Sebastiaan Faber. La Marea, 28 noviembre 2019
El legado de los
historiadores liberales del Régimen del 78
La muerte de Santos Juliá, el 23 de octubre pasado, ha
inspirado un aluvión de panegíricos. Nada más natural; a fin de cuentas, no
solo era un historiador prominente sino un intelectual público que llevaba más
de un cuarto de siglo interviniendo en los medios, sobre todo en El País. Solía
expresarse siempre con claridad y valentía, sin pelos en la lengua. Pero
precisamente porque el propio Juliá nunca rehuyó las polémicas, quizás se
merezca un retrato con más claroscuros que, además, aproveche para ubicarlo en
su contexto generacional e institucional. Lo que sigue es una primera pincelada
en ese sentido, de mano de algunas voces amigas que, en años recientes, han
formulado visiones algo más críticas de Juliá y sus compañeros de generación,
como Juan Pablo Fusi y José Álvarez Junco.
Sus virtudes personales quedan fuera de duda. A Juliá en
particular le impulsó siempre una impresionante dedicación a su campo, la
historia contemporánea, y una tremenda capacidad de trabajo, nutrida por un
caudal de erudición en el mejor sentido del término: un conocimiento profundo y
amplio de su propio país y su pasado. Indudable también era su compromiso con
la sociedad de su tiempo, que quedó manifiesto tanto en sus libros de ensayo e
historia como en sus columnas periodísticas. En un paisaje mediático adicto al
postureo de los todólogos, Juliá casi siempre se expresó con una seriedad y
sinceridad excepcionales.
Las limitaciones de su obra, en cambio, eran en gran parte
sintomáticas: de su generación, de las instituciones en que ocupó durante mucho
tiempo un papel central –la universidad y los medios– y, cómo no, de lo que se
ha dado en llamar la Cultura de la Transición. Fue sintomática, por ejemplo, la
difícil relación que tenía Juliá, como historiador académico, con el movimiento
por la recuperación de la memoria histórica, cuyos móviles –me parece– nunca
llegó a apreciar del todo, a pesar de que fue él quien coordinó el importante
libro sobre Víctimas de la Guerra Civil (1999).
También fueron sintomáticas las contradicciones de su
práctica profesional y la visión que tuvo de ella. Por un lado, rechazaba la
“memoria” como un fenómeno sentimental, subjetivo y politizado,
estructuralmente inferior a una “historia” científica rigurosamente objetiva,
representada por su propio trabajo y el de sus compañeros de gremio. Este
rechazo categórico de la memoria era cuando menos problemático en un contexto
social –y un momento histórico: la primera década del siglo XXI– donde esa
memoria estaba en su mayor parte encarnada por las voces de las víctimas,
víctimas que después de años de silencio forzado por fin sentían que había un
público dispuesto a escucharlas.
Por otro lado, llama la atención que Juliá, como supuesto
historiador científico y rigurosamente objetivo, no tuviera reparo en asumir un
papel de opinador en un sistema mediático altamente politizado y
comercializado, expresando opiniones, además, nada rigurosas desde un punto de
vista historiográfico. Como “fichaje” de El País, una figura pública como Juliá
era representativa de la relación entre la intelligentsia de la CT y sus
aparatos mediáticos, en la cual el intelectual mantiene una relación simbiótica
con el medio, en un intercambio de capital cultural provechoso para ambas
partes. (Este tipo de análisis, que formulé alguna vez en un ensayo, no lo
acogía Juliá con agrado.)
Había una contradicción similar en su visión de su campo
académico, la historia. A pesar de su indudable brillantez como historiador, me
parece que Juliá nunca fue capaz de asumir plenamente su propia historicidad.
Su idealización de la práctica historiográfica es, en el fondo, ahistórica.
Como disciplina académica, escribía en Hoy no es ayer y un ensayo en Claves de
razón práctica, la historia“sigue aspirando a construir interpretaciones del
pasado edificadas sobre un conocimiento que se pretende científico y objetivo”;
el historiador profesional trabaja con una “austera pasión por el hecho, la
prueba, la evidencia”, “con la intención única de que el pasado hable” y que
“no pretende servir a ningún señor, sea el Estado, la Justicia, la Política, el
Partido, la Clase, la Identidad Nacional, la Memoria”, inmune ante las “últimas
modas”. El historiador, en fin, “[n]o se siente prisionero de ningún paradigma
ni obligado a seguir la dirección impuesta por el último giro”.
No sorprende que un historiador que concibe de su propia
labor de esta forma esté poco receptivo ante los análisis que pretenden
demostrar, precisamente, hasta qué punto su obra y las ideas que la informan
son productos de su tiempo y circunstancias y, por tanto, ideológicas.
