaba una
entonación variada y sus discursos eran monótonos y aburridos. Pero, ¿para qué
quería Franco una dicción clara, armónica o limpia, una voz que transmitiera
credibilidad y seguridad?
No la necesitaba. Franco no conquistó el poder dirigiendo un
partido de masas, ni nunca tuvo que convencer a los votantes. Llegó al mando
supremo a través de las armas y después ya se encargó la Iglesia de moldear su
imagen de “gran católico cruzado”. Era el elegido por la divina providencia
para guiar a los españoles por el buen camino. Pese a su voz atiplada y poco
enérgica.
Cuando el cardenal Gomá le habló de Franco por primera vez al
secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Pacelli, el 24 de octubre de
1936, ya resaltó sus “creencias religiosas”. Gomá no había mantenido todavía
contacto personal con Franco pero ya percibía “que será un gran colaborador de
la obra de la Iglesia desde el alto sitio que ocupa”.
A este alto sitio le habían encaramado a Franco sus
compañeros militares de rebelión el 1 de octubre. Gomá le envió un telegrama de
felicitación por su elección de “Jefe de Gobierno del Estado Español” y Franco
le contestó que, al asumir esa Jefatura “con todas sus responsabilidades, no
podía recibir mejor auxilio que la bendición de Vuestra Eminencia”. Rece, le
pedía Franco, ruegue a Dios en sus oraciones que “me ilumine y de fuerzas
bastantes para la ímproba tarea de crear una nueva España de cuyo feliz término
es ya garantía la bondadosa colaboración que tan patrióticamente ofrece Vuestra
Eminencia cuyo anillo pastoral beso”.
Sin tapujos ni rodeos. Franco cuidaba ya por esas fechas de
pregonar su religiosidad, había captado, como la mayoría de sus compañeros de
armas, lo importante que era meter la religión en sus declaraciones públicas y
fundirse con el “pueblo” en solemnes actos religiosos.
Obispos, sacerdotes y religiosos comenzaron a tratar a Franco
como un enviado de Dios para poner orden en la “ciudad terrenal” y Franco acabó
creyendo que, efectivamente, tenía una relación especial con la divina
providencia. Gomá se derretía en halagos cada vez que mencionaba su nombre y
Plá y Deniel le cedió su palacio episcopal en Salamanca para que lo utilizara
como centro de operaciones, el “cuartel general” como se le conoció por toda la
España cristiana. Allí, rodeado de la guardia mora, le rendían pleitesía los
humanos. Porque él era como un rey de la edad de oro de la monarquía española,
entrando y saliendo de las iglesias bajo palio. Franco necesitaba el apoyo y la
bendición de la Iglesia católica. Para que lo reconocieran todos los católicos
y gentes de orden del mundo, con el Papa a la cabeza. Para llevar a buen fin
una guerra de exterminio y pasar como un santo. Caudillo y santo. Que estuviera
tranquila la Iglesia, que él sabría pagar tanta gratitud.
Pocas horas después de anunciar que el ejército rojo estaba
cautivo y desarmado, el Generalísimo recibió una telegrama de Pío XII, el antes
cardenal Eugenio Pacelli, que había sido elegido Papa el 2 de marzo de ese
mismo año, tras la muerte de Pío XI el 10 de febrero. Tampoco faltó a la cita
de felicitación el cardenal Isidro Gomá, quien desde Pamplona recordaba a
Franco el 3 de abril “con qué interés me uní desde el comienzo a sus afanes;
cómo colaboré con mis pobres fuerzas y dentro de mis atribuciones de Prelado de
la Iglesia a la gran empresa”.
La gran empresa era la regeneración total de una nación nueva
forjada en la lucha contra el mal, el sistema parlamentario, la República laica
y el ateísmo revolucionario, todos los demonios enterrados por la victoria de
las armas de Franco con la protección divina. Las ciudades y campos se llenaron
de desfiles, manifestaciones de la victoria, regreso simbólico de las vírgenes
a sus lugares sagrados, actos de desagravios y procesiones. Franco y sus
compañeros de armas habían salido al rescate de la patria, lo cual legitimaba
el golpe de Estado y la sangrienta guerra civil.
