El sueño de la Revolución de Octubre
JUAN
ANDRADE. Miembro de la Sección de Historia de la FIM y profesor en la
Universidad de Extremadura
Publicado en
el Nº 266 de la edición impresa de Mundo Obrero noviembre 2013
Cuando en
2002 Eric Hobsbawn publicó su autobiografía a la edad de 85 años hubo quienes
se extrañaron al leer que el gran historiador británico se refería a la
Revolución de Octubre como “un sueño que todavía vive en mí”. Que ese sueño
sobreviviera en la conciencia de una persona longeva bien conocedora de la
contemporaneidad, que apenas tenía tres meses cuando se produjo la toma del
Palacio de Invierno, da fe de la onda expansiva de un acontecimiento que dio
forma a las aspiraciones políticas y personales de varias generaciones a lo
largo de sus vidas. La Revolución Rusa es por eso y por mucho más el acontecimiento
más importante del Siglo XX, un golpe de timón que cambió el curso de la
historia instituyendo una nueva temporalidad. La grandeza de semejante
acontecimiento radica en su originalidad y en sus repercusiones.
La
originalidad es manifiesta. La Revolución de Octubre trajo consigo la
construcción del primer Estado Obrero de la historia. En sus contenidos la
revolución dinamitó la piedra angular del modelo civilizatorio imperante, la
propiedad privada, y durante un tiempo desplegó a través de los soviets la
democracia más intensa hasta entonces conocida. El sujeto de semejante cambio
lo conformó una alianza de sectores subalternos entre los que se encontraban
campesinos depauperados, intelligentsia desclasada y soldados rasos a punto de
convertirse en carne de cañón, al frente de los cuales estuvo el proletariado
industrial políticamente organizado. Aunque sus procedimientos entroncaron con
la tradición jacobina y la experiencia insurreccional de la Comuna de París,
los bolcheviques introdujeron novedades fundamentales que evitaron el destino
de esas experiencias de emancipación: la derrota inmediata que siguió a la
conquista del poder. Entre esas novedades estaba la alianza tejida con el
campesinado a partir de una lectura ajustada de sus anhelos, la apropiación del
vigor de algunas reivindicaciones nacionalistas y la puesta a punto de un
instrumento centralizado y formado por cuadros entregados a la causa en cuerpo
y alma: un instrumento llamado partido que supo sortear el aparato represivo de
la dictadura zarista, frenar a la reacción en medio del caos revolucionario y
constituirse en el embrión del nuevo Estado cuando el viejo Leviatán se vino
abajo.
La
Revolución fue, como la calificó Antonio Gramsci, una revolución contra El
Capital, una revolución socialista que no aconteció en el epicentro del
capitalismo occidental, sino en una de sus periferias más vastas y
subdesarrolladas. Que fuera allí lo explica en parte la teoría que el
arquitecto de la revolución, Lenin, elaboró precisamente para incentivarla, en
uno de los mejores ejemplos de la performatividad del pensamiento
revolucionario, que crea con su inspiración el mundo que enuncia. En la teoría
del eslabón más débil Lenin planteaba que las cadenas del capitalismo no se
romperían allí donde el desarrollo material había narcotizado con sus
concesiones a una parte de la clase obrera y cooptado para la gestión a su
vanguardia política y sindical, sino en los países de la periferia donde a la
rabia por la explotación económica se le podría sumar la rebeldía frente a la
dominación extranjera. La conclusión de que en su fase de desarrollo
imperialista el capitalismo canalizaba la competitividad intranacional hacia
afuera, lanzando a los países a confrontar militarmente por la apropiación de
recursos y la apertura de mercados, fue vista por Lenin como una oportunidad
para apelar al malestar de los comunes y convertir esa guerra de intereses
económicos entre Estados en una guerra nacional entre clases.