Un análisis de este tipo lo realiza, de forma ejemplar, el
filósofo gallego Manuel Artime en su libro España. En busca de un relato. Lo
que caracteriza a la generación de “historiadores liberales” a la que
pertenecen figuras como Juliá, Fusi, Álvarez Junco y otros –escribe Artime– es,
paradójicamente, su miedo a la historia, que ven como una selva tupida llena de
peligros (ideas equivocadas, aspiraciones irrealizables, actitudes superadas,
ilusiones tan ingenuas que resultan vergonzosas). Movidos por ese miedo,
intentan controlar o desarmar lo que la historia, el pasado colectivo, tiene de
potencial inspirador para el presente, un potencial que para ellos solo puede
ser desestabilizador. Lo que también caracteriza a los historiadores liberales
–prosigue Artime– es que asocian la “normalización” de España (una
normalización primero ansiada y, después, constatada y celebrada) con la
capacidad (su capacidad) de hacer historia sin política. Y, más importante, con
la posibilidad de hacer política sin historia. Ese, a fin de cuentas, es el
sueño del Régimen del 78.
De allí también su insistencia en su propia probidad
disciplinaria. El pasado, para ellos, es un territorio tenebroso, ponzoñoso y
tentador, lleno de peligrosas tentaciones ideológicas, al que solo deberían
poder acceder especialistas armados de una metodología a prueba de bombas. Las
consecuencias para España de esta actitud han sido negativas, concluye Artime.
Al revestir el pasado de una especie de barrera aséptica, una guardia
pretoriana de disciplinariedad, la narrativa normalizante de los historiadores
liberales –que han dominado el campo y la opinión pública durante años– “ha
contribuido a desarmarnos críticamente, a empobrecer nuestra memoria
democrática y perder de vista múltiples relatos emancipatorios, que tendrían
cosas por decir a la democracia actual”.
Un buen ejemplo es la visión hegemónica que cundió entre los
historiadores liberales del anarquismo ibérico. Para ellos, el movimiento
libertario, una aberración o curiosidad histórica, “se resume en religiosidad,
sentimentalidad o moralismo, es decir, ausencia de pensamiento,
irracionalidad”, como escribe el joven investigador Jorge Gaupp en una tesis
doctoral defendida hace poco. Aunque adoptaban, en lo básico, la visión del
anarquismo español que ya había esbozado Gerald Brenan en los años 40, en los
años 70 y 80 la revistieron de una autoridad académica que se negaban a ver
como ideológica. Como historiadores eran científicos, a fin de cuentas:
buscadores objetivos de la verdad. En el fondo, sin embargo, la suya era una
visión reductiva y simplista –y en el fondo, muy poco rigurosa– que les
permitió condenar a los márgenes de la historia, y desactivar para su presente
político y social toda una tradición de pensamiento y de experiencia práctica
alternativas.
La visión del pasado como una fuente de peligros la expuso
Juliá con nitidez en un ensayo de tono sombrío en la Revista de Occidente de
2006, titulado Bajo el imperio de la memoria. Recordando (en tercera persona)
la experiencia de su propia generación, educada en un asfixiante clima
franquista marcado por un uso constante e instrumental del pasado, explicaba
que los miembros de su generación “optaron por echar la guerra al olvido en un
sentido muy preciso”:
La consideraron como historia, como un pasado clausurado,
algo que había afectado a sus padres, pero de lo que era preciso librarse si se
quería desbrozar el único camino que podía reconducir a la democracia, a la
libertad. No queremos compartir los odios del pasado, decía un manifiesto
firmado por universitarios de Barcelona en 1957. La guerra era sencillamente
historia, objeto de conocimiento, no de memoria; su herencia no era bien
venida.
Aunque aquí Juliá reconstruye su propia experiencia
generacional, historizándola, es característico que no aproveche la oportunidad
para relativizar las posiciones ideológicas a la que esa experiencia acabó
dando lugar, o siquiera reconocerlas como tales. (La ideología siempre está en
el otro, en este caso en los “emperadores” de la memoria.)
Así, esta generación tampoco estuvo dispuesta a reconocer la
obvia posición de poder que ocupaba en sus dos mundos: el universitario y el
mediático, aunque esto no significaba, ni mucho menos, que se negara a ejercer
ese poder. Su relación con las generaciones siguientes –sobre todo con sus
miembros más díscolos, que tuvieron la oportunidad de asimilar otras prácticas
y modelos que los dominantes en España– resultó necesariamente conflictiva. El
historiador Pablo Sánchez León, unos 20 años más joven, la describió así cuando
le pregunté al respecto, hace un par de años:
«En estos tiempos tienes que hacer un poco de psicoanálisis
para saber qué es lo que te motiva, y ese poco de autoconocimiento no tienen.
Son intelectuales para sí mismos. Hablan todos en función de lo que promueve la
reproducción del ideario de su propia generación, tal como va evolucionando en
el tiempo. Y esa generación va siendo cada vez peor, más mayor y conservadora.
