jueves, 4 de octubre de 2012

"Y el fascismo habitó entre nosotros", por Pedro Luis Angosto. Nueva Tribuna, 3 de Octubre


Y el fascismo habitó entre nosotros

Pedro Luis Angosto. Nuevatribuna.es | 03 Octubre 2012

Durante el siglo XIX las revoluciones burguesas se fueron solapando con las que intentaron poner en marcha las clases trabajadoras. Para los burgueses, la democracia liberal era una meta, su régimen, pero dentro de ella no entraban los más, es decir los campesinos sin tierra, los pequeños artesanos ni los obreros fabriles, cuya única misión era trabajar y callar. Sin embargo, una parte de esa burguesía, de la pequeña burguesía intelectual unida al proletariado más consciente, comenzó a cuestionar ese modelo de democracia excluyente que daba todos los derechos a una minoría poderosa y se los quitaba a la inmensa mayoría. El Estado absolutista –en teoría abolido tras la revolución francesa en una parte de Europa– se puso al servicio de la vieja aristocracia y de la alta burguesía, dos clases en principio antitéticas que no dudaron en mezclar dinero con blasones para apuntalar bien sus privilegios. Las revoluciones obreras del siglo XIX murieron en 1871 en la Comuna, cuando Thiers y MacMahón decidieron arrasar París y fusilar a miles y miles de revolucionarios para ejemplo y escarmiento de las nuevas generaciones. El Estado burgués, que no había acabado del todo con el Antiguo Régimen, utilizó los instrumentos de éste para imponer el dominio de clase.

Durante los años siguientes en España, Italia, Alemania y otros países europeos se produjeron movimientos revolucionarios que terminaron siempre con el asesinato en masa de los trabajadores que en ellos participaban. Fue en 1917, en pleno conflicto mundial, en un país paupérrimo del Este de Europa dónde, inesperadamente, triunfó la revolución proletaria, que de inmediato fue sitiada por los ejércitos del resto de Europa para cortar de raíz una mancha de aceite que temían se extendiera por el resto del continente. Los Estados de la Europa Occidental, representantes de la alta burguesía del privilegio, se emplearon a fondo para acabar con cualquier contagio. Así, en 1919, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, junto a miles de alemanes, eran asesinados por orden del Gobierno alemán. No había marcha atrás, burgueses y aristócratas habían decidido que los modos de Antiguo Régimen les eran muy propicios para sus objetivos y que la represión sin límites era la mejor vacuna contra el “peligro comunista”.  El fascismo había nacido como máxima expresión del capitalismo, y en ese contexto, intentos democráticos como la República de Weimar o la II República española tenían poco futuro, como tampoco lo tenía la, por entonces, medrosa III República francesa. El papel fundamental, decisivo, jugado por la URSS para liberar a Europa de nazi-fascismo hizo que las potencias Occidentales –sobre todo Reino Unido y Estados Unidos– viesen a su aliado como el enemigo más peligroso que jamás había tenido el sistema político-económico por ellos defendido. Tomaron dos decisiones, una, iniciar una política de hostigamiento y acoso a la URSS pese a las insistentes propuestas de Stalin para llegar a un acuerdo internacional; otra, poner en marcha en Europa medidas de protección social que sirviesen de cortafuegos ante un hipotético avance del comunismo. No fue pues, el Estado del Bienestar que hoy desmantelan, una conquista exclusiva de las clases trabajadoras de Europa Occidental, sino también una estrategia política coyuntural debida al temor a la URSS.

Desmantelada la URSS por el cerco de las potencias Occidentales, la carrera armamentística y el anquilosamiento de una nomenclatura vetusta, los dueños del capital y de los ejércitos, una vez comprobado el aburguesamiento y entontecimiento casi general de las clases trabajadoras europeas, más identificadas con su jefe que con su compañero de trabajo, vieron la oportunidad propicia para acabar con aquella concesión disparatada que fue el Estado del Bienestar. Estados Unidos, dónde el “riesgo de contagio comunista” sólo existió en la propaganda oficial dirigida por dos enfermos fascistas llamados Hoover y McCarthy, jamás gozó de ese Estado protector de derechos sociales, sino de otro conformado por la ley del más fuerte, la corrupción admitida y la primacía de los derechos individuales y corporativos de los poderosos sobre los derechos humanos de cualquier tipo, conformando una sociedad individualista, insolidaria, extremadamente religiosa, violenta, obediente, iletrada y patriótica, ello pese a sus brillantísimas minorías disidentes y acomodadas. Desprendidos del temor soviético, los dirigentes de la Casa Blanca –no los que salen en el despacho oval, simples muñecos, sino los que trabajan en sus cimbras– decidieron imponer su modelo a todo el mundo. El objetivo no era ya acabar con el “peligro comunista” sino con esa especie de “rara democracia social” que había nacido en una parte de Europa debido a decisiones coyunturales que desparecida la URSS no tenía sentido mantener.

