…porque en España quiebran las personas. En el mundo civilizado, si una familia deja de pagar la hipoteca, el banco se queda con la casa y la familia se queda en la calle; punto y final. Es cruel, pero al menos no es sádico. En España, si una familia no puede pagar, el banco la desahucia y es entonces cuando realmente empiezan los problemas. La casa se va, pero la deuda permanece. El banco malvende el piso a través de una oscura subasta, donde varias mafias se reparten las tajadas, y después reclama al hipotecado lo que falte por pagar tras la venta. A esa resta entre el precio del piso en plena burbuja y el saldo de una subasta hay que sumar los intereses del crédito, los intereses de penalización, los costes judiciales y las minutas de los abogados.
El resultado suele ser atroz. Como la historia de Jaime Abelardo, que publicó hace unos días The New York Times (pincha en el primer resultado de la búsqueda): un ecuatoriano residente en Barcelona que se hipotecó para comprar un piso de 220.000 euros y ahora debe 260.000; por supuesto, también ha perdido el piso. Su pesadilla no es anecdótica. Según un reciente informe de la Unión de Consumidores de Catalunya y la Asociación de Usuarios de Cajas y Seguros de Catalunya, más de doscientas mil familias en España cayeron en esta trituradora entre 2007 y 2009; nadie sabe aún cuántas van este año, aunque otros informes dicen que hay 1,4 millones de ciudadanos al borde de la bancarrota personal.
¿La razón de este dislate? Que en este país en retroceso que presume de dos de los bancos más grandes del planeta, la draconiana ley hipotecaria ordena que incluso esos préstamos estén respaldados como si fuesen créditos personales, por todo el patrimonio presente y futuro, por medio de un procedimiento donde todas las garantías están del lado del que siempre gana, de la banca. En el mundo civilizado, son las casas las que se hipotecan. En España, hipotecamos a las personas.