[…] Una generación para sí misma de este tipo crea muchos problemas. El
principal es que no transmite nada. Ellos no tienen continuadores. No han
querido hacer escuela porque han preferido ser ellos siempre los que tienen la
primera, la última y la palabra de en medio. Han querido tener un monopolio
oligopolístico, un cártel. Por tanto no han dejado una herencia».
Lo que acaba señalando Sánchez León aquí es un problema
institucional íntimamente ligado a la organización del mundo universitario
español: un mundo altamente jerarquizado que premia a los sicofantes, castiga a
los disidentes y sigue aferrado a conceptos anticuados de conocimiento como
erudición y modelos didácticos que insisten en ver la formación como la
“transmisión” unidireccional de ese conocimiento. Como decía Noelia Adánez en
2012: “En las aulas de nuestros vetustos centros de enseñanza superior, el
conocimiento no fluía, simplemente se enquistaba”:
Las universidades, las facultades, los departamentos, son
auténticos reinos de taifas. En términos de reclutamiento de investigadores y
docentes, el clientelismo franquista y posfranquista característico de la
universidad española permanecen. Simplemente se ha adaptado, convirtiendo, por
ejemplo, a la universidad en un lugar en el que el acoso laboral no solo no es
un problema, sino que es una práctica extendida, naturalizada y definitivamente
funcional para el sistema, en un grado muy superior al que lo es en otros
espacios de la administración pública. La figura del catedrático-padre-mentor-empresario
se ha desdibujado, pero las dependencias, el despliegue de filias y fobias en
los procesos de reclutamiento, permanecen.
Sánchez León, en la misma entrevista, explicó esta dinámica
institucional en términos biográficos:
«[C]uando acceden al poder son muy jóvenes. […] En la
primera mitad de los años 80 llegan a tener cuotas de poder grandes. Acceden a
una universidad que no se democratiza sino que se expande. Porque son muy
jóvenes, tienen carrete para largo. […] Esta hegemonía absoluta muy larga en el
tiempo es la que verdaderamente ha permitido que el famoso régimen del 78
perdure tanto. Porque da igual que estés en la oposición o no: mantienes tu
puesto de trabajo, tu columna, tu tribuna, tu prestancia e incluso tu lenguaje«.
Y así como fueron incapaces de comprender lo que impulsaba
el movimiento por la recuperación de la memoria histórica en la primera década
del siglo XXI, les costó comprender lo que movía la crítica al régimen del 78
del 15-M y sus secuelas en la segunda. Como explicaba Sánchez León: “Para la
generación que llega al poder con la Transición, revisarla amenaza los
parámetros de su propia autobiografía. Les obligaría a asumir que la posición
razonada, razonable, moderada que tuvieron en tiempos convulsos –dentro de que
andaban en la izquierda, nadie lo duda– hoy los haría aparecer como totalmente
conservadores. Eso condiciona su lectura de la historia española”.
Cuando se le invitó a escribir una réplica, Juliá, como era
de esperar, no desaprovechó la oportunidad. Lo hizo con desprecio y sarcasmo
pero también –hay que admitirlo– con un punto de humor que le honra:
«Como todo el mundo sabe, mi cercanía al poder y mi carencia
total de principios deontológicos, con tanta valentía denunciados en esa pieza,
han sembrado mi carrera profesional de cargos y prebendas desde que, allá por
los años ochenta, los primeros gobiernos socialistas me nombraran,
sucesivamente, director del Colegio de España en París, rector de la
Universidad Menéndez Pelayo y secretario de Estado de Universidades. Luego, con
los gobiernos del Partido Popular, y por no renunciar a mi inveterado apego al
poder, presté mis servicios a la nación española –y al españolismo en general–
como ministro de Cultura, desde donde procedí a censurar a todos los
descontentos con la Transición, prohibiendo su participación como invitados en
las sedes del Instituto Cervantes».
Sarcasmo aparte, el legado de esta generación de
historiadores es mixto. Rompieron con la hegemonía de la historiografía
franquista, sí; y lo hicieron apelando a actitudes y prácticas “científicas”
con el fin de desideologizar la visión del pasado construida por los
historiadores académicos en España durante la dictadura. Emprendieron un
proyecto necesario y meritorio. Pero en ese afán no dejaron de imponer su
propia hegemonía, casi tan asfixiante como la que desplazaron. No solo porque,
por razones biográficas, la pudieron ejercer durante mucho tiempo, dentro de la
universidad y en la esfera pública; y no solo porque en lugar de reformar las
estructuras de poder de la universidad española, las acabaron replicando.
También porque, revestidos de la autoridad de sus puestos universitarios y con
pleno acceso a la plaza pública, utilizaron la historia –el relato sobre el
pasado colectivo, narrado con autoridad– para transmitir un proyecto de país:
concretamente, el proyecto europeísta, centralizador, normalizador de la
Transición.