Para recordar siempre su victoria en la guerra, para que
nadie olvidara sus orígenes, la dictadura de Franco llenó de lugares de memoria
el suelo español, con un culto obsesivo al recuerdo de los caídos, que era el
culto a la nación, a la patria, a la verdadera España frente a la antiEspaña,
una manera de unir con lazos de sangre a las familias y amigos de los mártires
frente a la memoria oculta de los vencidos, cuyos restos quedaron abandonados
en cunetas, cementerios y fosas comunes.
Cayeron los fascismos y Franco siguió. Y su dictadura
aguantó, administrando las rentas de esa inversión duradera que fue la
represión, con leyes que mantuvieron los órganos jurisdiccionales especiales
durante cuatro décadas, con un ejército que, unido en torno a Franco, no
presentaba fisuras, con la máscara que la Iglesia le proporcionó el Caudillo
como refugio de su tiranía y crueldad y con el apoyo de amplios sectores
sociales, desde los terratenientes e industriales a los propietarios rurales
más pobres. Después llegarían los grandes desafíos generados por los cambios
socioeconómicos y la racionalización del Estado y de la Administración, pero el
aparato del poder político de la dictadura se mantuvo intacto, garantizados el
orden y la unidad.
Franco, ese hombre
Justo Serna
A lo que nos cuentan y por lo que hemos leído y visto y oído,
Francisco Franco era un hombre anodino. Tú mismo has puesto el acento en dicho
aspecto de su personalidad. Su carácter, nada brillante, era recatado y frío.
Su rostro tendía a la inexpresividad, probablemente por no saber poner otra
cara, pero también para protegerse. Fue suspicaz, siempre temeroso de los
rivales o cercanos que podían obstaculizar sus planes o sus rutinas.
Era un hombre bajito. Ya en la madurez no alcanzó gran estatura.
Apenas llegaba al metro, sesenta y cinco centímetros. Se pasó la vida
irguiéndose o subiéndose a cajones y pedestales que le dieran una talla que no
tenía. Aunque sólo es una constatación física, también tiene sus consecuencias
psicológicas.
No sólo era un individuo menguado: también su cuerpo era
escaso, pero a la vez voluminoso. Crecía a lo ancho, no a lo alto. Entre los
años cincuenta y comienzos de los sesenta su organismo tendía a la obesidad.
Frecuentemente aparecía en público con aspecto atocinado y sus uniformes
siempre parecían a punto de reventar o al menos de desabotonarse, cosa que
llevó a sus médicos a imponerle alguna dieta hipocalórica.
Tras los años del hambre, de la gran penuria, muchos
españoles soñaban con coger peso, con engordar para así parecer saludables. Era
la hora de abandonar el pan negro y de comer ternera y otros alimentos
proteínicos. La leche era muy apreciada y los yogures serán un ingrediente
nuevo de la dieta. Sin duda, el Caudillo que recibió a Grace Kelly o a Ike era un
hombre grueso, amorcillado.
Franco fue siempre un creyente fervoroso, un católico
extremadamente conservador y sedentario, un anticomunista de armas tomar.
Porque don Francisco fue básicamente un militar: un hombre formado en la
disciplina de la milicia y en los excesos del Ejército, un africanista, forjado
en la guerra de Marruecos, campo de batalla en el que permaneció de 1912 a
1926. De oficial pasó a general en pocos años, pues allí en África podía
ascender rápidamente sin las rutinas y las lentitudes desesperantes del
escalafón. En su formación militar siempre hubo un convencimiento: el del papel
providencial del Ejército. La milicia no sólo era escuela de conducta, de
represión personal, ortopedia que serviría para enderezar el fuste torcido de
la hispanidad, sino también agente salvífico de una España en peligro.
Hemos de admitir que el Caudillo consiguió lo que se había
propuesto: alzarse con la jefatura del Estado, concebida como una magistratura
permanente, destruir el régimen republicano y con él el parlamentarismo y las
libertades para implantar un orden nuevo. ¿Qué orden? Primeramente un régimen
totalitario, un sistema luego fuertemente controlado por el entramado
nacionalcatólico y finalmente otro régimen basado en la tecnocracia. Lo que unió
esos distintos sistemas fue una dictadura unipersonal, un régimen de mando que
recaía en su figura, con mucha pompa y protocolo, y con movilizaciones intensas
y extensas al principio al final de su existencia.
