Y el fascismo habitó entre nosotros
Pedro Luis Angosto. Nuevatribuna.es | 03 Octubre 2012
Durante el
siglo XIX las revoluciones burguesas se fueron solapando con las que intentaron
poner en marcha las clases trabajadoras. Para los burgueses, la democracia
liberal era una meta, su régimen, pero dentro de ella no entraban los más, es
decir los campesinos sin tierra, los pequeños artesanos ni los obreros
fabriles, cuya única misión era trabajar y callar. Sin embargo, una parte de
esa burguesía, de la pequeña burguesía intelectual unida al proletariado más
consciente, comenzó a cuestionar ese modelo de democracia excluyente que daba
todos los derechos a una minoría poderosa y se los quitaba a la inmensa
mayoría. El Estado absolutista –en teoría abolido tras la revolución francesa
en una parte de Europa– se puso al servicio de la vieja aristocracia y de la
alta burguesía, dos clases en principio antitéticas que no dudaron en mezclar
dinero con blasones para apuntalar bien sus privilegios. Las revoluciones
obreras del siglo XIX murieron en 1871 en la Comuna, cuando Thiers y MacMahón
decidieron arrasar París y fusilar a miles y miles de revolucionarios para
ejemplo y escarmiento de las nuevas generaciones. El Estado burgués, que no
había acabado del todo con el Antiguo Régimen, utilizó los instrumentos de éste
para imponer el dominio de clase.
Durante los
años siguientes en España, Italia, Alemania y otros países europeos se
produjeron movimientos revolucionarios que terminaron siempre con el asesinato
en masa de los trabajadores que en ellos participaban. Fue en 1917, en pleno
conflicto mundial, en un país paupérrimo del Este de Europa dónde,
inesperadamente, triunfó la revolución proletaria, que de inmediato fue sitiada
por los ejércitos del resto de Europa para cortar de raíz una mancha de aceite
que temían se extendiera por el resto del continente. Los Estados de la Europa
Occidental, representantes de la alta burguesía del privilegio, se emplearon a
fondo para acabar con cualquier contagio. Así, en 1919, Karl Liebknecht y Rosa
Luxemburgo, junto a miles de alemanes, eran asesinados por orden del Gobierno
alemán. No había marcha atrás, burgueses y aristócratas habían decidido que los
modos de Antiguo Régimen les eran muy propicios para sus objetivos y que la
represión sin límites era la mejor vacuna contra el “peligro comunista”. El fascismo había nacido como máxima
expresión del capitalismo, y en ese contexto, intentos democráticos como la
República de Weimar o la II República española tenían poco futuro, como tampoco
lo tenía la, por entonces, medrosa III República francesa. El papel
fundamental, decisivo, jugado por la URSS para liberar a Europa de
nazi-fascismo hizo que las potencias Occidentales –sobre todo Reino Unido y
Estados Unidos– viesen a su aliado como el enemigo más peligroso que jamás
había tenido el sistema político-económico por ellos defendido. Tomaron dos
decisiones, una, iniciar una política de hostigamiento y acoso a la URSS pese a
las insistentes propuestas de Stalin para llegar a un acuerdo internacional;
otra, poner en marcha en Europa medidas de protección social que sirviesen de
cortafuegos ante un hipotético avance del comunismo. No fue pues, el Estado del
Bienestar que hoy desmantelan, una conquista exclusiva de las clases
trabajadoras de Europa Occidental, sino también una estrategia política coyuntural
debida al temor a la URSS.
Desmantelada
la URSS por el cerco de las potencias Occidentales, la carrera armamentística y
el anquilosamiento de una nomenclatura vetusta, los dueños del capital y de los
ejércitos, una vez comprobado el aburguesamiento y entontecimiento casi general
de las clases trabajadoras europeas, más identificadas con su jefe que con su
compañero de trabajo, vieron la oportunidad propicia para acabar con aquella
concesión disparatada que fue el Estado del Bienestar. Estados Unidos, dónde el
“riesgo de contagio comunista” sólo existió en la propaganda oficial dirigida
por dos enfermos fascistas llamados Hoover y McCarthy, jamás gozó de ese Estado
protector de derechos sociales, sino de otro conformado por la ley del más
fuerte, la corrupción admitida y la primacía de los derechos individuales y
corporativos de los poderosos sobre los derechos humanos de cualquier tipo,
conformando una sociedad individualista, insolidaria, extremadamente religiosa,
violenta, obediente, iletrada y patriótica, ello pese a sus brillantísimas
minorías disidentes y acomodadas. Desprendidos del temor soviético, los
dirigentes de la Casa Blanca –no los que salen en el despacho oval, simples
muñecos, sino los que trabajan en sus cimbras– decidieron imponer su modelo a
todo el mundo. El objetivo no era ya acabar con el “peligro comunista” sino con
esa especie de “rara democracia social” que había nacido en una parte de Europa
debido a decisiones coyunturales que desparecida la URSS no tenía sentido
mantener.
