viernes, 29 de enero de 2016

En apoyo a la profesora Mirta Núñez Diaz-Balart



La campaña de linchamiento contra la profesora Mirta Núñez por parte de un personaje tan siniestro y desalmado como Esperanza Aguirre, secundada por los habituales escuadristas de plumilla y micrófono, es una absoluta infamia. 

El PP tiene miedo de que el Grupo de trabajo que ha constituido la Cátedra de Memoria de la Complutense para elaborar el Programa de Derechos humanos del Ayuntamiento de Madrid nos muestre quiénes fueron las víctimas del franquismo; porque entonces podríamos enterarnos de los apellidos de los verdugos.


Y dando un paso más, preguntarnos de dónde viene el status social, y el poder económico y político de determinadas personas y familias.



lunes, 18 de enero de 2016

"Rastas", por Almudena Grandes


Juzguen el ataque a su propia dignidad que supone la criminalización del derecho a la huelga y luego, si les quedan ganas, sigan hablando de las rastas

ALMUDENA GRANDES 
El País, 18 ENE 2016 

Pues sí, yo también tengo una opinión sobre las rastas, sobre la lactancia de las diputadas, sobre el préstamo de senadores propios para formar grupos ajenos. Pero no voy a expresarla aquí, porque tengo poco espacio para hablar de las cosas importantes. 

Habrán ustedes leído, sin duda, que el fiscal del caso de las tarjetas black ha pedido cuatro años y medio de cárcel para Rato, seis años para Blesa. Lo que seguramente no sabrán, porque los medios apenas han prestado atención a este caso, es que las penas que acabo de citar son muy inferiores a las que otro fiscal pide para ocho trabajadores de la fábrica de Airbus en Getafe por participar en un piquete en la huelga general del 29 de septiembre de 2010 contra la reforma laboral de Zapatero. 

Por ejercer su derecho a la huelga —recogido en la Constitución Española, en la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU—, cada trabajador de Airbus afronta una pena de ocho años y tres meses. En aplicación del artículo 315.3 del nuevo Código Penal, el mismo que nos ha devuelto a la barbarie de la cadena perpetua, la Fiscalía ni siquiera se molesta en individualizar las responsabilidades de los acusados. Piden para todos ellos, en bloque, el doble de la pena de cárcel que le habrá costado a Rodrigo Rato saquear Bankia, una entidad que se rescató con más de 22.400 millones de euros de dinero público, del suyo y del mío. 

Mediten un instante sobre esto, juzguen el ataque a su propia dignidad que supone la criminalización del derecho a la huelga, valoren la agresión que la petición del fiscal proyecta sobre las condiciones de trabajo de los españoles y, luego, si les quedan ganas, sigan hablando de las rastas.

http://elpais.com/elpais/2016/01/15/opinion/1452886025_950968.html

"El sueño de Maquiavelo", por Javier Cercas


Yo sigo creyendo en la utilidad de distinguir entre la izquierda y la derecha, como en la de distinguir entre norte y sur

JAVIER CERCAS 17 ENE 2016

Soy de izquierdas. Siempre lo fui y es probable que siempre lo sea, porque, por mucho que uno quiera, a los 53 años ya no se cambia. Más vale aceptar que no estoy de moda: hoy, si uno es joven, lo que mola es decir que izquierda y derecha no existen y, si uno es mayor, exhibir una de esas rutilantes biografías de saltimbanquis de nuestros ancianos y entrañables sesentayochistas, que han pasado del maoísmo o el anarquismo o el estalinismo de su impetuosa juventud al nacionalismo o la derechona de su vejez venerable. Lo cierto es que yo sigo creyendo en la utilidad de distinguir entre la izquierda y la derecha, como en la de distinguir entre norte y sur, y que, si algún día voto a la derecha, me saldrán ronchas por todas partes, incluido el culo. Dicho esto, añadiré que entiendo que un votante de izquierda confíe su voto, digamos, a IU o al PSOE; lo que no acabo de entender es que, a menos que lo haga con el legítimo propósito de brillar en sociedad, se lo confíe a Podemos.

Vaya por delante que mi desconfianza atañe a la cúpula de Podemos más que a Podemos. Vaya por delante que bastantes de las propuestas actuales de Podemos me parecen sensatas y razonables. Pero vaya también por delante mi recelo ante el moralismo de Podemos: primero porque la virtud no se predica ni se exhibe, sino que se ejerce (a ser posible a escondidas: la virtud es secreta o no es), y segundo porque el énfasis en la moral delata casi siempre al inmoral. De hecho, si no fuera porque en democracia forma y fondo son casi lo mismo, yo diría que mi desconfianza es más de forma que de fondo. Sea como sea, me cuesta trabajo entender cómo puede confiarse en la cúpula de un partido que, en cuanto vislumbra el poder e intuye que sólo podrá alcanzarlo cambiando por completo de ideas, pasa en un pispás del bolivarismo vehementemente anticapitalista de la Venezuela real a la socialdemocracia sólidamente capitalista de una Dinamarca un poco inventada, y de echar la culpa de todo a la Transición a reclamar la vuelta del llamado espíritu de la Transición.