Es fama su conducta austera, incluso cicatera. Al menos eso
es lo que sus apologistas han querido decirnos. En el Palacio de El Pardo
ocupaba escasas piezas, unas habitaciones de decoración abreviada e igualmente
anodina. En los mejores momentos, esos cuartos privados fueron decorados con
cierto barroquismo y arcaísmo, como para darle linaje y prosapia a quien
carecía de tal cosa. Y eso, una dinastía linajuda, consiguieron doña Carmen
Polo de Franco y su marido cuando lograron emparentar a su hijita con el
marqués de Villaverde, boda que tuvo lugar en 1950.
Franco era un mandamás de vida rutinaria y, siempre que
podía, metódica. Aparte de inauguraciones y visitas por la geografía española,
su actividad se reducía a las audiencias oficiales, a los despachos
ministeriales y a poco más. El resto del tiempo lo dedicaba a la caza y a la
pesca, para luego retratarse ufano con las piezas abatidas o conseguidas. Jugó
al tenis sin destacar especialmente y luego se dedicó al golf, actividad de
gente fina y principal. Veía cine, las películas que le pasaban en una sala
acondicionada para tal menester; veía la televisión, particularmente el fútbol:
tanto le motivaba, que se hizo un jugador habitual de las quinielas. En uno de
los boletos que rellenó en 1967 le tocó un premio de un millón de pesetas.
Fue Jefe del Estado, fue César visionario, fue Caudillo de
España, fue Centinela de Occidente, fue la Espada Más Limpia de Occidente por
su acendrado espiritualismo o confesionalismo y por su férreo anticomunismo,
fue el Abuelo Civil que no duerme, que no descansa por nosotros, fue la
Lucecita de El Pardo que custodia el sueño y la vigilia de sus nietos y
compatriotas.
Observemos una fotografía del último Franco.
“Estás en los huesos”, le decimos a un familiar o a un amigo.
Si le tenemos confianza, claro. Sospecho que, por aquellos años, alguien debió
de decirle algo semejante a Su Excelencia. No es probable que fuera doña
Carmen. Ella tuvo una época de esplendor, con caderas y ancas de potra, según
expresión de un Nobel. En los años setenta ya aparentaba más delgadez. Incluso
parecía flaca (al menos para los cánones españoles). Por esas fechas, la esposa
del Caudillo era poco más que una sonrisa forzada y dentuda, un cuerpo
achicado.
¿Y la mirada, la mirada del Generalísimo? Los ojos oscuros,
casi negros, no revelan ningún secreto. No hay esfinge ni misterio. Más aún,
esos ojos no parecen de un ser vivo. O al menos no muestran un estado de ánimo
consciente. Es como si el retratado padeciera un apagamiento. Lo padecía, sin
duda, cuando fue captado. José DeMaría Campúa fue su retratista habitual y
generalmente le sacaba unas fotos muy favorecedoras: siendo Caudillo se le veía
obeso y con uniformes rellenos; en su vejez ya decrépita, a Francisco Franco no
lo mejoraba ni “Pepito” Campúa.
Si miramos bien la instantánea reproducida, podríamos creer
incluso que el Generalísimo lleva horas adoptando la misma pose, como haría un
modelo disciplinado. Pero de hecho no hay pose si por tal entendemos una
voluntad de presentarse o mostrarse ante el objetivo de la cámara. Simplemente
padece un aturdimiento y un mohín aún soberbio.
La fotografía original no tiene esta penumbra ni este grano.
Al llevar al límite los filtros sale un Generalísimo quizá más auténtico. Sin
afeites, sin puesta en escena. Iluminado y con el fondo en penumbra, su rostro
muestra las injurias del tiempo, de la edad. Todo son pellejos, pliegues, justo
antes del amortajamiento. La boca es quizá lo más sobresaliente. Las comisuras
de los labios apenas soportan la gravedad: el efecto y el peso de la gravedad.
Por eso, la boca mustia se confunde con la papada, carne flácida.
Son muchos los años que el General arrastra, los malestares
que padece y las desconfianzas que le rodean. Esas comisuras, totalmente
descolgadas, ya no mantienen turgencia alguna. Podría engañarnos su aspecto.
Más que un dictador, parece tal vez un anciano despistado, un hombre de edad
provecta. En efecto, parecería tal cosa, si no fuera por el punto de desprecio
que aún queda en la mirada. Esa altivez se refleja finalmente en toda la cara,
con las cejas enarcadas que son la base de unas arrugas que se amontonan en
estratos o sedimentos. Esas cejas enarcadas no son de sorpresa, sino de ufanía,
el gesto de enfado de quien sabiéndose ungido por Dios ya sólo le espera la
vida eterna.