La
Revolución de Octubre rompió la lógica de los tiempos y quebró los esquemas
interpretativos y propositivos de la Segunda Internacional. Los bolcheviques no
se resignaron a esa concepción del tiempo lineal, progresiva y teleológica que
exigía pasar previamente por un largo estadio de desarrollo liberal burgués
para construir más tarde el socialismo. Tampoco se sometieron a la tiranía de
las condiciones objetivas, ni anduvieron a la espera de que el desarrollo
mecánico de las fuerzas productivas les diera luz verde para la subversión. Los
bolcheviques supieron leer las condiciones materiales como condiciones de
posibilidad, acelerando a voluntad el tiempo histórico y dilatando los límites
de la realidad por medio de la acción subjetiva. La acción política de los
bolcheviques se movió entre la urgencia y el sentido de la oportunidad, entre
su negativa a concebir el socialismo como advenimiento fatal y el olfato que
les llevó a lanzarse a la toma del poder justo en el momento en el que poder
estuvo al alcance de sus manos y cuando realmente hubo un empuje popular
autónomo que pudiera elevarles a esa posición. Para conservarlo en condiciones
de tanta pobreza y ante la brutal ofensiva blanca, de dentro y fuera del país,
tuvieron que recurrir también a la política del terror, con la brutalidad que
supone para quien la sufre y la degeneración que entraña para quien la ejecuta.
De ese subdesarrollo, de ese terror, de la frustración de la expansión de la
revolución por Europa y sobre todo de la reacción termidoriana del estalinismo
surgieron no pocos engendros y también algunos de los límites que varias
décadas después la colapsarían.
Si esta fue
su originalidad, las repercusiones fueron tremendas. De esta revolución surgió
URSS, una potencia que irrumpió en el ámbito de las relaciones internacionales
para disputar la hegemonía a las potencias capitalistas. Pero además de la
amenaza externa, la revolución de octubre penetró en el interior de esas
grandes potencias a través del caballo de Troya de los partidos comunistas. La
Revolución Rusa, más que rusa, fue concebida como el detonante de una
revolución mundial, que, si bien se vio frustrada inicialmente y no tuvo
réplica en occidente, desató varias oleadas revolucionarias tras las cuales un
tercio del mundo estuvo regido por sistemas políticos inspirados en ella. La Revolución
de Octubre supuso una sacudida universal en las conciencias de los trabajadores
que desató sus esperanzas y les dio una seguridad que estuvo en la base de los
grandes cambios que promovieron durante medio siglo. Igualmente azuzó el miedo
de los de arriba, que para hacerla frente en muchos sitios tuvieron que echar
mano del fascismo. También la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial
hubiera sido impensable sin la entrada en combate de los hijos de la
revolución.
De todo
aquello todavía puede sacarse mucho para dar impulso a una política
emancipadora, por lo menos la fuerza de una memoria irreverente que, como nos
recuerda Slavoj Zizek, resulta inasimilable para cualquier propuesta
progresista conciliadora. De aquellos revolucionarios cabe rescatar la voluntad
obstinada de impulsar un proceso de transformación radical y la supeditación de
toda práctica a esa finalidad: la idea de la revolución como horizonte y su
afirmación como principio regulativo de la práctica cotidiana, incluso en los momentos
donde obviamente no resulta posible. También la necesidad de modificar los
análisis y las estrategias a las condiciones siempre cambiantes de la realidad.
También la consideración de que la acción política sólo es revolucionaria
cuando forma parte de las aspiraciones del movimiento real de los comunes.
También la importancia de la lealtad a las propuestas programáticas, aunque eso
tenga como coste asumir ignominias como en Brest Litovsk.
En cualquier
caso la Revolución de Octubre ofrece algunas respuestas - pero sobre todo
mantiene abierto el interrogante - a la cuestión central que atañe a cualquier
movimiento que se pretenda revolucionario: cómo procurar la conquista del poder
por parte de los de abajo y cómo hacerlo sin reproducir con ello la propia
lógica del poder. Mientras respondemos a ese interrogante no viene mal vivir el
sueño de la Revolución de Octubre.