En septiembre de 2015, durante la campaña electoral catalana, Iglesias apelaba en Barcelona a las raíces de los inmigrantes del resto de España, como si Podemos quisiera ser un PP o un Ciudadanos de izquierdas, pero tres meses más tarde, después de que un pacto con soberanistas periféricos le permitiera obtener unos excelentes resultados en las elecciones generales y olisquear de nuevo el perfume inconfundible de La Moncloa, proclamaba a todas horas la plurinacionalidad del Estado y exigía un referéndum en Cataluña como condición sine qua non para apoyar un Gobierno en Madrid.

Y lo hacía, además, con trampa, sin especificar de qué clase de referéndum hablaba –¿consultivo?, ¿vinculante?, ¿a la quebequesa?–, lo que equivale a no decir nada tratando de quedar bien con muchos y liando otra vez a todos al vindicar un derecho inexistente: el llamado derecho a decidir (se puede estar a favor de un referéndum, pero no de una aberración lingüística: el verbo decidir es transitivo). Esto no es de saltimbanquis: es de trileros. Algunos aprendices de Maquiavelo sostienen que lo que hace ahora Podemos es lo que hizo hace 40 años el PSOE, cuando para llegar al poder abandonó algunos de sus principios ideológicos. Es una flagrante falsificación de la historia: el PSOE tardó 5 años –no 5 meses– en pasar del marxismo teórico a la socialdemocracia práctica, y lo hizo en medio de grandes convulsiones externas, entre ellas el cambio de una dictadura por una democracia, e internas, entre ellas la dimisión de su secretario general.

En el fondo, por una vez, no se trata de derecha o izquierda. No hace mucho hablaba en esta columna de la diferencia que hacen los anglosajones entre politics y policy: la politics vendría a ser el arte de llegar al poder y permanecer en él; la policy, el arte de usarlo. No hay duda de que la cúpula de Podemos es especialista en la politics –al fin y al cabo está formada por profesionales del ramo–, pero no sabemos nada de su policy. Hay quien teme que, si la cúpula de Podemos llega al poder, se quite su máscara socialdemócrata y aparezca su rostro bolivariano; lo que yo temo de verdad es que detrás de la primera máscara aparezca otra, y luego otra y otra y otra. Y que al final no haya nada

http://elpais.com/elpais/2016/01/12/eps/1452609695_357482.html

domingo, 10 de enero de 2016

"Formas de olvido", por Antonio Muñoz Molina

La memoria pública ha sido tan escasa y mezquina en España como la memoria privada


ANTONIO MUÑOZ MOLINA. El País, 08-01-2015

Quizás porque estoy bajo los efectos graduales del shock de cumplir 60 años, pienso más a menudo en el contraste del presente con los pasados sucesivos que he ido viviendo: en lo que queda de ellos y en lo que se ha borrado, en lo que se olvida y lo que se recuerda, en lo que parecía perdido y parece que vuelve; y sobre todo en la diferencia que hay entre las cosas tal como las recuerda quien las vivió y como las imagina quien ha venido más tarde, quien las conoce por libros o por películas, o por los relatos interesados o engañosos o simplemente distraídos o inexactos de otros. El pasado público se aleja mucho más rápido que el de la propia vida, quizás porque en realidad uno le presta una atención más superficial de lo que supone.