Perdona, Julián, esta larga digresión.
Julián Casanova
Franco y sus compañeros de armas habían salido al rescate de
la patria, eso es lo que siempre nos dijeron, lo que aprendimos en las
escuelas. Franco el austero, nos han dicho siempre. La corrupción y el
estraperlo dominaron el largo período de posguerra, hasta bien entrados los
años cincuenta, en el que la mayoría de la población sólo tenía acceso a las
cantidades de productos básicos que las autoridades les asignaban en las
cartillas de racionamiento. Los productores que no querían entregar sus
productos a los precios fijados por el Gobierno recurrían al mercado negro para
vender a precios mucho más altos. Y los consumidores, ricos y pobres, tuvieron
que tomar el mismo camino ilegal para comprar lo más básico -el pan, aceite o leche-
o, en el caso de quienes poseían más dinero, para no prescindir de otros
productos menos necesarios. Mientras que casi todos los ciudadanos trapicheaban
en el mercado negro para saciar el hambre, arriesgándose también a duros
castigos si les cogían, los grandes estraperlistas, entre quienes se
encontraban políticos y funcionarios del Estado franquista, personas protegidas
por el poder, hicieron enormes fortunas. La influencia política daba grandes
beneficios a terratenientes, industriales e intermediarios que conseguían
evadir las normas de los organismos de intervención u obtenían pedidos
extraordinarios del propio Estado. Pero Franco, no, él era austero.
Yo recuerdo el queso amarillento, en latas cilíndricas, y la
leche en polvo, que nos daban en la escuela, que trajeron los americanos. Los
medios de comunicación jalearon los acuerdos con Estados Unidos de 1953 y los
presentaron como un triunfo más del Caudillo. Aliado de la mayor potencia
militar del mundo, nada más y nada menos, aunque España fuera un aliado de
segunda fila y a base de ceder una parte importante de su soberanía.
El pacto con Estados Unidos se cerró prácticamente al mismo
tiempo que el nuevo Concordato con la Santa Sede. En los años que siguieron a
la Guerra Civil, la Iglesia católica española ya había recuperado la mayoría de
sus privilegios institucionales. Catorce años después del final oficial de la
Cruzada, un nuevo Concordato reafirmaba la confesionalidad del Estado,
proclamaba formalmente la unidad católica y reconocía a Franco el derecho de
presentación de obispos. Franco presentaba seis nombres al Papa para cubrir las
sedes vacantes y finalmente designaba a uno entre los tres que seleccionaba el
Pontífice, lo cual garantizaba en la práctica que esa Iglesia que había salido
de la cruzada victoriosa mantuviera su fidelidad al “Caudillo por la gracia de
Dios”.
De los numerosos privilegios y poderes que el Concordato
otorgó a la Iglesia española destacaba la provisión por el Estado de las
necesidades económicas del clero y la obligatoriedad de que en todos los
centros docentes, estatales o no, la enseñanza se ajustara “a los principios
del dogma y de la moral de la Iglesia católica”.
La propaganda de la dictadura lo contempló como un triunfo
tanto para la Iglesia como para el Estado porque, en palabras del propio
Franco, no cabía “en una nación eminentemente católica como la nuestra, un
régimen de separación entre la Iglesia y el Estado, como propugnaban los
sistemas liberales”. La sumisa identificación de la Iglesia católica con Franco
alcanzó en ese momento su cenit. El papa Pío XII le concedió poco después la
Orden Suprema de Cristo, la Universidad de Salamanca le dio el título de doctor
honoris causa en Derecho Canónico y los obispos españoles reprodujeron las loas
y adhesiones incondicionales que habían iniciado con la Guerra Civil.
Una de las grandes ventajas con la que contó la dictadura de
Franco en el escenario internacional, a partir de comienzos de los años
cincuenta, es que el comunismo sustituyera al fascismo como enemigo de las
democracias. El régimen de Franco, que cultivó el anticomunismo como ningún
otro, apareció más atractivo a los ojos occidentales. Tras más de una década de
miseria económica, a la dictadura se le ofreció su reinserción en el sistema
capitalista occidental. Porque España constituía en esos años un campo
perfectamente abonado para la penetración del capital extranjero. Con una clase
obrera sometida y con una población mantenida bajo constante vigilancia
política por Falange y por las fuerzas represivas, no resulta tan sorprendente
que la economía española, estimulada por los créditos norteamericanos y por la
fuerte expansión de la economía europea, comenzara a despegar de nuevo y
alcanzara cotas de crecimiento hasta entonces desconocidas.
