La política del PP está triunfando en Europa. Las políticas de Sarkozy en los últimos meses suponen, entre otras cosas, un espaldarazo internacional al prestigio de José María Aznar. Es hora de olvidar viejas maniobras ridículas, como aquella famosa contratación de un lobby de abogados en Washington, aquellos dos millones de dólares invertidos en conseguir que se le concediese la medalla del Congreso de Estados Unidos. La reputación de Aznar no es ya el sueño mendicante de un heredero del Cid, sino una realidad activa que da ejemplo y abre camino.
Su llegada al poder en 1996 fue posible, si dejamos a un lado las decepciones provocadas por el Gobierno socialista, gracias a una maniobra doble. En una jugada paradójica y magistral, Aznar consiguió ofrecer una imagen de conservador centrista, integrando al mismo tiempo en su partido a la extrema derecha española. Ese es el ejemplo que hoy intenta seguir Mariano Rajoy. Como no tiene política económica propia, ya que las recetas neoliberales se las ha robado Rodríguez Zapatero, se dedica a españolear, un verbo que en la tradición patria no significa disfrutar con las glorias deportivas, sino agitar sentimientos extremos de carácter religioso y nacionalista. Las invocaciones al apóstol, la defensa de la unidad de España, el miedo al moro o la indignación ante derechos civiles como la interrupción voluntaria del embarazo, sirven de pegamento. Se conserva unida la gran familia de la derecha y se mantiene la tensión contra un Gobierno que, en realidad, está protagonizando una política social muy parecida a la suya.
Ante unas encuestas hostiles, que rechazan su reforma de las pensiones y sus políticas de privatización de los servicios públicos, Sarkozy ha decidido imitar la lección de Aznar. Si se analiza la realidad económica y social francesa, la deportación de unos ciudadanos europeos de etnia gitana es completamente inútil. Se trata de una barbarie racista innecesaria. Pero desde el punto de vista político sirve para invitar a la extrema derecha, a los votantes de Le Pen, a integrarse en el proyecto que lidera Sarkozy. La crisis económica ha provocado que se agite en Europa y en EEUU un alarmante cóctel que combina los sabores de la derecha democrática con las orgullosas esencias de los nacionalismos, la deriva racista y la intolerancia moral neoconservadora. Nadie le pone hielo a este cóctel. Y no es que Aznar fuese su inventor, pero debe reconocerse que ha sido uno de sus grandes artífices en el pasado inmediato. Algunos intelectuales regeneracionistas pretendieron europeizar España para sacarla de su crisis decimonónica. Viendo lo que ocurre ahora en la Francia cívica, debemos reconocer que van ganando la batalla los que propusieron una receta contraria: españolizar Europa.
Los éxitos de la derecha europea se deben a su capacidad de situar las soluciones coyunturales dentro de un proceso a largo plazo. Mientras la socialdemocracia rueda de parche en parche, de trágala en trágala, la derecha convierte sus actuaciones en pasos hacia una hegemonía definitiva, sea cual sea el rostro del gobernante. Las experiencias se fundan, y la derecha ha procurado crear la experiencia de una población que llegue a confundir su intimidad con una audiencia televisiva fácil de manipular. En vez de un tejido social fuerte, consciente de sus derechos cívicos y económicos, prefiere una masa de soledades temerosas, sentadas a ser posible en un plató y dispuestas a obedecer la orden de aplaudir, abuchear o exagerar carcajadas según lo exija el realizador del programa. Las medidas tomadas por el Gobierno de Sarkozy, no contra ciudadanos particulares, sino contra la totalidad de una etnia, son inseparables de las amenazas de Esperanza Aguirre contra los liberados y delegados sindicales. El populismo no funciona con una población organizada. Hace falta gente fácil de pastorear mediáticamente, dispuesta a pedir mano dura, o a aplaudir con mano dura, unas políticas pensadas contra sus propios intereses.
La dinámica europea que se solidariza con las políticas de Sarkozy es la misma que en España está ofreciendo a los empresarios, en una bandeja de plata, la cabeza del movimiento sindical. Contribuye a que se disuelva la última barrera solidaria contra la avaricia del poder económico. El día 29 de septiembre podemos negarnos a ser colaboracionistas
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