Esa es una de las razones de la injuria sin recompensa posible que sufren las víctimas directas del crimen o de la injusticia: su dolor perdura a solas en medio de la amnesia común. Y todo el mundo es ecuánime a la hora de perdonar los abusos que otros han padecido. ¿Quién que no los sufriera en carne propia se acuerda ya de los crímenes terroristas de ETA, del luto perpetuo y el chantaje y el derramamiento casi diario de sangre que nos obsesionaban hace 15 o 20 años, y ocupaban cada día las portadas de los periódicos? De pronto me acuerdo de uno de esos aniversarios redondos tan convenientes para las conmemoraciones: por ahora ha hecho 20 años de la explosión del coche bomba que mató a 6 trabajadores civiles de la Armada en el puente de Vallecas, en el corazón popular de Madrid. He mirado la fecha en la Wikipedia: fue justo el 11 de diciembre de 1995. He recordado la angustia y la impotencia sombría de aquellos tiempos; ha saltado de golpe otra imagen a la memoria, la noticia del asesinato de Ernest Lluch escuchada de noche, en la radio de un taxi, camino de una cena o de una película que en ese instante quedaron malogradas.
La tarea del historiador es un antídoto parcial del olvido, pero su efecto resulta más eficaz a medio y a largo plazo, y para captar la atmósfera particular de un tiempo hacen falta materiales más inmediatos y frágiles que las fuentes documentales guardadas en archivos o hemerotecas. Cuanto más revelador es algo —un objeto, un matiz de experiencia—, podría decirse que más difícilmente se preserva. Como las huellas de una cultura material antigua que se degradaron y perdieron muy rápido —cestería, música, pintura corporal—, lo que durante un tiempo es tan omnipresente que todo el mundo lo da por supuesto y ni siquiera se fija, desa­parece casi de un día para otro: como estaba en todas partes, nadie consideraba que valiera la pena, y así pasa a no estar en ninguna. ¿Cómo era una entrada de cine, un billete de tren, un pasaje de avión hace 20 o 30 años, un taxímetro, una de esas hojas de publicidad que se reparten por la calle y todo el mundo tira en la papelera más próxima? ¿Cómo era el ruido de fondo de lo cotidiano, las sintonías de los programas de radio, las voces de los anuncios y las de los locutores de los telediarios, el empaquetado de los productos de limpieza, la estética de la publicidad de coches? Olería fuertemente a tabaco en los trenes, en los autobuses, en las oficinas, en los bares, hasta en los aviones, pero casi ninguno de nosotros se daba cuenta. Sabían a nicotina los besos apasionados que dábamos. Atesorábamos monedas de un dinero que ya no existe para mantener largas conversaciones telefónicas en cabinas cúbicas de aluminio y cristal que estaban en cualquier esquina y que ya no existen.

Hasta los gestos más habituales desaparecen, como borrados por la misma epidemia de invisibilidad a la que sucumbieron las cabinas de teléfonos, los quioscos con enormes despliegues de periódicos y revistas, las tiendas de discos: desapareció el gesto de introducir una hoja en la máquina de escribir, el de ir por la calle con el periódico debajo del brazo, el de llevar una revista o un libro para airear una actitud política.

Pero mucho antes ya había desaparecido el mundo que algunos de nosotros alcanzamos a conocer de niños, el tiempo ahora remoto de nuestros padres y nuestros abuelos, que a nosotros, en nuestra soberbia juvenil, nos parecía no ya distante sino también ajeno a la cronología lineal y veloz de nuestras propias vidas: un mundo y un tiempo regidos por la circularidad de las estaciones y de las cosechas, habitado por hombres y mujeres conformes con sus destinos y complacidos con la repetición invariable de todo.

Era mentira, desde luego, condescendencia de recién llegados, no muy distinta de la que a nosotros nos tocará recibir ahora: lo que nos parecía un mundo pesadamente originario y apartado de la historia era en realidad un paisaje de ruinas, las que había dejado la derrota en la Guerra Civil y el hambre y el miedo de la posguerra. Sin ellas, es muy probable que mi padre no hubiera sido hortelano, ni que mi madre pasara una gran parte de su vida subordinada a la autoridad masculina, trabajando cada día en la casa y en el campo durante la recogida de la aceituna, sabiendo leer y escribir apenas. La conformidad contra la que yo me declaraba en rebeldía era una actitud de supervivencia de vencidos inermes. Porque bajaban la cabeza y callaban los suponíamos resignados y cobardes. Fue llegar la libertad y les faltó tiempo para votar a la izquierda y para matricularse en masa en las escuelas de adultos.

Ninguna ley de memoria histórica remediará ya el gran olvido de las vidas trabajadoras, de los oficios, del sufrimiento y el heroísmo de los que lucharon contra la dictadura y los que la padecieron con una sorda resignación atenuada tardíamente por los primeros signos de prosperidad de los años sesenta: el agua corriente, las cocinas de gas, los braseros eléctricos, la ligereza de los recipientes de plástico, los televisores, el seguro médico, la jubilación a los 65 años —ventajas fáciles de desdeñar cuando se las ha disfrutado desde siempre—. En nuestro país la memoria pública ha sido tan escasa y mezquina como la memoria privada, ese catálogo de testimonios que es preciso recoger y atesorar, los relatos orales, cartas, diarios, libros de recuerdos, lo que después servirá como valiosa materia prima para los historiadores, lo contado y escrito desde la perspectiva única de la experiencia personal. En el espacio en blanco de la historia borrada se proyectan las mentiras de los manipuladores y las fantasías sectarias de los ideólogos, y los verdugos se vuelven honorables. Sesenta años es una rara edad que antes solo cumplían otros. Ahora que soy yo quien llega a ella me doy más cuenta de la responsabilidad cívica de contar con veracidad lo que uno ha vivido, lo que desaparecerá o se tergiversará más fácilmente si uno no lo atestigua, la atmósfera y la tonalidad y los sonidos y los olores de un tiempo, la memoria precisa de los justos y de los canallas.