La España de los últimos quince años de la dictadura vivió
entre la tradición y la modernidad. Hay una España miserable y primitiva, de
hambruna y pobreza, que desaparece, aunque no del todo, captada en las imágenes
de fotógrafos y cineastas y en las narraciones literarias. Y hay otra moderna,
que nace, aunque no puede dominar todavía y matar a la vieja. Esa tensión entre
la tradición y la modernidad preside tanto el cine de Carlos Saura, en La caza
(1965) por ejemplo, como el de Luis Buñuel en Viridiana (1961) o el de Luis
García-Berlanga en El verdugo (1964).
En todo caso, en aquellos años de desarrollo y crecimiento
económico, la modernidad nunca pudo tragarse la historia, el pasado violento,
que salía una y otra vez a través de los recuerdos, la represión y los lugares
de memoria. El mismo año en que se aprobó el Plan de Estabilización, el gran
giro de la política económica del franquismo, fue inaugurado el Valle de los
Caídos, el monumento que consagró para siempre, veinte años después del final
de la Guerra Civil, la memoria de los vencedores, “el panteón glorioso de los
héroes”, como lo llamaba fray Justo Pérez de Urbel, catedrático de Historia en
la Universidad de Madrid, apologista de la Cruzada y de Franco, y primer abad
mitrado de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.
Franco, desde finales de los años sesenta, había comenzado ya
a mostrar claros síntomas de envejecimiento, agravados por la enfermedad de
Parkinson y muy visibles en su temblor de manos, rigidez facial y
debilitamiento de su tono de voz. Así era Franco en mis últimos años de
adolescencia, cuando comencé, con mis amigos de entonces, a ser antifranquista.
Ese es el Franco que nosotros conocimos, viejo y poca cosa físicamente. Pero él
y su policía daban mucho miedo.
Recuerdo los conflictos, que se extendieron por todas las
grandes ciudades y se radicalizaban por la intervención represiva de los
cuerpos policiales, cuyos disparos dejaban a menudo muertos y heridos en las
huelgas y manifestaciones. La violencia policial llegaba también a las
Universidades, donde crecían las protestas y se multiplicaban las minúsculas
organizaciones de extrema izquierda (a las que nos adherimos, con ese miedo que
da la clandestinidad, lejos de la heroicidad). La respuesta de las autoridades
franquistas, con Carrero Blanco a la cabeza, fue siempre mano dura, represión y
una confianza inquebrantable en las fuerzas armadas para controlar la
situación.
Recuerdo el día que ETA asesinó a Carrero Blanco, en una
mañana fría, previa a las vacaciones de Navidad (yo estudiaba entonces COU). Y
recuerdo cómo, con Arias Navarro, todo se volvió más duro y represivo, con
garrote vil para Puig Antich, ETA matando, con el búnker y la ultraderecha
envalentonados. Y los cinco fusilamientos del 27 de septiembre de 1975, la voz
débil y temblorosa de Franco, unos días después, en su 1 de octubre, día del
Caudillo, en la plaza de Oriente abarrotada con gente llevada de toda España
con autobuses y muchos bocadillos.
Hacía entonces justamente 39 años que Franco había sido
elevado a la Jefatura del Estado por sus compañeros de armas. Dos meses después
de que ordenara esas ejecuciones, el dictador dio su último suspiro. A las diez
de la mañana del 20 de noviembre, unas horas más tarde de que se anunciara
oficialmente su muerte, Arias Navarro leyó en público su testamento político,
el testamento de un “hijo fiel de la Iglesia” que sólo había tenido por
enemigos “aquellos que lo fueron de España”. Su legado no es fácil resumirlo y
es objeto de debate entre los historiadores y público en general. Buscó y consiguió
la aniquilación de sus enemigos, que, si eran los de España, fueron en verdad
muchos. Gobernó con el terror y la represión, pero también tuvo un importante
apoyo social, muy activo por parte de los muchos que se beneficiaron de su
victoria en la Guerra Civil, y más pasivo de quienes cayeron en la apatía por
el miedo o de quienes le agradecieron la mejora del nivel de vida de sus
últimos quince años en el poder.
