En la historia de la dictadura hay dos épocas en las que sus dirigentes tuvieron –y sintieron– la necesidad de envolver la política con estrategias de alta densidad memorial y simbólica. Se trataba de establecer un tótem con el que congregar a la nación recién inventada en torno a un relato, alrededor de palabras expresadas en formatos muy diversos: piedras talladas en hechuras de metáfora, símbolos de leyendas recuperadas, invocaciones al barroco, imágenes del presente interpretadas en clave del pasado, y al revés.
La primera de esas dos épocas aconteció apenas iniciada la postguerra, e inauguró y desarrolló una épica monumental que relataba la perdurabilidad de los valores de la Victoria –además de la victoria estrictamente bélica, claro–. Aunque el éxito, la conquista relatada y el acto fundacional de la época no era sólo la Victoria, sino la sangre y dolor vertidos para ella, la sangre como capital e inversión, como valor nacional. Esa época concluyó en 1957, con la apoteosis de Cuelgamuros, sus cruces, ángeles y monstruos. Jürgen Habermas dice del Valle que parece “un monumento encargado por los faraones a Walt Disney”; pero no, la verdad es que el Valle no tenía –ni tiene– nada que sea ridículo o grotesco, nada que permita sonrisa o burla, sólo transmite exaltación del dolor y del temor. Es la síntesis de un tiempo y la expresión exacta de una idea hecha realidad, el templo deseado por el fascismo europeo derrotado que hallaba en España, siempre, referencia y refugio. Es la escenografía de la derecha española victoriosa congregada al entorno de su dictadura. En la década siguiente la Victoria fue substituida por la Paz, y los valores de la sangre y el dolor por los de la modernidad y el desarrollo, (que es dolor y sueño a la vez). Comenzaba una época y buscaron contar su propósito. Los XXV años de Paz celebrados fueron un relato sobre la construcción –y salvación– nacional, pero para ello debía ocultarse que 25 años atrás la modernidad había sido destruida a sangre y fuego.
Cualquier proyecto de construcción nacional reposa tanto en la memoria como en el olvido; ambos son las dos dimensiones de un mismo campo de negociación de sentido, donde narraciones concurrentes rivalizan para hacerse escuchar, para conquistar un espacio propio y alcanzar la hegemonía o el dominio. Para eso fue concebida la operación político-cultural de mayor ambición producida por el Estado en la España del siglo XX . Se trataba de ofrecer a la sociedad un espejo que devolviese la imagen de un presente idealizado que prefiguraba un futuro de desarrollo integral, de bienestar y paz social en una Arcadia española vacía de conflictos. Con ese objetivo, el Ministerio de Información y Turismo dirigido por Manuel Fraga Iribarne, titular de la cartera desde 1962, planificó, ejecutó y gestionó una enorme movilización de recursos culturales y académicos, políticos y económicos, nacionales e internacionales. España fue pensada integralmente, y de ese ejercicio surgió una gran maniobra cultural de legitimación y perpetuación de la dictadura que, con un remozado universo simbólico, regalaba identidad y voceaba que el futuro de modernidad y desarrollo estaba asegurado, y que lo estaba porque se había producido, 25 años atrás, una Victoria fundadora de la Paz presente. Era el complemento cultural que ponía palabras, un relato, al proyecto económico establecido en los Planes de Desarrollo.
La conmemoración de los XXV años de Paz fue un empeño de altura efectuado al margen de la realidad y destrozado por la realidad misma, una realidad de la que formaba parte la acción del antifranquismo que de ningún modo la dictadura podía asumir. Ferias, exposiciones, pabellones internacionales, canciones y películas, teleclubes y festivales erigidos como homenaje en 1964, no fueron suficientes para convencer, dentro y fuera, sobre la España arcádica heredera de la Victoria. Al fin y al cabo esa época comenzó con la ejecución de Julián Grimau, en abril de 1963, prosiguió en julio del mismo año con las ejecuciones de Francisco Granados y Joaquín Delgado, las huelgas mineras y fabriles de 1964 y las de 1966 y la constitución de un nuevo sindicalismo; tuvo que tragar las grandes movilizaciones estudiantiles que destrozaron el sindicato falangista universitario y a su jefe nacional, Rodolfo Martín Villa; alcanzaba el límite con el asesinato de Enrique Ruano por la policía y la declaración del estado de excepción en 1969 y asumía el final definitivo con el Proceso de Burgos, a fines del otoño de 1970. Y entremedio, algo más. En 1963, en el contrabando de libros que desmentían los relatos oficiales, apareció un título que conmovió los cimientos del ministerio de Fraga Iribarne, El mito de la cruzada de Franco. Su autor, Herbert Rutledge Southworth, un historiador de Oklahoma al que algún día este país debería dedicar una plaza. El impacto de aquel texto –más que el de otros hispanistas más populares pero menos penetrantes y consistentes–, promovió que el ministro de Información nombrase a un joven funcionario lejanamente interesado en temas de historia, Ricardo de la Cierva de Hoces, para montar una Sección de Estudios sobre la Guerra de España, con la función declarada de establecer un servicio de contrainformación que detuviese la nueva perspectiva de la historia de la Guerra Civil española. Con la Sección de Estudios nacía la historiografía neofranquista, hoy mal llamada revisionista.
En cualquier caso, cuando un libro conmueve un ministerio, y aún más si es el de Información, es que la capacidad de congregar está perdida; y a partir de ahí, la política no tiene norte.
Ricard Vinyes es historiador