Ningún lugar más propicio para comenzar a actuar en Europa que el Reino Unido, país famoso por su secular querencia pactista y su modélico sistema de protección social. Margaret Hilda Thatcher, de acuerdo con su colega Ronald Reagan -el actor que fue descartado para hacer de Presidente de Estados Unidos en una película de los cincuenta porque daba risa-, emprendió una ofensiva brutal contra todos los servicios públicos británicos, sanidad, educación, pensiones, transportes públicos, asistencia social y cuanto oliese a derechos sociales, obteniendo su gran victoria –como Carlos I de España y V de Alemania en Mühlberg o Napoleón en Austerlitz– en su enfrentamiento con los mineros de la Trade Union. El final de su reinado coincidió con el desmoronamiento de la URSS y la caída del muro de Berlín. A partir de ahí Europa comenzó a regresar al periodo de anteguerras, pero con una vital diferencia: Enfrente no había nadie. Los avances conseguidos en el camino hacia la unión política y económica de Europa quedaron en entredicho y las cesiones hechas por los Estados –muchas de ellas previa reforma de las constituciones nacionales– no fueron utilizadas para el fin pretendido sino para construir un ente monstruoso en el que ninguno de sus organismos de gobierno y obligado cumplimiento habían nacido de la voluntad popular, sino que eran dirigidos por tecnócratas, burócratas y correveidiles al servicio de las grandes corporaciones, de la libre circulación de capitales, de la privatización de los servicios y derechos públicos y del engaño masivo de una población que calla y rumia: Ni la Comisión Europea, ni el Mecanismo Europeo de Estabilidad, ni el Banco Central Europeo –que es el Bundesbank–, ni la madre que los parió a todos han sido elegidos por el pueblo, sin embargo obligan al pueblo, a todos los ciudadanos a tragar con ruedas de molino, a ponerse la soga al cuello y saltar al vacío y a renunciar –sin motivo alguno– a un modelo de vida que costó mucho trabajo y sacrificio construir.

En esas condiciones, con esa estrategia, y en un tiempo record, las autoridades fascistas europeas –las llamo fascistas porque su modo de proceder es totalitario: No hay otra alternativa que lo que yo mando, y por su origen espurio– han logrado paralizar el desarrollo de los países mediterráneos, dirigir hacia el centro de Europa –a Alemania– la circulación de capitales, empobrecer a la inmensa mayoría de los europeos, llevar hasta extremos peligrosísimos la desconfianza hacia la política y los políticos, crear una casta política –que no incluye ni mucho menos a todos- que vive ajena al pueblo y a los intereses generales, desprestigiar a todas las instituciones democráticas, incluida la propia democracia adulterada, “legitimar” la violencia extrema de la policía “del pueblo” contra el pueblo, embrutecer a la ciudadanía hasta el grado máximo de insolidaridad mediante los medios de comunicación de masas que dominan en régimen de casi monopolio, diezmar todos los servicios públicos, justificar todas de matanzas que, dirigidas por el emperador, se cometen –de momento- fuera de Europa, desindustrializar el continente a base de trasladar empresas a países con economías esclavistas, convertir al ser humano en enemigo de su prójimo, y lo que es peor: Convertir al poder político en un mero transmisor de la voluntad de las grandes corporaciones industriales y financieras que se mueven por el mundo con toda libertad para explotar, empobrecer y asesinar sin que nadie ose hacerles el más mínimo reproche.

Muchos pueden pensar que el fascismo siempre aparece con la misma vestimenta e igual parafernalia, primero grupos que se organizan –dirigidos por algún capitalista “decidido”- para amedrentar a la población, luego grandes desfiles callejeros, concentraciones de apoyo al líder carismático y, por último, el asalto al poder de forma violenta. Y es un error, un tremendo error, el fascismo hoy viste de Prada, puede incluso ser educado y agradable a primera vista, come en nuestra mesa, ve nuestra televisión, que es la suya, y se acuesta en nuestra cama; habla de democracia, pronuncia, llenándola de inmundicias, la sagrada palabra “LIBERTAD” y sin que nos demos cuenta se mea a diario sobre nuestras cabezas sin que rechistemos.

El fascismo es la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional, la prima de riesgo, las agencias privadas de descalificación, el Banco Central Europeo, el Fondo Europeo de Estabilidad, el Euro que nos empobrece, los “rescates”, el Banco Mundial, la banca que prestó para especular y hoy –con el apoyo decidido de los gobiernos “democráticos”- quiere recuperar lo que se jugó a la ruleta aunque sea arruinando a millones de ciudadanos y a pueblos enteros; el fascismo está en los medios de comunicación que vemos, oímos y leemos a diario, en la libre circulación de capitales, en la libre circulación de mercancías, en el racismo y la xenofobia crecientes, en los genocidios reiterados perpetrados contra los países que tienen materias primas y combustibles fósiles, en el nacionalismo y en un modo de vida impuesto y contrario al nuesto –el yanqui– que proporciona insatisfacción permanente a la inmensa mayoría de la población, pobreza y totalitarismo.

No, no hay que esperar a mañana, el fascismo de nuevo vive entre nosotros, y a su paso, nos quitamos el sombrero, y lo saludamos con una patética genuflexión. Agraciadamente, esto sólo será una pesadilla que mañana algunos podrán contar desde un mundo mejor, una vez que la casa esté limpia de canallas. Para que eso ocurra es necesario que seamos conscientes de esa realidad y es menester coger la escoba ya, aunque al principio sólo seamos cuatro gatos…: Al capitalismo jamás gustó la democracia.