Ningún
lugar más propicio para comenzar a actuar en Europa que el Reino Unido, país
famoso por su secular querencia pactista y su modélico sistema de protección
social. Margaret Hilda Thatcher, de acuerdo con su colega Ronald Reagan -el
actor que fue descartado para hacer de Presidente de Estados Unidos en una
película de los cincuenta porque daba risa-, emprendió una ofensiva brutal
contra todos los servicios públicos británicos, sanidad, educación, pensiones,
transportes públicos, asistencia social y cuanto oliese a derechos sociales,
obteniendo su gran victoria –como Carlos I de España y V de Alemania en
Mühlberg o Napoleón en Austerlitz– en su enfrentamiento con los mineros de la
Trade Union. El final de su reinado coincidió con el desmoronamiento de la URSS
y la caída del muro de Berlín. A partir de ahí Europa comenzó a regresar al
periodo de anteguerras, pero con una vital diferencia: Enfrente no había nadie.
Los avances conseguidos en el camino hacia la unión política y económica de
Europa quedaron en entredicho y las cesiones hechas por los Estados –muchas de
ellas previa reforma de las constituciones nacionales– no fueron utilizadas
para el fin pretendido sino para construir un ente monstruoso en el que ninguno
de sus organismos de gobierno y obligado cumplimiento habían nacido de la
voluntad popular, sino que eran dirigidos por tecnócratas, burócratas y
correveidiles al servicio de las grandes corporaciones, de la libre circulación
de capitales, de la privatización de los servicios y derechos públicos y del
engaño masivo de una población que calla y rumia: Ni la Comisión Europea, ni el
Mecanismo Europeo de Estabilidad, ni el Banco Central Europeo –que es el
Bundesbank–, ni la madre que los parió a todos han sido elegidos por el pueblo,
sin embargo obligan al pueblo, a todos los ciudadanos a tragar con ruedas de
molino, a ponerse la soga al cuello y saltar al vacío y a renunciar –sin motivo
alguno– a un modelo de vida que costó mucho trabajo y sacrificio construir.
En esas
condiciones, con esa estrategia, y en un tiempo record, las autoridades
fascistas europeas –las llamo fascistas porque su modo de proceder es
totalitario: No hay otra alternativa que lo que yo mando, y por su origen
espurio– han logrado paralizar el desarrollo de los países mediterráneos, dirigir
hacia el centro de Europa –a Alemania– la circulación de capitales, empobrecer
a la inmensa mayoría de los europeos, llevar hasta extremos peligrosísimos la
desconfianza hacia la política y los políticos, crear una casta política –que
no incluye ni mucho menos a todos- que vive ajena al pueblo y a los intereses
generales, desprestigiar a todas las instituciones democráticas, incluida la
propia democracia adulterada, “legitimar” la violencia extrema de la policía
“del pueblo” contra el pueblo, embrutecer a la ciudadanía hasta el grado máximo
de insolidaridad mediante los medios de comunicación de masas que dominan en
régimen de casi monopolio, diezmar todos los servicios públicos, justificar
todas de matanzas que, dirigidas por el emperador, se cometen –de momento-
fuera de Europa, desindustrializar el continente a base de trasladar empresas a
países con economías esclavistas, convertir al ser humano en enemigo de su
prójimo, y lo que es peor: Convertir al poder político en un mero transmisor de
la voluntad de las grandes corporaciones industriales y financieras que se
mueven por el mundo con toda libertad para explotar, empobrecer y asesinar sin
que nadie ose hacerles el más mínimo reproche.
Muchos
pueden pensar que el fascismo siempre aparece con la misma vestimenta e igual
parafernalia, primero grupos que se organizan –dirigidos por algún capitalista
“decidido”- para amedrentar a la población, luego grandes desfiles callejeros,
concentraciones de apoyo al líder carismático y, por último, el asalto al poder
de forma violenta. Y es un error, un tremendo error, el fascismo hoy viste de
Prada, puede incluso ser educado y agradable a primera vista, come en nuestra
mesa, ve nuestra televisión, que es la suya, y se acuesta en nuestra cama;
habla de democracia, pronuncia, llenándola de inmundicias, la sagrada palabra
“LIBERTAD” y sin que nos demos cuenta se mea a diario sobre nuestras cabezas
sin que rechistemos.
El fascismo
es la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional, la prima de riesgo,
las agencias privadas de descalificación, el Banco Central Europeo, el Fondo
Europeo de Estabilidad, el Euro que nos empobrece, los “rescates”, el Banco
Mundial, la banca que prestó para especular y hoy –con el apoyo decidido de los
gobiernos “democráticos”- quiere recuperar lo que se jugó a la ruleta aunque
sea arruinando a millones de ciudadanos y a pueblos enteros; el fascismo está
en los medios de comunicación que vemos, oímos y leemos a diario, en la libre
circulación de capitales, en la libre circulación de mercancías, en el racismo
y la xenofobia crecientes, en los genocidios reiterados perpetrados contra los
países que tienen materias primas y combustibles fósiles, en el nacionalismo y
en un modo de vida impuesto y contrario al nuesto –el yanqui– que proporciona
insatisfacción permanente a la inmensa mayoría de la población, pobreza y
totalitarismo.
No, no hay
que esperar a mañana, el fascismo de nuevo vive entre nosotros, y a su paso,
nos quitamos el sombrero, y lo saludamos con una patética genuflexión. Agraciadamente,
esto sólo será una pesadilla que mañana algunos podrán contar desde un mundo
mejor, una vez que la casa esté limpia de canallas. Para que eso ocurra es
necesario que seamos conscientes de esa realidad y es menester coger la escoba
ya, aunque al principio sólo seamos cuatro gatos…: Al capitalismo jamás gustó
la democracia.