Cuando murió, su dictadura se desmoronaba. La desbandada de
los llamados reformistas o “aperturistas” en busca de una nueva identidad
política era ya general. Muchos franquista de siempre, poderosos o no, se
convirtieron de la noche a la mañana en demócratas de toda la vida. La mayoría
de las encuestas realizadas en los últimos años de la dictadura mostraban un
creciente apoyo a la democracia, aunque nada iba a ser fácil después de la
dosis de autoritarismo que había impregnado la sociedad española durante tanto
tiempo. Era improbable que el franquismo continuara sin Franco, pero Arias
Navarro y su Gobierno mantenían intacto el aparato represivo y tenían a su
disposición ese ejército salido de la guerra, educado en la dictadura y fiel a
Franco.
La represión
Julián Casanova
Franco lo repetía una y otra vez, en la guerra, en su
dictadura, hasta la muerte: los republicanos eran los responsables de todos los
desastres y crímenes que habían ocurrido en España desde 1931. Y tenían que
pagar. El supuesto sufrimiento colectivo dejaba paso al castigo de solo una
parte. Y lo recordaba con el lenguaje religioso que le sirvió en bandeja la
Iglesia católica: “No es un capricho el sufrimiento de una nación en un punto
de su historia; es el castigo espiritual, castigo que Dios impone a una vida
torcida, a una historia no limpia”.
El mismo día de la “liberación” de la capital, Leopoldo Eijo
y Garay, obispo de la diócesis de Madrid, publicó su pastoral “La hora
presente”:
“A la sombra de la
bendita gualda y rojo, que nos legaron nuestros padres, y al amparo de nuestros
heroicos soldados y milicias voluntarias, gozad ya de la paz, que, con tantos
anhelos, con tantas vivas ansias, os hemos deseado y hemos pedido a Dios por
vosotros”.
La guerra había sido
necesaria e inevitable porque “por los caminos ordinarios” España ya no podía
salvarse y “la hora presente” era, no más ni menos, en todo el mundo, pero
“singularmente” en España, “la hora de la liquidación de cuentas de la
humanidad con la filosofía política de la Revolución Francesa”. Nada más y nada
menos.
Pero más allá de las apariencias, de la retórica y de las ceremonias,
había que eliminar de forma violenta, sin concesiones al perdón o a la
reconciliación, a la antiEspaña, a quienes vivieron en ella y a sus símbolos e
ideas. En eso consistió toda la posguerra, en políticas de expolio y de
castigo.
Al menos 50.000 personas fueron ejecutadas en la década
posterior al final de la guerra, la mayoría de ellas en las últimas provincias
conquistadas por el ejército de Franco.
La dictadura de Franco, salida de la Guerra Civil y
consolidada en los años de la Segunda Guerra Mundial, situó a España en la
misma senda de muerte y crimen seguida por la mayoría de los países de Europa.
Se necesitaban personas que planificaran esa violencia e intelectuales,
políticos y clérigos que la justificaran. En realidad, la larga posguerra
española anticipó algunas de las purgas y castigos que iban a vivirse en otros
sitios después de 1945. La destrucción del contrario en la guerra dio paso a la
centralización y el control de la violencia por parte de la autoridad militar,
un terror institucionalizado y amparado por las leyes del nuevo Estado. Esa
cultura política de la violencia, de la división entre vencedores y vencidos,
“patriotas y traidores”, “nacionales y rojos”, se impuso en la sociedad
española al menos durante dos décadas después del final de la Guerra Civil.
La paz de Franco, que mantuvo el estado de guerra hasta abril
de 1948, transformó la sociedad, destruyó familias enteras, rompiendo las
básicas redes de solidaridad social, e impregnó la vida diaria de miedo, de
prácticas coercitivas y de castigo. La amenaza de ser perseguido, humillado, la
necesidad de disponer de avales y buenos informes para sobrevivir, podía
alcanzar a cualquiera que no acreditara una adhesión inquebrantable al
Movimiento o un pasado limpio de pecado republicano.
Toda esa maquinaria de terror organizado desde arriba
requería, sin embargo, una amplia participación “popular”, de informantes,
denunciantes, delatores, entre los que no sólo se encontraban los beneficiarios
naturales de la victoria, la Iglesia, los militares, la Falange y la derecha de
siempre. La purga era, por supuesto, tanto social como política y los poderosos
de la comunidad, la gente de orden, las autoridades, aprovecharon la
oportunidad para deshacerse de los “indeseables”, “animales” y revoltosos. Pero
lo que esa minoría quería lo aprobaban muchos más, que veían políticamente
necesario el castigo de sus vecinos, a quienes acusaban o no defendían si otros
los acusaban.
Sin esa participación ciudadana, el terror hubiera quedado
reducido a fuerza y coerción. Pasados los años más sangrientos, lo que se
manifestó en realidad fue un sistema policial y de autovigilancia donde nada
invitaba a la desobediencia y menos aún a la oposición y a la resistencia.
Y así aguantaron cuarenta años, administrando las rentas de
esa inversión duradera que fue la represión, con leyes que mantuvieron los
órganos jurisdiccionales especiales durante toda la dictadura, con un ejército
que, unido en torno a Franco, no presentaba fisuras, con la máscara que la
Iglesia le proporcionó al Caudillo como refugio de su tiranía y crueldad y con
el apoyo de amplios sectores sociales, desde los terratenientes e industriales
a los propietarios rurales más pobres. Como antes he dicho, después llegarían
los grandes desafíos generados por los cambios socioeconómicos y la
racionalización del Estado y de la Administración, pero el aparato del poder
político de la dictadura se mantuvo intacto, garantizados el orden y la unidad.
Como había previsto Carrero Blanco.
Justo Serna
Cuando muere Francisco Franco, numerosos medios de
comunicación publican ediciones especiales dando la noticia y haciendo recuento
y predicciones. La prudencia analítica y crítica es obvia, nada está dado ni
ganado. Entre ciertos sectores, entre sectores fundamentales, también es
obligado el agradecimiento. Ése es el caso de la derecha monárquica: las
ambivalencias parecen inevitables. En primer lugar, por las deudas contraídas
con el Régimen, la anuencia y la genuflexión que duraron décadas. En segundo
término, por lo que la propia dinastía de los Borbones se jugaba. Si ahora
releemos el editorial que ABC dedicó al acontecimiento y a la figura de Franco,
la retórica es campanuda y evita toda referencia a la represión, a la
persecución, a la censura. El panegírico es pomposo y los ditirambos llegan a
extremos inverosímiles. No estábamos en 1939; estábamos en 1975. Permíteme,
Julián, reproducir algún párrafo porque creo que cierra muy bien esta
conversación entre historiadores. De hecho, el propio diario apela al final a los
historiadores. Dice ABC:
“A nosotros, en el día
de hoy, apenas nos es posible ofrecer otra cosa que un pobre resumen de una
casi increíble saga. Sin que el protagonista se lo propusiera, lindó con lo
legendario; sin que ninguno de sus signos exteriores lo anunciara, se acercó a
la fábula. Trató siempre de dar impresiones de sencillez, pero sus actos le han
definido como un ser extremadamente complejo; se comportó como si ninguna
ambición le espoleara el ánimo, pero fue a desembocar en una de las más grandes
y concluyentes concentraciones de poder personal que registra la Historia de
los dos últimos siglos: “Nunca me movió la ambición de mando”, dijo él mismo en
uno de sus discursos, y no se recuerda que desde Felipe II mandara nadie en
España tan amplia y terminantemente como él mandó. La vida se le convirtió en
dramática novela, siendo él de traza muy poco novelesca. Su carrera de las
Armas tuvo mucho de poema épico, aunque él no buscara nunca para sí mismo
expresiones y proyecciones poemáticas. Todo lo que le aconteció parecía darse
como por arte y fuerza de una extraña preordenación; por el influjo de una
estrella propicia, hubiera dicho un astrólogo. Los historiadores deberán
averiguar para las generaciones venideras, si la externa sencillez del carácter
de Franco escondió o no una enorme vocación para la Jefatura, el Caudillaje, la
Rectoría y el Regimiento; si, en suma, bajo la visible traza de Francisco
Franco se escondían otras realidades invisibles, cuyo conocimiento exacto
explicaría cuanto los españoles de esta generación hemos pretendido saber, sin
haberlo conseguido jamás sino de modo muy inseguro y muy parcial”.
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